Heridas en el alma

Héroes de mayo Boicot a Leonard Cohen La historia la cuenta uno de los asistentes a la presentación de El guitarrista de Montreal en la librería Antígona de Zaragoza y es tan suculenta que en seguida Félix se pone a averiguar más detalles que nos cuenta luego, cuando nos sentamos a cenar en la terraza... Leer más La entrada Heridas en el alma aparece primero en Zenda.

May 12, 2025 - 23:20
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Heridas en el alma

Héroes de mayo

Supe que existía un cementerio en la montaña del Príncipe Pío porque Jesús Marchamalo me lo mostró en aquella tarde de febrero en la que pasamos junto a sus verjas en compañía de una expedición aragonesa. Es un recinto pequeño que casi pasa inadvertido entre el edificio de la Escuela de Cerámica y el monumento que Vaquero Turcios diseñó en honor a Goya y que tanto remite al memorial del Descubrimiento que se levanta en la Plaza de Colón, y sólo se puede acceder a él concertando una visita o aguardando a que señale el calendario el mes de mayo. Mi interés no era tan grande como para decantarme por la primera opción, pero sí el suficiente para actuar en cuanto se diera la segunda, así que me acerco hasta allí en este primer sábado cuya fecha coincide, además, con la del día en que la muerte salió al encuentro de quienes reposan bajo ese suelo. Nuestra Guerra de la Independencia, tan recurrente y tan atávica, ha quedado inmortalizada en dos cuadros inscritos en la conciencia colectiva del país. Ambos llevan la firma de Goya, y la copia de uno de ellos, el que retrata los fusilamientos que se dieron en este mismo lugar en la madrugada del 3 de mayo de 1808, preside la entrada a este camposanto en el que reposan sus protagonistas. Hay bastante gente, multitudes si se tiene en cuenta que de ordinario se ven muy pocas personas por aquí. Tras la verja hay un pequeño jardincillo al fondo del cual se abre una puerta que conecta con otro espacio abierto, más reducido, donde una gran lápida señala el lugar de la cripta en la que descansan las «gloriosas víctimas» de la masacre. Hay que entrar en una capilla exigua y descender unas escaleras para llegar al enterramiento propiamente dicho: una estancia subterránea en la que otra placa recoge los nombres de los muertos. No están todos. Al pie de la enumeración, una inscripción señala que junto a las personas que se referencian hay otros catorce cadáveres anónimos que no pudieron identificarse, espectros cuyo recuerdo es una entelequia difusa, una bruma que se pierde por los senderos de los siglos. Hay apellidos en los que se puede advertir cierto abolengo junto a otros de uso corriente, y se pregunta uno cómo serían sus vidas, qué circunstancias habrían atravesado antes de verse enfrentados a un pelotón de fusilamiento. Es una tentativa vana: de ellos sólo quedan ya sus nombres y las caras que se inventó Goya a la hora de darles forma, al representarlos en unos fusilados que a la vez son y no son ellos y convertirlos en el eje en torno al cual se estiran y se encogen las emociones que invoca la mirada cuando los observa y presiente que en esos rostros, en esos cuerpos, en esa dignidad triste de quien asume la derrota, late algo mucho más profundo que la mera descripción de una masacre.

Boicot a Leonard Cohen

"Dicen que Cohen no se enteró de nada: llevó a su banda completa, se comportó igual que si aquélla fuera una de las grandes plazas de su gira"

