Doce años después, en la misma catedral
Todos recordamos perfectamente donde estábamos y qué hacíamos en aquella histórica tarde del miércoles 13 de marzo de 2013, cuando nos enteramos de la noticia que el cardenal Bergoglio había sido elegido Papa. Estaba a pocos metros de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires y tuve por ello la dicha de ser uno de los primeros de los muchos que se acercaron espontáneamente a dicho sitio. Allí participamos de una misa que fue una maravillosa expresión de algarabía, de una alegría tan sorpresiva como gozosa, en la que todos compartíamos el anhelo de que el padre Jorge - nuestro cardenal hasta entonces - tuviese un papado tan largo como fecundo.Hoy podemos decir que esos deseos se han visto plenamente cumplidos. Con su fe viva y comprometida y un estilo austero y sencillo (tal como lo conocimos entre nosotros) Francisco abrió caminos de renovación en todos los ámbitos. Se propuso ser en el mundo la voz de los más frágiles y marginados, de aquellos que aparecen como descartables en la sociedad. Impactó desde el inicio con sus gestos antes que con las palabras al renunciar a comodidades propias del cargo, y cuando decidió que su primer viaje fuera de Roma fuese a Lampedusa, para denunciar la dramática situación de los migrantes. Quiso hacer de la Iglesia un “hospital de campaña”, que procure acoger a todos, sin exclusiones. Su principal insistencia estuvo siempre en cuidar a los más pobres, ello en consonancia con los principios de la doctrina social de la Iglesia.Pidió a los sacerdotes y clérigos ser pastores con olor a oveja, posibilitando además una mayor participación en la vida eclesial de los laicos y, en especial, de las mujeres. Invitó a los jóvenes a no quedarse quietos y soñar en grande. Fiel también a sus convicciones, profundizó el diálogo interreligioso que ya había abierto en Buenos Aires. Asumió con seriedad y responsabilidad los procesos de esclarecimiento y sanción de graves casos de abusos a menores dentro de la Iglesia, y supo pedir perdón cuando correspondía como lo hizo luego de su viaje a Chile en 2018.Defendió el valor de la vida humana desde la concepción y también el cuidado de la “casa común” en su valiosa y original encíclica Laudato Si. Sus firmes convicciones no lo encerraron en un dogmatismo que le impidiera dialogar con quienes no eran de su palo. Nos dejó el testimonio de una vida impregnada de sencillez evangélica, haciendo atractiva su figura tanto a los creyentes como no creyentes.Estuvo a la altura de los compromisos que su misión le impuso como pastor de la Iglesia Universal, llevando adelante acciones en defensa de la paz, la justicia y los derechos de los más desprotegidos, lo que fue reconocido por líderes de todo el mundo. Su capacidad de acción reposaba también en la fortaleza espiritual que provenía de la oración y el trato con Dios. Nunca ocultó su filial piedad mariana, y es por ello decidió que sus restos mortales descansen en la Basílica romana de Santa María la Mayor, allí donde se dirigía a rezar a la Virgen María al partir y regresar de cada uno de sus viajes. Los argentinos tenemos sobradas razones para estar orgullosos por su extraordinaria tarea, aunque no siempre comprendimos la dimensión global de su ministerio pastoral. Es verdad también que el papa Francisco seguía de cerca los vaivenes de nuestra realidad tanto eclesial como política, y ello pudo haber generado algunos cortocircuitos. Lamentablemente, nos quedamos sin la fiesta que hubiera significado su visita. El lunes pasado por la mañana acudí otra vez a la Iglesia Catedral, que lucía colmada como doce años atrás. Esta vez nos convocaban la tristeza y el dolor para elevar una oración por el descanso eterno del alma de nuestro querido Francisco, como tantísimas veces nos lo había pedido. Al finalizar la misa brotó un sonoro y largo aplauso, no jubiloso como el día de su elección, sino de cariño y agradecido reconocimiento a su persona y su legado. No parecía en rigor una despedida porque primaba la convicción de que el Papa argentino permanecerá siempre en nuestros corazones.El mundo entero llora su ausencia y la Iglesia se prepara para una nueva etapa que, es de desear, mantenga en lo principal los nuevos aires impulsados durante su pontificado. En verdad todas las personas de buena voluntad, cualquiera sea su credo, están llamadas a seguir su ejemplo de cercanía y humildad procurando gestar un mundo más justo y fraterno. Pero los argentinos en particular debemos también rendirle nuestro mejor homenaje, que sería acatar finalmente su llamado a promover la cultura del encuentro. El legado de Francisco nos invita a tender puentes y recrear en nuestra vida política y social un clima de diálogo y concordia que permita retomar la senda para construir el país que soñamos.Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, ExProcurador General de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Todos recordamos perfectamente donde estábamos y qué hacíamos en aquella histórica tarde del miércoles 13 de marzo de 2013, cuando nos enteramos de la noticia que el cardenal Bergoglio había sido elegido Papa. Estaba a pocos metros de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires y tuve por ello la dicha de ser uno de los primeros de los muchos que se acercaron espontáneamente a dicho sitio. Allí participamos de una misa que fue una maravillosa expresión de algarabía, de una alegría tan sorpresiva como gozosa, en la que todos compartíamos el anhelo de que el padre Jorge - nuestro cardenal hasta entonces - tuviese un papado tan largo como fecundo.
