Florencia del Campo. Que tenga una casa.
Candaya, 2024. 156 páginas. Igual que en aquel Madre mía la autora construye una especie de ensayo basado en sus propias experiencias sobre la necesidad de tener una casa y la dificultad casi titánica de encontrar una en estos tiempos. Problema que está más de actualidad que nunca, debido a los altos precios de los alquileres y a la casi imposibilidad de comprar una vivienda. La única posibilidad, como cuenta la autora, es buscar en los pueblos, y aún así la cosa está difícil. Pero no creamos que es una crítica social, al contrario, más bien una narración de los vaivenes emocionales dentro de una situación de incertidumbre, las diferentes maneras de encarar una relación de pareja y la búsqueda de un lugar que podamos llamar hogar. No me ha impactado tanto como el otro y es normal, porque la muerte de una madre tiene mayor potencia emocional que la falta de un techo, pero Florencia escribe de maravilla y saca petróleo de cualquier parte. Muy bueno. En junio, agotada de cuidar también a la mayor, y muy cansada de amar, supe que tenía que dejar esa relación. Me propuse la ruptura. El padre me dijo: Me sorprendió que no... The post Florencia del Campo. Que tenga una casa. first appeared on Cuchitril Literario.
Igual que en aquel Madre mía la autora construye una especie de ensayo basado en sus propias experiencias sobre la necesidad de tener una casa y la dificultad casi titánica de encontrar una en estos tiempos.
Problema que está más de actualidad que nunca, debido a los altos precios de los alquileres y a la casi imposibilidad de comprar una vivienda. La única posibilidad, como cuenta la autora, es buscar en los pueblos, y aún así la cosa está difícil.
Pero no creamos que es una crítica social, al contrario, más bien una narración de los vaivenes emocionales dentro de una situación de incertidumbre, las diferentes maneras de encarar una relación de pareja y la búsqueda de un lugar que podamos llamar hogar.
No me ha impactado tanto como el otro y es normal, porque la muerte de una madre tiene mayor potencia emocional que la falta de un techo, pero Florencia escribe de maravilla y saca petróleo de cualquier parte.
Muy bueno.
En junio, agotada de cuidar también a la mayor, y muy cansada de amar, supe que tenía que dejar esa relación. Me propuse la ruptura. El padre me dijo: Me sorprendió que no lo dijeras antes, tú te tiene que ir a tu casa a escribir. Lo amé también a él pero como amé a todos mis jefes: como a un Edipo mal resuelto, es decir, con la fantasía edípica colmada en la voz del padre, la ley del padre, que me dice lo que tengo que hacer y me seduce con su exigencia. Abandoné esa casa. Visualizo la escena, y el recuerdo me la devuelve como si hubiera salido de ahí en pantuflas. Es imposible porque era verano. Pero no es tan improbable que de haber sido invierno hubiera salido así. Mi trabajo era una vida ajena o prestada. Casa y familia. Era amar a una persona que me amaba también y que de ocho a seis me necesitaba como a nadie en este mundo. Era poner lavadoras, era bajar la basura a los cubos de la parte trasera del portal, y era, sobre todo, estar descalza en verano y en pantuflas en invierno en una casa de sillones de color verde manzana sobre los que leí innumerables libros mientras mi bebé dormía la siesta y la mayor estaba en el colé. Era mi casa, ¡joder!, mi mejor casa impropia. Mi casa ajena. La casa a la que le conocía los horarios de la luz solar en cada estación del año a través de cada ventana. La casa con mi olor y mi piel y mis movimientos. Donde me lavaba los dientes, donde me duchaba, donde cagaba, donde dormía la siesta en una cama matrimonial agarrada a la mano de un bebé y otras veces la dormía en el sillón manzana.
Donde olvidé completamente lo que era tener intimidad en el baño y me acostumbré a ir siempre acompañada por ella, aunque solo fuera pis y le jurara que volvía enseguida. Donde entre mis dos tetas casi siempre estaba su cabeza, porque no la amamanté pero era natural que ella encajara su cuerpo en mi cuerpo de esa manera y rozáramos casi perversamente la succión de un vínculo entre prohibido y necesario, entre lucrativo y pobre, entre seco y mojado. Donde fui madre. Era mi casa y era mi maternidad, y tal vez ambas cosas sean lo mismo.
Me despedí como pude de las niñas (con costras de historia: como mi padre se despidió de mí a los seis años cuando se fue a vivir con otra mujer, como yo me despedí de mi madre cuando ya era un cuerpo que no respiraba) y con las pantuflas y el cepillo de dientes en el bolso me fui caminando desde la calle Viñuelas, tercer piso, hasta la avenida Embajadores, primer piso, con la sensación de haberme exiliado por segunda vez en mi vida. Pero como la primera, supe que había que aguantar, apretar los dientes y soportar las consecuencias para confiar en que a la larga o a la corta llegaría lo que buscaba: la posibilidad de una casa y de la escritura. Escribir la casa.
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