La historia la cuenta uno de los asistentes a la presentación de El guitarrista de Montreal en la librería Antígona de Zaragoza y es tan suculenta que en seguida Félix se pone a averiguar más detalles que nos cuenta luego, cuando nos sentamos a cenar en la terraza de una hamburguesería de la Plaza de San Francisco. En la segunda mitad de la década de los ochenta Leonard Cohen andaba enfrascado en una gira mundial que lo trajo por España. No era su mejor momento: había naufragado con Various Positions ―pese a que es, curiosamente, uno de sus discos más memorables― y ya no suscitaba el fervor multitudinario. Lo volvería a recuperar poco después con I’m Your Man, pero ésa es otra historia. El caso es que andaba atravesando horas bajas y, aprovechando tanto esa circunstancia como su paso por la península, la concejala de Cultura de Binéfar decidió contratarlo para que actuara en las fiestas patronales del pueblo. El caché del artista venía a ser la mitad del presupuesto total que el ayuntamiento tenía dispuesto para los festejos y la cosa causó polémica: la oposición cargó contra lo que consideraba un despilfarro y, como suele ocurrir, el pueblo ―que tenía además una amplia tradición rockera y venía a considerar que la propuesta musical de Cohen era bastante desabrida― se dividió entre los que estaban a favor y los que estaban en contra, lo que llevó a que la mitad de los vecinos decidieran boicotear el concierto y, en vez de adquirir la entrada correspondiente, se quedaran escuchándolo en el exterior, justo ante las puertas del recinto. Binéfar rondaba entonces los 8.000 habitantes, y se preveía para el concierto un aforo de 5.000. Acudieron sólo 2.500, lo que posiblemente hiciera de aquel espectáculo el menos concurrido de cuantos protagonizó Cohen por aquella época. Esta historia la cuenta Josep Espluga, que estaba allí ―fue uno de los que se quedó a las puertas, ahora se arrepiente―, en un libro que se titula El año que boicoteamos a Leonard Cohen y que no he leído, pero con el que espero hacerme en cuanto se presente la ocasión. Dicen que Cohen no se enteró de nada: llevó a su banda completa, se comportó igual que si aquélla fuera una de las grandes plazas de su gira ―hasta dio una rueda de prensa― y luego continuó como si nada su tournée por Roma y por Venecia. Hay clases.

Una elegía

"Sentí siempre que era un lujo contarlo entre mis amigos, siento ahora que su pérdida es una de esas heridas que se abren en el alma"

Lo vi por última vez el pasado mes de octubre, en Buenos Aires. «Estoy muy delgado, no te asustes», me advirtió en un guasap. «No seas bobón», le respondí. Nos encontramos en una esquina de Azcuénaga y desayunamos juntos un cafetín abierto a los trajines de una ciudad que despertaba envuelta en promesas primaverales. Me habló de su enfermedad sin dramatismos ni lamentos porque jamás recurría al victimismo ni apelaba a la compasión, y pese a todo nos reímos repasando vicios o virtudes de unos cuantos conocidos comunes, rememorando algún que otro episodio compartido ―y había bastantes: un par de noches épicas en Orense, unas cuantas charlas y tertulias en Gijón, algunas proyecciones del Festival Internacional de Cine que él forjó y que tanto se recuerda, el anochecer en el que mostró el Barolo, la cena que compartimos en el Centro Asturiano de la capital argentina o el quiosco de Corrientes al que me llevó a cambiar moneda― y compartiendo chismes de aquí y allá. «Ahora vamos a ver librerías», dijo, y fuimos caminando muy despacio por las calles aledañas al Congreso. Le había llevado desde España un libro que me había encargado porque no había forma de dar con él en Argentina y él correspondió regalándome otro en una de las librerías que se abren en las cuatro esquinas del cruce de Junin con Bartolomé Mitre. Nos despedimos a las puertas de su casa sin demasiada ceremonia. Ni él ni yo podíamos asegurar que fuésemos a volver a vernos, pero a ninguno nos seducían las sobreactuaciones. Consuela ver que todos los que conocimos y tratamos a Fran Gayo lo recordamos empleando los mismos términos. Era bueno, generoso, inteligente, divertido, cariñoso. Era también sincero hasta resultar brutal y le gustaba compartir sus pasiones sin escatimar un adjetivo. Fue un personaje fundamental en un lugar y una época que andaban necesitados de gente como él, y aunque no sea uno de los rasgos que más se recuerden también hay que decir que fue un escritor magnífico, autor de poemarios en los que resisten versos memorables y de una novela que tituló La Navidad de los lobos y cuyas páginas son un brillante exorcismo personal y un derroche monumental de lucidez y de estilo. Sentí siempre que era un lujo contarlo entre mis amigos, siento ahora que su pérdida es una de esas heridas que se abren en el alma y que no cauterizan nunca, por mucho remedio que se ponga. Me llega la noticia de su muerte al mismo tiempo que las campanas de la ciudad comienzan a repiquetear anunciando que tenemos nuevo papa y se abre paso una sonrisa entre las lágrimas cuando soy capaz de anticipar lo que diría él si pudiese advertir la coincidencia: «Miguelo, me descojono».

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