El virtuoso traspié de la bailarina

Sufro de ese mal odioso, por momentos paralizante, llamado perfeccionismo. Y como todo perfeccionista paso mucho tiempo reflexionando sobre el error. El error como concepto, como fenómeno, como institución, como rasgo común a todas las formas de vida complejas. Donde lo miren con un poco de atención, se darán cuenta de que es de verdad enigmático y un poco laberíntico. Por ejemplo, es posible acertar por error. Vaya. Paradojas aparte, da un montón de trabajo definir qué es un error. Polifacético, espectral y camaleónico, no es lo mismo un error en el quirófano que en la prueba de aritmética del tercer grado de la escuela primaria. A no desesperar, para nosotros, los perfeccionistas, da más o menos lo mismo. Pero el intríngulis persiste y casi toda definición que se nos ocurra está errada. Fascinante. Aunque no sea lo más ortodoxo, y aunque casi seguramente sea un error (ay, perdón), partamos de una tesis preliminar, tosca y provisional. No parece haber errores absolutos. Acaso en los lenguajes formales (la lógica, la matemática) podamos definir una serie de reglas que nos permitan afirmar sin demasiada duda que dos más dos no es cinco, sino cuatro. Pero esas construcciones parten de axiomas, lo que nos lleva a los teoremas de incompletitud de Gödel y a un viaje intelectual tan fascinante como complejo.Fuera de las exactitudes científicas, que tienen sus techos operacionales –como la Segunda Ley de la Termodinámica–, en el día a día, ¿qué es meter la pata? Claro, sí, todos lo sabemos, intuitivamente, pero necesitamos definirlo por completo. ¿Qué es equivocarse? Ni incumplir el manual de procedimientos ni burlar las reglas. Los innovadores tienden a hacer ambas cosas, y después los aplaudimos. Bueno, caramba, también aplaudimos a la bailarina excepcional esa única vez que da un mal paso en el escenario. Se lo ganó, claro. ¿Pero por qué? Si involucra sentimientos, el error queda descartado. Es probable que ese amor sea inconveniente, cuestionable o controvertido, pero qué podés hacer. Lo sentís. O al revés. Ya no lo sentís.Lo que me lleva a uno de los bordes más filosos detrás de todo error. Esto es, el control. Podríamos pasarnos toda la mañana buscándoles definiciones, pero los errores son algo que se nos va de las manos. Concedido y lo asumo, los perfeccionistas somos obsesivos del control. Me dirán que eso está mal. Sí, ya sé. Pero bueno, nadie es perfecto.Nos preocupa la consecuencia de un error, por supuesto, pero también nos afecta el hecho de que esa metida de pata fue un pequeño (o mayúsculo) desliz en nuestra capacidad para gobernar todos los hilos. Ya vuelvo al tema principal, pero deberíamos profundizar un poco sobre qué es en realidad el control. ¿Es solo responsabilidad o es también un poco de arrogancia? Es una ilusión agradable, eso sí. Pero solo una ilusión.Así que sabemos algo de los errores. No son intencionales. Si uno se equivoca a propósito, tiene que presentarse en otra ventanilla, de 8 a 12, en ayunas. Acá hablamos de cuando pifiamos sin querer. Pero hay algo más. El error es algo que podemos detectar; subjetivamente, dentro de cierto contexto, con más o menos excusas, pero nos damos cuenta de que fallamos. ¿Fallamos? Ups.La evolución tiende a eliminar los rasgos que no sirven para nada o, peor, que atentan contra la supervivencia. Así que si seguimos equivocándonos debe ser porque el error cumple una función. La conocemos. El error enseña, y pocos maestros son tan pertinaces y severos. Pero no habría hecho una introducción tan extensa solo para decir esto, que es, me parece, bien sabido. Debajo de las lecciones que nos dejan las metidas de pata y cuyas deudas, una vez saldadas, se convierten en eso que llamamos experiencia (y que es una forma de la felicidad), los errores sirven para algo mucho más importante. Nos recuerdan que somos humanos, y nos hacen también –y por lo tanto– más queribles.

