El apagón, mi madre, mi perra y la radio
Cada mañana salgo a la calle después de secarme el pelo y los semáforos funcionan, saco dinero del cajero, el autobús llega a su hora y como caliente. De todo esto no informa jamás la prensa (ni falta que hace). Ayer querían dar esa noticia Todos los días hay infinidad de noticias espléndidas. Cada mañana salgo a la calle después de secarme el pelo y los semáforos funcionan, saco dinero del cajero, el autobús llega a su hora y como caliente. De todo esto no informa jamás la prensa (ni falta que hace). Ayer querían dar esa noticia. Salí a la calle con el pelo mojado, inocente aún. Como están reformando la casa de mis vecinos de al lado, pensé que habían pinchado un cable con el martillo neumático y por eso ni me funcionaba el secador, ni me podía conectar a internet. En las reformas una aprovecha para tirar lo viejo y en la última estuve a punto de deshacerme de una radio a pilas que funcionaba ya muy mal. La guardé de recuerdo pero a la una y media estaba en la calle con el pelo mojado y aún no me acordaba de ella. Necesitaba de forma imperiosa un taxi. Al acercarme a la calle principal vi que no funcionaban los semáforos. Todavía pensé en cómo me las ingeniaría para llegar a la comida con el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Club Siglo XXI. Es mi trabajo. Si hace falta voy andando, pensé. Es curiosa la inercia de la mente. Se empeñaba en seguir con los planes, aun cuando todo el paisaje urbano nos mandaba señales: semáforos apagados, atascos, gente deambulando desubicada, empleados ociosos en las puertas de los comercios… Nada era igual que siempre y al mismo tiempo todo se parecía suficiente a un día normal como para desorientarnos. Pero no para hacerme cambiar de dirección. Había confirmado mi asistencia a esa comida, debía llegar. Pobre de mí, aún no tenía ni idea de que era el ministro quien no iba a asistir. A medida que caminaba, escuchaba retazos de conversaciones de gente: que si todo Madrid, que si también Barcelona, Portugal, ciberataque. No eran las palabras de un día normal. Estaba claro que no había sido el martillo neumático de los obreros. Y que la comida no tendría lugar. En la plaza vi un hombre mayor con una pequeña radio en la oreja y me pegué a él: “Si no le importa, me quiero enterar bien de lo que está pasando”. Otro señor se juntó a nosotros y estuvimos un buen rato escuchando las noticias y haciendo chascarrillos. Con ellos supe que Red Eléctrica Española calculaba entre seis y diez horas para restaurar la electricidad. Era una estampa de otra época, no porque fuéramos tres desconocidos charlando al sol en una plaza, ni por el transistor, sino porque nadie tenía prisa. ¿Para qué? No había donde ir y si lo hubiera no había como. La única urgencia era saber. Junto a El Corte Inglés un semáforo funcionaba (el único en todo el barrio). Miré mi teléfono y tenía dos gotitas de cobertura. Aproveché para llamar a mi madre, estaba inquieta por ella. En cambio ella me dijo: “Esto es tan inmenso que me he dejado de preocupar”. Mi madre nació en los duros años 40 del hambre. Había bajado con su cuidadora a comprar pan y chorizo en cuanto se habían enterado. A mí hasta ese momento no se me había ocurrido, una vez había desistido de la comida, pensar en que tendría que proveerme de alimento: calculé que tenía ensalada en la nevera y latas de atún. Suficiente. Para un día. De vuelta a casa, recordé mi vieja radio indultada. En su día la dejé sobre una estantería, de adorno, como un viejo objeto de museo. Pero al llegar le puse pilas, le extraje la antena, le di un par de golpes clásicos y ¡eureka! Funcionó. Pasé una tarde fabulosa, también de otra época, escuchando la radio y leyendo sin remordimientos en el sillón de orejas. Tuve tiempo de pensar y tomé notas en mi cuaderno. Me puse a escribir este artículo y me salió de corrido, sin interrupciones ni distracciones. A última hora bajé a pasear a mi perra, que es dramática de carácter y tiende a la exageración. Correteó en el parque con sus amigos, y luego cenó, bebió agua y se durmió. Para ella, que también es mamífera, fue un día como otro cualquiera, salvo porque tuvo que subir cinco pisos andando. Le costó porque es vaga. Pero justo en ese momento se encendió la luz de las casas. Los periodistas dieron la noticia que no dan nunca: todo funciona. Y este fue el hecho extraordinario: lo más elemental y cotidiano tuvo por fin su titular.

