
Desde la entrada en vigor de nuestra Constitución ha existido una concepción doctrinal «clásica» de los estados de emergencia (art. 116 CE) y de la técnica de la suspensión de los derechos fundamentales (art. 55.1 CE), según la cual una restricción de alta intensidad de un derecho fundamental constituía su suspensión. De esta manera, el Poder Constituyente hizo directamente una graduación de las máximas limitaciones de los derechos fundamentales, excluyéndolas de la mano del Legislador: estos tan solo serían suspendibles, y no todos (sino únicamente los derechos previstos por el propio texto constitucional), mediante la declaración de los estados de excepción y de sitio, pero en ninguna otra circunstancia. Tampoco durante la vigencia del estado de alarma y mucho menos, naturalmente, en aquellos casos en los que no hubiera lugar a una declaración de estos estados de emergencia. Dicho en otras palabras, sería la propia Constitución, en tanto que norma suprema, la que efectuaría un primer juicio de proporcionalidad sobre las limitaciones de los derechos fundamentales, circunscribiendo sus máximas expresiones exclusivamente a los supuestos de graves crisis para el orden público que requiriesen la activación de los estados de excepción y de sitio. Las catástrofes provocadas por la fuerza de […]