Feria de Sevilla, donde se emociona la ilusión
La ilusión es la gasolina de las vidas que merecen ser vividas. Sin ese combustible de los sueños, sin esa paciencia almacenada en las barricas de la espera, madurando para convertirse en tocante realidad, cogiendo forma y cuerpo en la imaginación, nada de lo especial repuntaría y todo sería una sucesión de formalidades insípidas, de tópicos trillados en la boca llena y chabacana de las modas. Pero aquí, donde la primavera se postra en señal de respeto, lo que manda es la liturgia, una tradición que tiene uno de sus pilares más sólidos en la hermosura. Nos trabajamos lo bello, nos curramos lo bonito. No nos ponemos más guapos de lo que somos por casualidad, nos ponemos más guapos de lo que somos para improvisar. Porque nos tomamos tan en serio la diversión que nos enfundamos nuestras mejores galas para ejercer el disfrute. Y estamos cómodos en la elegancia porque la comprendemos como un modo de honrar la suerte de haber nacido en el lugar donde se emociona la ilusión. Esto solo lo comprenden quienes ayer se despertaron con el entusiasmo del estreno. Lo sabe esa niña que llevaba meses fantaseando con meterse dentro de ese anhelo de tela, de ese capricho de volantes, con colocarse el mantón para abrigase una espalda a la que inundó un enorme e inclasificable escalofrío. Lo sabe también esa madre cómplice que, ya vestida, con los alfileres en la boca, le plantó una flor sobre la cabeza con ese cariño sagrado de las que imponen legados, de las que ceden coronas. Y lo sabe ese sol que dibujaba un mediodía dorado mientras les señalaba el camino. Calor, hacía calor de día especial. Calufa que invitaba a expulsar el efluvio de las verdades. Jornada de chaquetas claras, gafas de sol y botellas de agua para acompañar el trayecto hasta la ciudadela efímera. Debajo de la colorada boca del lobo, de la casilla de inicio de este parchís humano, se organizaba el photocall. Una señora de aquí le sacaba fotos a una pareja de amigos primerizos en el real. Una felicidad tímida, cohibida, se desbordaba en sus caras. «Ahora una de romance feriante, que estáis mú tiesos. Mirarse o argo», les apremiaba. «Ejque nos tenemos muy vistos», le respondió ella. «Pues para eso está esto, para redescubrirse», zanjó la anfitriona. A la hora de la comida el laberinto de la alegría se desperezaba en un dorado que castigaba las frentes. Llenaban el ambiente el tintineo de las primeras mulas, conquistaban las calzadas los jinetes que inauguraban el paseo de caballos de este cercano sur. Si el perro es el mejor amigo del humano, el caballo es el compañero predilecto del sevillano. Esas grupas, tronos de los quereres, asiento de los amores, han dado más asistencias que Isco. Miradas que se clavan en la retina del tiempo, brazos que se achuchan a las cinturas vacilonas, mosqueros que son los péndulos que marcan los ritmos del deseo. Los más chicos disparaban pistolas de burbujas que dejaban a las pompas flotando en el letargo de los relojes sin hora. Los porteros cruzaban las manos después de recolocarse las gafas negras. Los de los grupitos cruzaban a paso rápido con sus armas enfundadas a la espalda. Los políticos atravesaban con sus séquitos el albero, rumbo a recepciones protocolarias que tratarían de hacer distendidas. Juanma Moreno aparcaba por un momento el traje de la efusividad frente a los micrófonos para hablar del apagón y de los retrasos del AVE: «España ha dejado de funcionar», aseveró el barón andaluz. Y puede que tenga razón, pero todo lo que le rodeaba era un engranaje perfecto, un puzle que se desprecintaba a cada segundo que pasaba. Con la salida de los trabajos, el manicomio de la cordura comenzaba a completar los huecos de su aforo. Los letreros de los Tussam rezaban una premonición: «Completo. Disculpen.» Un mar de gente engalanada cruzaba el río en busca de la aguja en el pajar de la magia cuando caía el sol y comenzaba a correr una brisa armoniosa. Iban con ganas de inaugurar esta conocida novedad, con el ánimo en carne viva al recordar que al día siguiente era fiesta. «Hoy es el día, hoy es el día» , repetía compulsivamente un chavea por Joselito el Gallo a su grupo de amigos mientras les mostraba la fecha que marcaba el salvapantallas de su móvil, perfectamente decorado con el mapa de la Feria. Justo antes de que cayese el sol, empezaban a asomar las sonrisas ilegales que esculpe el rebujito, salían del zulo de su cautiverio las palabras lentas de la certidumbre. La noche se abalanzó sobre el día y echó pimienta en el caldero rebosante de la alquimia. Seguían saliendo jarras, pero se iniciaba el juego de los hielos germinando en las macetas. En Juan Belmonte, un piltrafilla le compraba claveles a una gitana a la que le contó, con el corazón en la voz, como era su Dulcinea. «Llévale esta, que te voy a dar suerte, gachón». Cositas del lugar donde se emociona la ilusión.
