El sueño de Athos
El monte Athos es una república teocrática en una península al norte de Grecia, famosa por su discriminatoria medida de prohibir la entrada a toda hembra, sea persona o animal. Se erige allí, todavía hoy, una comunidad monástica, fundada en 963 bajo la Regla de San Basilio. Más de una veintena de monasterios, situados en alucinantes parajes escarpados y bañados por el sol del Mediterráneo, quedaron para siempre grabados en mi retina. Participé en las solemnes liturgias bizantinas y me entrevisté con algunos ermitaños sobre la oración del corazón, sobre la que, recientemente, he publicado un breve ensayo, titulado 'Devoción'. Los orígenes de la meditación cristiana están ahí, en Athos. Los hesicastas o athonitas –así se les llama– son, en el cristianismo, los primeros buscadores de la paz interior por medio del silencio y la quietud. El hesicasmo , una corriente espiritual que va del siglo V al XVIII, tuvo una primera etapa, la sinaíta, en torno al 400 en los desiertos de Egipto, y una segunda, la atonita, cuando el centro de la práctica meditativa se desplazó del Sinaí a la «montaña santa» de Athos. Se construyeron decenas de ermitorios y llegaron a vivir allí miles de consagrados. Todavía hoy algunos buscadores cristianos, como yo mismo, nos atrevemos a viajar a este fascinante lugar, de bastante difícil acceso. Albergo un sueño: refundar Athos, recrear una versión laica, mixta y contemporánea, de lo que este centro de irradiación espiritual supuso hace milenio y medio: reconstruir lo que somos desde lo que fuimos («todo lo que no es tradición es plagio»), pero con lo que hemos aprendido a lo largo de todos estos turbulentos siglos. Los occidentales no podemos seguir ignorando el inmenso y hermoso patrimonio del que somos herederos. Tras una década en la universidad, con los jóvenes, y otra en un hospital, atendiendo a enfermos y moribundos, puedo dar testimonio de, al menos, dos certezas. La primera es el declive, cuando no decadencia, de la Iglesia católica, al menos en Europa: en la mayor parte de las diócesis, los seminaristas pueden contarse con los dedos; rara vez se encuentra algún manual de teología que merezca su lectura; los obispos están desconcertados, por decirlo con benevolencia; los feligreses acuden en decreciente número a las misas dominicales; apenas se celebran ya bautizos; la familia es, seguramente, lo que más ha cambiado, y son pocas las parejas que contraen matrimonio eclesiástico; los confesionarios, en los templos en que aún se encuentran, parecen reliquias de otro siglo; sólo el Papa es noticia, además de las depravaciones sexuales de no pocos clérigos… Yo amo a la Iglesia, pues por su mediación me llegó Cristo. Pero no es sensato ignorar estos hechos. La segunda convicción de la que quiero dar fe es que, siendo honda la crisis espiritual de nuestro tiempo, existe en muchos, en muchísimos, una verdadera sed de sentido y trascendencia. La proliferación de 'podcasts' sobre crecimiento personal y de escuelas de yoga, por poner ejemplos palmarios, pero también el prestigio que va adquiriendo el 'mindfulness' en nuestros centros educativos, y hasta en empresas, muestran que la búsqueda de Dios sigue viva, si bien ya no bajo el paraguas de las religiones institucionalizadas. Como pastor que soy, escucho en todo esto, y en tantos otros signos, el grito de mi pueblo. Es preciso responder al imperio del materialismo y, aunque parecerá osado, tengo una propuesta: el 'neomonacato'. El monje tradicional se apartaba del mundo para entregarse al oficio divino. El 'neomonje' o monje secular no cree en esta separación, sino en la integración: practica una 'fuga mundi' intermitente, se va para regresar con el corazón en su sitio. Necesitamos apartarnos, sí, pero también volver: espirar e inspirar, subir la montaña, hacer la experiencia de la cima y de nuevo bajar, pero una vez que hayamos descubierto que la cima la tenemos dentro. El monje tradicional se refugiaba en una institución reglada; el secular responde al arquetipo monacal: ese anhelo de unificación y de armonía. El monasticismo tradicional se circunscribía a una tradición, a menudo autoafirmándose frente