Hoy podemos decir que esos deseos se han visto plenamente cumplidos. Con su fe viva y comprometida y un estilo austero y sencillo (tal como lo conocimos entre nosotros) Francisco abrió caminos de renovación en todos los ámbitos. Se propuso ser en el mundo la voz de los más frágiles y marginados, de aquellos que aparecen como descartables en la sociedad. Impactó desde el inicio con sus gestos antes que con las palabras al renunciar a comodidades propias del cargo, y cuando decidió que su primer viaje fuera de Roma fuese a Lampedusa, para denunciar la dramática situación de los migrantes. Quiso hacer de la Iglesia un “hospital de campaña”, que procure acoger a todos, sin exclusiones. Su principal insistencia estuvo siempre en cuidar a los más pobres, ello en consonancia con los principios de la doctrina social de la Iglesia.
Pidió a los sacerdotes y clérigos ser pastores con olor a oveja, posibilitando además una mayor participación en la vida eclesial de los laicos y, en especial, de las mujeres. Invitó a los jóvenes a no quedarse quietos y soñar en grande. Fiel también a sus convicciones, profundizó el diálogo interreligioso que ya había abierto en Buenos Aires. Asumió con seriedad y responsabilidad los procesos de esclarecimiento y sanción de graves casos de abusos a menores dentro de la Iglesia, y supo pedir perdón cuando correspondía como lo hizo luego de su viaje a Chile en 2018.
Defendió el valor de la vida humana desde la concepción y también el cuidado de la “casa común” en su valiosa y original encíclica Laudato Si. Sus firmes convicciones no lo encerraron en un dogmatismo que le impidiera dialogar con quienes no eran de su palo. Nos dejó el testimonio de una vida impregnada de sencillez evangélica, haciendo atractiva su figura tanto a los creyentes como no creyentes.
Estuvo a la altura de los compromisos que su misión le impuso como pastor de la Iglesia Universal, llevando adelante acciones en defensa de la paz, la justicia y los derechos de los más desprotegidos, lo que fue reconocido por líderes de todo el mundo. Su capacidad de acción reposaba también en la fortaleza espiritual que provenía de la oración y el trato con Dios. Nunca ocultó su filial piedad mariana, y es por ello decidió que sus restos mortales descansen en la Basílica romana de Santa María la Mayor, allí donde se dirigía a rezar a la Virgen María al partir y regresar de cada uno de sus viajes.
Los argentinos tenemos sobradas razones para estar orgullosos por su extraordinaria tarea, aunque no siempre comprendimos la dimensión global de su ministerio pastoral. Es verdad también que el papa Francisco seguía de cerca los vaivenes de nuestra realidad tanto eclesial como política, y ello pudo haber generado algunos cortocircuitos. Lamentablemente, nos quedamos sin la fiesta que hubiera significado su visita.
El lunes pasado por la mañana acudí otra vez a la Iglesia Catedral, que lucía colmada como doce años atrás. Esta vez nos convocaban la tristeza y el dolor para elevar una oración por el descanso eterno del alma de nuestro querido Francisco, como tantísimas veces nos lo había pedido. Al finalizar la misa brotó un sonoro y largo aplauso, no jubiloso como el día de su elección, sino de cariño y agradecido reconocimiento a su persona y su legado. No parecía en rigor una despedida porque primaba la convicción de que el Papa argentino permanecerá siempre en nuestros corazones.
El mundo entero llora su ausencia y la Iglesia se prepara para una nueva etapa que, es de desear, mantenga en lo principal los nuevos aires impulsados durante su pontificado. En verdad todas las personas de buena voluntad, cualquiera sea su credo, están llamadas a seguir su ejemplo de cercanía y humildad procurando gestar un mundo más justo y fraterno. Pero los argentinos en particular debemos también rendirle nuestro mejor homenaje, que sería acatar finalmente su llamado a promover la cultura del encuentro. El legado de Francisco nos invita a tender puentes y recrear en nuestra vida política y social un clima de diálogo y concordia que permita retomar la senda para construir el país que soñamos.
Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, ExProcurador General de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.