Francisco, un legado irreversible
Con el reciente fallecimiento del Papa, comienzan a surgir distintas miradas sobre su pontificado. Más allá de las valoraciones que inevitablemente se harán, cabe mencionar tres aspectos que, sin ser exhaustivos, definen su legado. Ante todo, Francisco ha redefinido la universalidad de la Iglesia, no en términos doctrinales sino prácticos, a través de la consigna de “ir a las periferias”, manifestada, por ejemplo, en una constante preocupación por los sectores marginados, el acercamiento a quienes se sienten excluidos de la Iglesia o los inéditos viajes apostólicos a zonas olvidadas por la diplomacia vaticana tradicional. En segundo término, el Papa impulsó un notable desplazamiento del énfasis pastoral: de una Iglesia centrada en la ortodoxia doctrinal hacia una Iglesia de la misericordia, “hospital de campaña”, capaz de acercarse a cada persona en sus circunstancias concretas, valorando el discernimiento pastoral caso por caso. Por último, Francisco introdujo en la reflexión y la vida eclesial contemporánea el concepto de “sinodalidad”, que implica una transición desde una Iglesia vertical y jerárquica hacia una más horizontal y participativa, donde el discernimiento comunitario y la escucha de todas las voces se consideran esenciales para descubrir la voluntad de Dios en el tiempo presente. No obstante, estos logros presentan también zonas de tensión. El discurso social del Papa, en ocasiones de tono combativo, provocó resistencias en sectores más moderados y despertó dudas sobre su ecuanimidad y prudencia en cuestiones políticas. Asimismo, la flexibilidad pastoral que propició no siempre contó con orientaciones suficientemente claras para evitar que el discernimiento de fieles y pastores pudiera derivar en la discrecionalidad. Y aunque abogó por una Iglesia sinodal, su propio ejercicio del poder mantuvo rasgos centralizadores, limitando en cierta medida la implementación práctica de esa visión. En síntesis, el pontificado de Francisco ha significado un proceso audaz de deconstrucción de seguridades históricas y estructuras eclesiales rígidas que obstaculizaban la renovación. Sin embargo, sus intuiciones reformadoras aún requieren maduración y clarificación para alcanzar un equilibrio sostenible en la vida de la Iglesia.Por eso, tras el ritmo acelerado que por momentos Francisco imprimió a su proyecto reformador y las reacciones provocadas por su estilo frontal e incisivo, sería necesario que el nuevo pontificado pudiera brindar a la Iglesia un clima más sereno y conciliador, que permita superar tensiones y encontrar criterios suficientemente claros y compartidos para orientar la vida cristiana y la acción evangelizadora en el mundo.El pontificado de Francisco tiene una indudable significación histórica, porque sus reformas son profundas y, en buena medida, irreversibles. Pero también deja tras de sí una Iglesia enfrentada y con numerosos desafíos pendientes, aunque un balance desapasionado arrojará siempre como resultado más luces que sombras. Hoy, los católicos tenemos el deber de agradecer a Dios por su valioso servicio y pedir para la Iglesia –y para quien lo suceda– la serenidad y sabiduría necesarias para hacer fructificar las semillas que él ha sembrado con su obra y el testimonio de su vida.Pbro. Consejo Consultivo Instituto Acton Argentina

Con el reciente fallecimiento del Papa, comienzan a surgir distintas miradas sobre su pontificado. Más allá de las valoraciones que inevitablemente se harán, cabe mencionar tres aspectos que, sin ser exhaustivos, definen su legado. Ante todo, Francisco ha redefinido la universalidad de la Iglesia, no en términos doctrinales sino prácticos, a través de la consigna de “ir a las periferias”, manifestada, por ejemplo, en una constante preocupación por los sectores marginados, el acercamiento a quienes se sienten excluidos de la Iglesia o los inéditos viajes apostólicos a zonas olvidadas por la diplomacia vaticana tradicional. En segundo término, el Papa impulsó un notable desplazamiento del énfasis pastoral: de una Iglesia centrada en la ortodoxia doctrinal hacia una Iglesia de la misericordia, “hospital de campaña”, capaz de acercarse a cada persona en sus circunstancias concretas, valorando el discernimiento pastoral caso por caso. Por último, Francisco introdujo en la reflexión y la vida eclesial contemporánea el concepto de “sinodalidad”, que implica una transición desde una Iglesia vertical y jerárquica hacia una más horizontal y participativa, donde el discernimiento comunitario y la escucha de todas las voces se consideran esenciales para descubrir la voluntad de Dios en el tiempo presente.
No obstante, estos logros presentan también zonas de tensión. El discurso social del Papa, en ocasiones de tono combativo, provocó resistencias en sectores más moderados y despertó dudas sobre su ecuanimidad y prudencia en cuestiones políticas. Asimismo, la flexibilidad pastoral que propició no siempre contó con orientaciones suficientemente claras para evitar que el discernimiento de fieles y pastores pudiera derivar en la discrecionalidad. Y aunque abogó por una Iglesia sinodal, su propio ejercicio del poder mantuvo rasgos centralizadores, limitando en cierta medida la implementación práctica de esa visión.
En síntesis, el pontificado de Francisco ha significado un proceso audaz de deconstrucción de seguridades históricas y estructuras eclesiales rígidas que obstaculizaban la renovación. Sin embargo, sus intuiciones reformadoras aún requieren maduración y clarificación para alcanzar un equilibrio sostenible en la vida de la Iglesia.
Por eso, tras el ritmo acelerado que por momentos Francisco imprimió a su proyecto reformador y las reacciones provocadas por su estilo frontal e incisivo, sería necesario que el nuevo pontificado pudiera brindar a la Iglesia un clima más sereno y conciliador, que permita superar tensiones y encontrar criterios suficientemente claros y compartidos para orientar la vida cristiana y la acción evangelizadora en el mundo.
El pontificado de Francisco tiene una indudable significación histórica, porque sus reformas son profundas y, en buena medida, irreversibles. Pero también deja tras de sí una Iglesia enfrentada y con numerosos desafíos pendientes, aunque un balance desapasionado arrojará siempre como resultado más luces que sombras. Hoy, los católicos tenemos el deber de agradecer a Dios por su valioso servicio y pedir para la Iglesia –y para quien lo suceda– la serenidad y sabiduría necesarias para hacer fructificar las semillas que él ha sembrado con su obra y el testimonio de su vida.
Pbro. Consejo Consultivo Instituto Acton Argentina