a las demás; el secular se abre, desde sus raíces, a toda la sabiduría de la humanidad. El monje de antes recitaba salmos; el de ahora ha descubierto el poder del silenciamiento como la fuente de la que dimana una visión integradora. Magia, mito, religión, razón… Todos ellos paradigmas legítimos que el 'neomonje' reverencia e incluye, pero que también trasciende en la consciencia, que es, a fin de cuentas, otro de los muchos nombres de Dios. El Athos con el que sueño es un lugar, sí, pero también muchos: espacios creados para los monjes seculares y para buscadores de todo género, capaces de entregarse al silencio. Veo claramente, como si ya viviera en ellos, esos 'ashrams-monasterios': están en medio de la naturaleza, frente al mar o en lo alto de las montañas; se practica en ellos la escucha activa y la meditación; se estudian ahí todas
El monte Athos es una república teocrática en una península al norte de Grecia, famosa por su discriminatoria medida de prohibir la entrada a toda hembra, sea persona o animal. Se erige allí, todavía hoy, una comunidad monástica, fundada en 963 bajo la Regla de San Basilio. Más de una veintena de monasterios, situados en alucinantes parajes escarpados y bañados por el sol del Mediterráneo, quedaron para siempre grabados en mi retina. Participé en las solemnes liturgias bizantinas y me entrevisté con algunos ermitaños sobre la oración del corazón, sobre la que, recientemente, he publicado un breve ensayo, titulado 'Devoción'. Los orígenes de la meditación cristiana están ahí, en Athos. Los hesicastas o athonitas –así se les llama– son, en el cristianismo, los primeros buscadores de la paz interior por medio del silencio y la quietud. El hesicasmo , una corriente espiritual que va del siglo V al XVIII, tuvo una primera etapa, la sinaíta, en torno al 400 en los desiertos de Egipto, y una segunda, la atonita, cuando el centro de la práctica meditativa se desplazó del Sinaí a la «montaña santa» de Athos. Se construyeron decenas de ermitorios y llegaron a vivir allí miles de consagrados. Todavía hoy algunos buscadores cristianos, como yo mismo, nos atrevemos a viajar a este fascinante lugar, de bastante difícil acceso. Albergo un sueño: refundar Athos, recrear una versión laica, mixta y contemporánea, de lo que este centro de irradiación espiritual supuso hace milenio y medio: reconstruir lo que somos desde lo que fuimos («todo lo que no es tradición es plagio»), pero con lo que hemos aprendido a lo largo de todos estos turbulentos siglos. Los occidentales no podemos seguir ignorando el inmenso y hermoso patrimonio del que somos herederos. Tras una década en la universidad, con los jóvenes, y otra en un hospital, atendiendo a enfermos y moribundos, puedo dar testimonio de, al menos, dos certezas. La primera es el declive, cuando no decadencia, de la Iglesia católica, al menos en Europa: en la mayor parte de las diócesis, los seminaristas pueden contarse con los dedos; rara vez se encuentra algún manual de teología que merezca su lectura; los obispos están desconcertados, por decirlo con benevolencia; los feligreses acuden en decreciente número a las misas dominicales; apenas se celebran ya bautizos; la familia es, seguramente, lo que más ha cambiado, y son pocas las parejas que contraen matrimonio eclesiástico; los confesionarios, en los templos en que aún se encuentran, parecen reliquias de otro siglo; sólo el Papa es noticia, además de las depravaciones sexuales de no pocos clérigos… Yo amo a la Iglesia, pues por su mediación me llegó Cristo. Pero no es sensato ignorar estos hechos. La segunda convicción de la que quiero dar fe es que, siendo honda la crisis espiritual de nuestro tiempo, existe en muchos, en muchísimos, una verdadera sed de sentido y trascendencia. La proliferación de 'podcasts' sobre crecimiento personal y de escuelas de yoga, por poner ejemplos palmarios, pero también el prestigio que va adquiriendo el 'mindfulness' en nuestros centros educativos, y hasta en empresas, muestran que la búsqueda de Dios sigue viva, si bien ya no bajo el paraguas de las religiones institucionalizadas. Como pastor que soy, escucho en todo esto, y en tantos