Cada mañana salgo a la calle después de secarme el pelo y los semáforos funcionan, saco dinero del cajero, el autobús llega a su hora y como caliente. De todo esto no informa jamás la prensa (ni falta que hace). Ayer querían dar esa noticia
Todos los días hay infinidad de noticias espléndidas. Cada mañana salgo a la calle después de secarme el pelo y los semáforos funcionan, saco dinero del cajero, el autobús llega a su hora y como caliente. De todo esto no informa jamás la prensa (ni falta que hace). Ayer querían dar esa noticia.
Salí a la calle con el pelo mojado, inocente aún. Como están reformando la casa de mis vecinos de al lado, pensé que habían pinchado un cable con el martillo neumático y por eso ni me funcionaba el secador, ni me podía conectar a internet. En las reformas una aprovecha para tirar lo viejo y en la última estuve a punto de deshacerme de una radio a pilas que funcionaba ya muy mal. La guardé de recuerdo pero a la una y media estaba en la calle con el pelo mojado y aún no me acordaba de ella.
Necesitaba de forma imperiosa un taxi. Al acercarme a la calle principal vi que no funcionaban los semáforos. Todavía pensé en cómo me las ingeniaría para llegar a la comida con el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Club Siglo XXI.
Es mi trabajo. Si hace falta voy andando, pensé. Es curiosa la inercia de la mente. Se empeñaba en seguir con los planes, aun cuando todo el paisaje urbano nos mandaba señales: semáforos apagados, atascos, gente deambulando desubicada, empleados ociosos en las puertas de los comercios… Nada era igual que siempre y al mismo tiempo todo se parecía suficiente a un día normal como para desorientarnos. Pero no para hacerme cambiar de dirección. Había confirmado mi asistencia a esa comida, debía llegar.
Pobre de mí, aún no tenía ni idea de que era el ministro quien no iba a asistir. A medida que caminaba, escuchaba retazos de conversaciones de gente: que si todo Madrid, que si también Barcelona, Portugal, ciberataque. No eran las palabras de un día normal. Estaba claro que no había sido el martillo neumático de los obreros. Y que la comida no tendría lugar.
En la plaza vi un hombre mayor con una pequeña radio en la oreja y me pegué a él: “Si no le importa, me quiero enterar bien de lo que está pasando”. Otro señor se juntó a nosotros y estuvimos un buen rato escuchando las noticias y haciendo chascarrillos. Con ellos supe que Red Eléctrica Española calculaba entre seis y diez horas para restaurar la electricidad. Era una estampa de otra época, no porque fuéramos tres desconocidos charlando al sol en una plaza, ni por el transistor, sino porque nadie tenía prisa. ¿Para qué? No había donde ir y si lo hubiera no había como. La única urgencia era saber.
Junto a El Corte Inglés un semáforo funcionaba (el único en todo el barrio). Miré mi teléfono y tenía dos gotitas de cobertura. Aproveché para llamar a mi madre, estaba inquieta por ella. En cambio ella me dijo: “Esto es tan inmenso que me he dejado de preocupar”. Mi madre nació en los duros años 40 del hambre. Había bajado con su cuidadora a comprar pan y chorizo en cuanto se habían enterado. A mí hasta ese momento no se me había ocurrido, una vez había desistido de la comida, pensar en que tendría que proveerme de alimento: calculé que tenía ensalada en la nevera y latas de atún. Suficiente. Para un día.
De vuelta a casa, recordé mi vieja radio indultada. En su día la dejé sobre una estantería, de adorno, como un viejo objeto de museo. Pero al llegar le puse pilas, le extraje la antena, le di un par de golpes clásicos y ¡eureka! Funcionó.
Pasé una tarde fabulosa, también de otra época, escuchando la radio y leyendo sin remordimientos en el sillón de orejas. Tuve tiempo de pensar y tomé notas en mi cuaderno. Me puse a escribir este artículo y me salió de corrido, sin interrupciones ni distracciones. A última hora bajé a pasear a mi perra, que es dramática de carácter y tiende a la exageración. Correteó en el parque con sus amigos, y luego cenó, bebió agua y se durmió. Para ella, que también es mamífera, fue un día como otro cualquiera, salvo porque tuvo que subir cinco pisos andando. Le costó porque es vaga. Pero justo en ese momento se encendió la luz de las casas. Los periodistas dieron la noticia que no dan nunca: todo funciona. Y este fue el hecho extraordinario: lo más elemental y cotidiano tuvo por fin su titular.