Presidencialismo de colisión: la confrontación como práctica política
El oficialismo se convirtió, desde comienzos de año, en un generador de problemas; a fuerza de errores no forzados (el discurso de Davos, $LIBRA, las agresiones, ficha limpia), causó una erosión en la opinión pública

“Suspendé la operación”, leyó en la notificación de Signal el managing partner de un importante fondo familiar basado en Miami, con inversiones en los principales mercados de América Latina. Hacía meses que venía evaluando comprar activos en una provincia petrolera y aun había considerado abrir una oficina en Buenos Aires para controlar de cerca esa eventual operación y analizar otras oportunidades. Tenía una valoración muy positiva de la vocación reformista del Gobierno y, luego de haberse reunido con funcionarios del equipo económico tanto en Washington como en Nueva York, no dudaba de su determinación para avanzar en la agenda de transformaciones estructurales, tal como estipula el acuerdo con el FMI. Pero el accionista principal de ese fondo se tomó el tiempo para ver por streaming la presentación de Javier Milei en el 42º Congreso Anual del IAEF, realizado en el Centro de Convenciones de esta ciudad. Y hubo algo en la forma y el contenido de su discurso que le hizo ruido. “Entiendo que sea un año electoral y que en su anterior campaña haya tenido éxito con esta metodología… pero ahora es el presidente de un país como la Argentina. Me genera desconfianza”. Curiosamente, Luis “Toto” Caputo le había atribuido la todavía alta tasa de riesgo país al miedo que el mercado tiene de que regrese el kirchnerismo. Puede que las razones por las cuales la Argentina sigue sin acceder al crédito voluntario y no logra recibir volúmenes significativos de inversión sean bastante más complejas.
El propio Gobierno se convirtió, desde comienzos de año en un generador de problemas, suplantando lo que en general uno espera de la oposición. En un país tan raro como la Argentina, casi todas las fuerzas no oficialistas y la enorme mayoría de los actores sociales están dispuestos a colaborar en materia de gobernabilidad, pero el oficialismo, a fuerza de errores no forzados (el discurso de Davos, el caso $LIBRA, las agresiones por doquier, el fracaso de ficha limpia), causó una erosión en la opinión pública, como refleja la última edición del Monitor de Humor Social de D’Alessio-IROL/Berensztein. Es cierto que ningún dirigente o espacio opositor capitalizó ese desgaste, pero aparece un fantasma que puede convertirse en un problema serio: las suspicacias y los costos que generan el estilo, las exageraciones y los exabruptos cotidianos de Milei.
Existe una creciente preocupación en un importante segmento de la sociedad argentina, incluidos ámbitos académicos, culturales y jurídicos, en torno a las continuas agresiones, a menudo con un lenguaje vulgar, del Presidente hacia distintos referentes, en especial economistas, profesionales de prensa y medios de comunicación. Para algunos, se trata de una manera condenable e improcedente de expresar una opinión personal por parte de quien desempeña la máxima magistratura de la república, sobre todo cuando incluye componentes típicos de un discurso de odio. Para otros, representa una respuesta adecuada y proporcional de alguien que defiende su buen nombre y honor, luego de recibir críticas supuestamente injustas y de haber sido objeto de todo tipo de ataques y noticias falsas. Hasta figuras moderadas y sensatas del oficialismo, como el jefe de Gabinete de Ministros, Guillermo Francos, declaró hace pocos días en Cadena 3 Rosario que comprende la frustración del Presidente frente a las “arbitrarias embestidas de los medios”. Al margen de la opinión personal que uno pueda tener, existen frondosos precedentes, remotos y recientes, de comportamientos parecidos que, aunque no hayan sido tan violentos, remiten a una tipología característica de la cultura de liderazgo imperante en la política doméstica: la de los presidentes peleadores, combativos, ásperos e intransigentes.
Podemos caracterizar el fenómeno como “presidencialismo de colisión”: líderes que buscan el conflicto, se sienten cómodos confrontando, creen que el poder está hecho para ejercerlo y necesitan mantener en tensión casi permanente a la sociedad, aunque se trate de peleas absurdas, inconducentes y reputacionalmente negativas. Es como si se hubiera eliminado el principio alberdiano de “gobernar es poblar”, modernizado por Fernando H. Cardoso cuando afirmó: “Gobernar es explicar”, para reducirlo a “gobernar es gritar” o, peor aún, “humillar”: para algunos, se construye autoridad “subiendo al ring” a, y polemizando con, diferentes exponentes de la sociedad y de la política.
Tanto en la región como en el país vimos muchos casos de presidentes que alcanzan el poder encabezando una coalición electoral heterogénea y plural. Es cierto que no se trata de un mecanismo ideal para un sistema presidencialista: a diferencia del parlamentarismo, donde los gobiernos dependen de pactos explícitos y dinámicos entre fuerzas políticas, este supone un liderazgo fuerte, respaldado por un partido con estructura nacional y presencia territorial sólida y extendida. Pero como estrategia de adaptación frente al debilitamiento o “desconfiguración” (un concepto de Marcelo Cavarozzi) del orden político-partidario preexistente, el presidencialismo de coalición constituye un mecanismo útil y extendido. Así, las experiencias de la Alianza (1999-2001), Cambiemos (2015-2019) y el Frente de Todos (2019-2023) son casos típicos de este fenómeno. Pero los intentos de colaboración, cooptación y absorción de otras fuerzas políticas fueron variados (Alfonsín y el Partido Federal; Menem y la Ucedé; De la Rúa y Acción para la República; el primer Macri y el Frente Renovador, para cerrar con el peronismo federal de Pichetto; ahora Milei y Pro). Ejemplos como los de Brasil, Chile, Uruguay y en algún sentido Colombia ponen de manifiesto que es un mecanismo habitual de esta última ola de democratización en toda la región.
La cultura de la confrontación está arraigada en la política argentina desde siempre. En el siglo XIX explica las dificultades para armar un acuerdo político (indispensable al respecto el último libro de Julio Saguir, Una Argentina a medias, de Eudeba), y casi todos los conflictos que derivaron en crisis profundas, como la de 1890. Luego, Hipólito Yrigoyen intentó –y logró– desmantelar el poder del Partido Conservador mediante intervenciones federales, algunas avaladas por el Congreso y muchas otras por decreto. Juan Perón multiplicó enfrentamientos con entidades empresariales, partidos opositores, la Iglesia, los medios y agrupaciones de estudiantes, entre otros, con su estilo decisionista, vertical y disciplinador. Con el retorno de la democracia en 1983, Raúl Alfonsín confrontó con corporaciones económicas, sindicales y parte de las Fuerzas Armadas. “Ramal que para, ramal que cierra”, inmortalizó un Menem que recordamos por su flexibilidad y pragmatismo. Néstor Kirchner diseñó una estrategia explícita de acumulación basada en el conflicto, comenzando por quienes más lo habían apoyado (el caudillo santiagueño Juárez y el mismísimo Duhalde), para luego continuar con Roberto Lavagna, empresarios, el campo, los medios y cualquiera que se interpusiera en sus ambiciosos objetivos políticos y de negocios.
La cultura del presidente fuerte, que ejerce el poder con dureza, no es solo tolerada: suele ser celebrada. Del “a vos no te va mal, gordito” de Alfonsín a los exabruptos escatológicos de Milei hay un cambio de forma, pero también una paradójica continuidad en el modo de ejercer la autoridad presidencial. La “casta” política argentina lo hizo desde siempre. Ojalá que, aunque sea solo por esa razón, Milei revise su cuestionable actitud.