De portero de discoteca al trono de Pedro
Ha muerto el Papa Francisco. Y con él, se cierra una de las biografías más improbables jamás escritas en el idioma del incienso. Criado entre trenes suburbanos y boliches porteños, Jorge Mario Bergoglio ascendió por los pasillos de la Compañía de Jesús hasta ocupar el trono más antiguo y teatral del planeta. No se puede … Continuar leyendo "De portero de discoteca al trono de Pedro"

Ha muerto el Papa Francisco. Y con él, se cierra una de las biografías más improbables jamás escritas en el idioma del incienso. Criado entre trenes suburbanos y boliches porteños, Jorge Mario Bergoglio ascendió por los pasillos de la Compañía de Jesús hasta ocupar el trono más antiguo y teatral del planeta. No se puede escribir su historia sin sentir que uno está asistiendo a una ficción: portero de discoteca, técnico químico, amante frustrado, arzobispo jesuita sonriente, Papa universal. Nadie vio venir ese giro. Ni siquiera Roma.
El mundo católico se ha quedado sin el Papa. Y digo el porque no hay manera de decir la Papa: ni en este idioma ni en la Iglesia. El cargo sigue vedado al 50% de la población mundial —una población que, por cierto, suele ir más a misa.
Me fascina que fuera portero de boliche en Buenos Aires. No me imagino a ningún otro Papa diciéndole a María Magdalena: «Con zapatillas no entrás, reina». Una biografía más loca que la de Georgina, más inesperada que la de la reina Letizia y, por supuesto, más que la de Benedicto XVI, a quien le gustaba tocar el piano y no tanto salir del castillo. Porque pasar de frenar borrachos en la puerta del Mau-Mau a abrirle la puerta al Espíritu Santo en la Capilla Sixtina tiene un giro dramático.
Francisco (DEP) fue el más pop de los papas. Tenía calle, se podría decir, como también contradicciones del tamaño de la cúpula de San Pedro. Conectó con los medios como nadie y supo generar titulares incluso cuando solo saludaba. A la vez, cultivó una imagen austera que contrastaba con el oropel eclesiástico: renunció al palacio apostólico, viajaba en Fiat, decía «recen por mí» y vivía en Santa Marta, un hotel sencillo… dentro del Vaticano.
Sus encíclicas han sido polémicas. Denunció el cambio climático, la pobreza, la exclusión social y hasta la indiferencia, rodeado de murallas y frescos de Miguel Ángel. En algunos sermones, Francisco parecía más líder progresista que guardián de los dogmas. En otros, un abuelito que no entendía muy bien por qué las mujeres quieren ser curas si ya tienen cosas más bonitas para ellas y sobre todo más dulces como los rezos, los cantos y los bizcochos.
Ni una mujer ha sido Papa, ni cardenal, ni sacerdote. La Iglesia católica, en pleno siglo XXI, sigue considerando que el sacerdocio no es para nosotras. Un club de hombres con voto, cargo y casulla.
Un asunto muy turbio como todo lo que tiene que ver con los poderes de este mundo caído. Que el Papa más moderno de la historia haya seguido relegando a las mujeres dentro de la jerarquía eclesial es, cuando menos, chocante. Habla de igualdad, de dignidad, de equidad… Pero en sus fotos solo hay sotanas blancas y negras, ninguna voz femenina con derecho a consagrar. Un Papa singular, no revolucionario.
Lo que no se entiende —y lo que cada vez más creyentes señalan— es por qué la Iglesia no da ese paso. No hay justificación teológica seria, ni evangélica. Jesús no era un machista. Yo me atrevería a decir que sí, que era feminista con arreglo al significado de la palabra: el que busca la igualdad de derechos y oportunidades para las mujeres.
En un mundo profundamente patriarcal, Jesús acogía a las mujeres, dialogaba con ellas, las integraba en su círculo más cercano, lo seguían y aprendían de él. (Y fueron, por cierto, las únicas que no huyeron al pie de la cruz). Si a alguien le parecía mal que las mujeres fueran tratadas como alteridad, era a Cristo. No así a algunos de sus autoproclamados sucesores. La Iglesia —su Iglesia— suprimió todo rastro de esa revolución. Pablo lo avisó: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer». Pero siglos después, lo que hay son mitras y sotanas y púlpitos llenos de testosterona eclesiástica.
Francisco fue un Papa cercano, ocurrente, incluso simpático. También fue ambivalente, diplomático, inconsistente. Algunas veces disfrutamos y temimos que entre sus concesiones llegaría a aceptar que para ser cristiano ya no era necesario creer en Cristo, textualmente. Denunció el capitalismo salvaje mientras dirigía una institución con su propio banco, su inmobiliaria, sus reservas de oro y su lista de evasores. Se mostró como Francisco de Asís sin renunciar a los jardines del Vaticano ni a sus sábanas de lino.
Muchos creyentes se alejan de la Iglesia porque no soportan su incoherencia. Habrá que distinguir entre Jesús y la cúpula. Una cosa es la fe, y otra muy distinta, la institución humana, demasiado humana.
Hoy no se ha muerto un santo. Tampoco un hereje. Sólo un ser humano complejo, brillante y encantador.