Cuando todo se apaga: la fragilidad de las infraestructuras críticas y la urgencia de los planes de contingencia

La jornada del 28 de abril de 2025 quedará grabada en la memoria colectiva de la península ibérica como uno de esos momentos en los que la realidad se impone con una crudeza inapelable: un apagón eléctrico masivo dejó sin suministro a millones de ciudadanos en España y Portugal, paralizando transportes, comunicaciones, hospitales, comercios y …

Abr 28, 2025 - 21:01
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Cuando todo se apaga: la fragilidad de las infraestructuras críticas y la urgencia de los planes de contingencia

IMAGE: OpenAI's DALL·E, via ChatGPT

La jornada del 28 de abril de 2025 quedará grabada en la memoria colectiva de la península ibérica como uno de esos momentos en los que la realidad se impone con una crudeza inapelable: un apagón eléctrico masivo dejó sin suministro a millones de ciudadanos en España y Portugal, paralizando transportes, comunicaciones, hospitales, comercios y buena parte de la vida cotidiana.

Más allá de la anécdota técnica o de la búsqueda de responsables, el episodio nos obliga a reflexionar sobre la verdadera importancia de las infraestructuras críticas, la sensación de abandono que emerge en estos contextos y la necesidad, tantas veces postergada, de contar con planes de contingencia robustos y realistas. De repente, nada funciona, y la sensación es que lo único que puedes hacer es rescatar la radio de pilas de un cajón y sentarte en un sofá a escucharla, mientras ves cómo todo se detiene a tu alrededor.

Aunque los detalles sobre su origen siguen bajo investigación, con informes hipotéticos iniciales de los servicios de información españoles apuntando a un posible ciberataque dirigido a sistemas de interconexión eléctrica, lo realmente importante no es la causa, sino la clarísima evidencia de nuestra brutal vulnerabilidad estructural.

Las infraestructuras críticas – electricidad, agua, transporte, comunicaciones, sanidad – son el soporte esencial sobre el que se construye la vida contemporánea. Su interrupción, aunque sea por unas horas, revela hasta qué punto dependemos de sistemas complejos y, a menudo, invisibles. Cuando la luz se apaga, no solo se detienen los trenes y los semáforos: colapsa el comercio, se interrumpen las transacciones financieras, se suspenden cirugías y tratamientos médicos, y la información deja de fluir. La economía, la seguridad y la salud pública quedan en suspenso, y el impacto social trasciende la mera incomodidad.

En situaciones de crisis, la percepción ciudadana de abandono se multiplica. La falta de información clara, la incertidumbre sobre la duración del corte y la ausencia de respuestas rápidas por parte de las instituciones generan una angustia profunda. Personas atrapadas en ascensores, pacientes en hospitales pendientes de generadores, negocios incapaces de operar, y ciudadanos que, de repente, se sienten desconectados y vulnerables. La confianza en el sistema -y en quienes lo gestionan- se resquebraja cuando lo esencial deja de funcionar y las soluciones no llegan con la celeridad esperada.

Cuando la luz se apaga, nada funciona. El apagón de abril de 2025 ha sido un recordatorio brutal de que, sin electricidad, todo se detiene. Los sistemas de transporte urbano y ferroviario quedaron bloqueados, con miles de pasajeros atrapados en vagones y estaciones. Los hospitales, aunque equipados con generadores de emergencia, vieron limitada su capacidad operativa y su autonomía depende del suministro de combustible. Las telecomunicaciones, incluso con sistemas de respaldo, sufrieron cortes y congestión, dificultando la coordinación de emergencias y el acceso a información fiable. La cadena de suministro alimentaria se vio amenazada por la pérdida de frío en comercios y hogares, y la distribución de agua potable quedó en riesgo ante la parada de las estaciones de bombeo. Cada hora sin luz supone millones en pérdidas económicas y un daño incalculable en términos de confianza y bienestar.

Estos fenómenos no son anecdóticos ni propios de escenarios distópicos: son la realidad inmediata cuando un pilar básico falla. El sentimiento de abandono experimentado por la población, la percepción de que el sistema entero se desmorona de un momento a otro, refleja una carencia fundamental en la preparación de nuestras sociedades: la falta de planes de contingencia robustos y accesibles para toda la ciudadanía.

El error conceptual más peligroso es pensar que los sistemas tecnológicos actuales son intrínsecamente seguros o que los fallos son excepcionales. En un entorno de creciente sofisticación de amenazas, desde fallos técnicos hasta ciberataques dirigidos, no es razonable confiar únicamente en la prevención. La resiliencia, o capacidad de absorber el golpe, adaptarse y continuar funcionando, debe ser un objetivo prioritario en la gestión de las infraestructuras críticas.

La lección más evidente de este episodio es la necesidad de contar con planes de contingencia sólidos, actualizados y realistas. Esto implica inversiones constantes en redundancia, capacidad de respuesta rápida, formación de personal, comunicación transparente en crisis y, sobre todo, educación ciudadana. No podemos seguir asumiendo que la única reacción lógica ante un apagón masivo sea la sorpresa o el desconcierto: sociedades maduras son aquellas que prevén, ensayan y conocen cómo actuar ante contingencias.

No basta con confiar en la improbabilidad de un fallo sistémico: la complejidad creciente de las redes eléctricas, la interconexión internacional y el auge de las energías renovables, más intermitentes y menos predecibles, exigen una gestión dinámica y preventiva. Los planes de contingencia deben contemplar desde la disponibilidad de generadores y sistemas de respaldo hasta protocolos claros de comunicación y coordinación entre administraciones, empresas y ciudadanía. La resiliencia no es solo cuestión de tecnología, sino de organización y cultura preventiva.

El apagón de abril de 2025 no es solo un incidente técnico: es un aviso sobre la vulnerabilidad de nuestras sociedades hiperconectadas y sobre la necesidad de repensar la gestión de lo esencial. Las infraestructuras críticas no pueden darse por supuestas: requieren inversión, mantenimiento, vigilancia y, sobre todo, la capacidad de anticipar y gestionar lo inesperado. Solo así podremos evitar que, cuando la luz se apague, la oscuridad sea algo más que una simple ausencia de electricidad.

Y por mi parte, la angustia de pensar que, tras más de veintidós años publicando al menos un artículo al día, hoy podía ser que no fuera capaz de hacerlo. Nada realmente importante, hay cien mil cosas muchísimo más críticas que esta simple página de un profesor que intenta reflexionar sobre la tecnología y lo que la rodea, pero ha sido una sensación verdaderamente desagradable…