otros signos, el grito de mi pueblo. Es preciso responder al imperio del materialismo y, aunque parecerá osado, tengo una propuesta: el 'neomonacato'. El monje tradicional se apartaba del mundo para entregarse al oficio divino. El 'neomonje' o monje secular no cree en esta separación, sino en la integración: practica una 'fuga mundi' intermitente, se va para regresar con el corazón en su sitio. Necesitamos apartarnos, sí, pero también volver: espirar e inspirar, subir la montaña, hacer la experiencia de la cima y de nuevo bajar, pero una vez que hayamos descubierto que la cima la tenemos dentro. El monje tradicional se refugiaba en una institución reglada; el secular responde al arquetipo monacal: ese anhelo de unificación y de armonía. El monasticismo tradicional se circunscribía a una tradición, a menudo autoafirmándose frente a las demás; el secular se abre, desde sus raíces, a toda la sabiduría de la humanidad. El monje de antes recitaba salmos; el de ahora ha descubierto el poder del silenciamiento como la fuente de la que dimana una visión integradora. Magia, mito, religión, razón… Todos ellos paradigmas legítimos que el 'neomonje' reverencia e incluye, pero que también trasciende en la consciencia, que es, a fin de cuentas, otro de los muchos nombres de Dios. El Athos con el que sueño es un lugar, sí, pero también muchos: espacios creados para los monjes seculares y para buscadores de todo género, capaces de entregarse al silencio. Veo claramente, como si ya viviera en ellos, esos 'ashrams-monasterios': están en medio de la naturaleza, frente al mar o en lo alto de las montañas; se practica en ellos la escucha activa y la meditación; se estudian ahí todas las tradiciones, sin ideologías manipuladoras; se atiende a los más desfavorecidos, en especial a los aquejados por la soledad; se entrena el cuerpo sin afán competitivo ni culto a la apariencia; se ejercen las artes sin ego (¿será posible?); se preserva el patrimonio cultural… En Athos, los 'neomonjes' comen con sensatez y ayunan con periodicidad. En Athos no se confunde el romanticismo con el amor; se cultiva la atención; se respetan los ritmos, se purifica la intención… ¿Una utopía? No. Una vieja realidad. No me resisto a citar literalmente: «Contaba con unos seiscientos miembros, algunos de ellos viviendo en los terrenos de la colonia espiritual, y el resto de ellos yendo y viniendo de zonas periféricas. No era raro que llegasen a reunirse hasta dos mil personas para asistir a programas especiales. Los devotos eran vegetarianos, no bebían ni ingerían drogas, vestían de blanco, se levantaban antes del amanecer para realizar estiramientos y sentarse en meditación. Practicaban largos periodos de silencio y las relaciones fuera del matrimonio se consideraban inapropiadas. El trabajo corporal y la dieta eran muy importantes». ¿La descripción de algún 'ashram' de la India? No, nada de eso. Hablan aquí de la escuela ético-política que fundó Pitágoras, allá en el 530 a. C., en Crotona, sur de Italia. Los paralelismos entre la antigua tradición filosófica griega y la que proviene de la India son tan numerosos y reveladores que uno se pregunta, sobrecogido, cómo ha podido obviarse, durante tantos siglos, esta afinidad. En estos últimos meses, instalado en una celda del convento de los capuchinos de El Pardo –donde provisionalmente resido–, he estado releyendo las Enéadas de Plotino, y algunos textos de Proclo y de Hermes Trimegisto; también he leído a Parménides, Tales y Apolonio de Tiana, este último me ha impresionado muchísimo. El ángel que guía mi alma me condujo a estos clásicos griegos a la vuelta de un largo y perturbador viaje a la India, tras las huellas de Yogananda. Ha sonado la hora en que, desde un talante integrador, los europeos de hoy nos hagamos cargo de nuestra tradición judeocristiana y griega de ayer, que no es sólo filosófica y artística, sino transracional o mística. Porque mucho nos han hablado del logos, pero poco, demasiado poco, del pneuma: nos han saturado de información, pero no hemos entrado aún –estamos en pañales– en el misterio de eso que llamamos energía.
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