May 7, 2025 - 05:16
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El virtuoso traspié de la bailarina

Sufro de ese mal odioso, por momentos paralizante, llamado perfeccionismo. Y como todo perfeccionista paso mucho tiempo reflexionando sobre el error. El error como concepto, como fenómeno, como institución, como rasgo común a todas las formas de vida complejas. Donde lo miren con un poco de atención, se darán cuenta de que es de verdad enigmático y un poco laberíntico. Por ejemplo, es posible acertar por error. Vaya.

Paradojas aparte, da un montón de trabajo definir qué es un error. Polifacético, espectral y camaleónico, no es lo mismo un error en el quirófano que en la prueba de aritmética del tercer grado de la escuela primaria. A no desesperar, para nosotros, los perfeccionistas, da más o menos lo mismo. Pero el intríngulis persiste y casi toda definición que se nos ocurra está errada. Fascinante.

Aunque no sea lo más ortodoxo, y aunque casi seguramente sea un error (ay, perdón), partamos de una tesis preliminar, tosca y provisional. No parece haber errores absolutos. Acaso en los lenguajes formales (la lógica, la matemática) podamos definir una serie de reglas que nos permitan afirmar sin demasiada duda que dos más dos no es cinco, sino cuatro. Pero esas construcciones parten de axiomas, lo que nos lleva a los teoremas de incompletitud de Gödel y a un viaje intelectual tan fascinante como complejo.

Fuera de las exactitudes científicas, que tienen sus techos operacionales –como la Segunda Ley de la Termodinámica–, en el día a día, ¿qué es meter la pata? Claro, sí, todos lo sabemos, intuitivamente, pero necesitamos definirlo por completo. ¿Qué es equivocarse? Ni incumplir el manual de procedimientos ni burlar las reglas. Los innovadores tienden a hacer ambas cosas, y después los aplaudimos. Bueno, caramba, también aplaudimos a la bailarina excepcional esa única vez que da un mal paso en el escenario. Se lo ganó, claro. ¿Pero por qué?

Si involucra sentimientos, el error queda descartado. Es probable que ese amor sea inconveniente, cuestionable o controvertido, pero qué podés hacer. Lo sentís. O al revés. Ya no lo sentís.

Lo que me lleva a uno de los bordes más filosos detrás de todo error. Esto es, el control. Podríamos pasarnos toda la mañana buscándoles definiciones, pero los errores son algo que se nos va de las manos. Concedido y lo asumo, los perfeccionistas somos obsesivos del control. Me dirán que eso está mal. Sí, ya sé. Pero bueno, nadie es perfecto.

Nos preocupa la consecuencia de un error, por supuesto, pero también nos afecta el hecho de que esa metida de pata fue un pequeño (o mayúsculo) desliz en nuestra capacidad para gobernar todos los hilos. Ya vuelvo al tema principal, pero deberíamos profundizar un poco sobre qué es en realidad el control. ¿Es solo responsabilidad o es también un poco de arrogancia? Es una ilusión agradable, eso sí. Pero solo una ilusión.

Así que sabemos algo de los errores. No son intencionales. Si uno se equivoca a propósito, tiene que presentarse en otra ventanilla, de 8 a 12, en ayunas. Acá hablamos de cuando pifiamos sin querer. Pero hay algo más. El error es algo que podemos detectar; subjetivamente, dentro de cierto contexto, con más o menos excusas, pero nos damos cuenta de que fallamos. ¿Fallamos? Ups.

La evolución tiende a eliminar los rasgos que no sirven para nada o, peor, que atentan contra la supervivencia. Así que si seguimos equivocándonos debe ser porque el error cumple una función. La conocemos. El error enseña, y pocos maestros son tan pertinaces y severos. Pero no habría hecho una introducción tan extensa solo para decir esto, que es, me parece, bien sabido.

Debajo de las lecciones que nos dejan las metidas de pata y cuyas deudas, una vez saldadas, se convierten en eso que llamamos experiencia (y que es una forma de la felicidad), los errores sirven para algo mucho más importante. Nos recuerdan que somos humanos, y nos hacen también –y por lo tanto– más queribles.