La ilusión es la gasolina de las vidas que merecen ser vividas. Sin ese combustible de los sueños, sin esa paciencia almacenada en las barricas de la espera, madurando para convertirse en tocante realidad, cogiendo forma y cuerpo en la imaginación, nada de lo especial repuntaría y todo sería una sucesión de formalidades insípidas, de tópicos trillados en la boca llena y chabacana de las modas. Pero aquí, donde la primavera se postra en señal de respeto, lo que manda es la liturgia, una tradición que tiene uno de sus pilares más sólidos en la hermosura. Nos trabajamos lo bello, nos curramos lo bonito. No nos ponemos más guapos de lo que somos por casualidad, nos ponemos más guapos de lo que somos para improvisar. Porque nos tomamos tan en serio la diversión que nos enfundamos nuestras mejores galas para ejercer el disfrute. Y estamos cómodos en la elegancia porque la comprendemos como un modo de honrar la suerte de haber nacido en el lugar donde se emociona la ilusión. Esto solo lo comprenden quienes ayer se despertaron con el entusiasmo del estreno. Lo sabe esa niña que llevaba meses fantaseando con meterse dentro de ese anhelo de tela, de ese capricho de volantes, con colocarse el mantón para abrigase una espalda a la que inundó un enorme e inclasificable escalofrío. Lo sabe también esa madre cómplice que, ya vestida, con los alfileres en la boca, le plantó una flor sobre la cabeza con ese cariño sagrado de las que imponen legados, de las que ceden coronas. Y lo sabe ese sol que dibujaba un mediodía dorado mientras les señalaba el camino. Calor, hacía calor de día especial. Calufa que invitaba a expulsar el efluvio de las verdades. Jornada de chaquetas claras, gafas de sol y botellas de agua para acompañar el trayecto hasta la ciudadela efímera. Debajo de la colorada boca del lobo, de la casilla de inicio de este parchís humano, se organizaba el photocall. Una señora de aquí le sacaba fotos a una pareja de amigos primerizos en el real. Una felicidad tímida, cohibida, se desbordaba en sus caras. «Ahora una de romance feriante, que estáis mú tiesos. Mirarse o argo», les apremiaba. «Ejque nos tenemos muy vistos», le respondió ella. «Pues para eso está esto, para redescubrirse», zanjó la anfitriona. A la hora de la comida el laberinto de la alegría se desperezaba en un dorado que castigaba las frentes. Llenaban el ambiente el tintineo de las primeras mulas, conquistaban las calzadas los jinetes que inauguraban el paseo de caballos de este cercano sur. Si el perro es el mejor amigo del humano, el caballo es el compañero predilecto del sevillano. Esas grupas, tronos de los quereres, asiento de los amores, han dado más asistencias que Isco. Miradas que se clavan en la retina del tiempo, brazos que se achuchan a las cinturas vacilonas, mosqueros que son los péndulos que marcan los ritmos del deseo. Los más chicos disparaban pistolas de burbujas que dejaban a las pompas flotando en el letargo de los relojes sin hora. Los porteros cruzaban las manos después de recolocarse las gafas negras. Los de los grupitos cruzaban a paso rápido con sus armas enfundadas a la espalda. Los políticos atravesaban con sus séquitos el albero, rumbo a recepciones protocolarias que tratarían de hacer distendidas. Juanma Moreno aparcaba por un momento el traje de la efusividad frente a los micrófonos para hablar del apagón y de los retrasos del AVE: «España ha dejado de funcionar», aseveró el barón andaluz. Y puede que tenga razón, pero todo lo que le rodeaba era un engranaje perfecto, un puzle que se desprecintaba a cada segundo que pasaba. Con la salida de los trabajos, el manicomio de la cordura comenzaba a completar los huecos de su aforo. Los letreros de los Tussam rezaban una premonición: «Completo. Disculpen.» Un mar de gente engalanada cruzaba el río en busca de la aguja en el pajar de la magia cuando caía el sol y comenzaba a correr una brisa armoniosa. Iban con ganas de inaugurar esta conocida novedad, con el ánimo en carne viva al recordar que al día siguiente era fiesta. «Hoy es el día, hoy es el día» , repetía compulsivamente un chavea por Joselito el Gallo a su grupo de amigos mientras les mostraba la fecha que marcaba el salvapantallas de su móvil, perfectamente decorado con el mapa de la Feria. Justo antes de que cayese el sol, empezaban a asomar las sonrisas ilegales que esculpe el rebujito, salían del zulo de su cautiverio las palabras lentas de la certidumbre. La noche se abalanzó sobre el día y echó pimienta en el caldero rebosante de la alquimia. Seguían saliendo jarras, pero se iniciaba el juego de los hielos germinando en las macetas. En Juan Belmonte, un piltrafilla le compraba claveles a una gitana a la que le contó, con el corazón en la voz, como era su Dulcinea. «Llévale esta, que te voy a dar suerte, gachón». Cositas del lugar donde se emociona la ilusión.
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