Aquel día en el que Francia nos hizo patriotas
Porque, como todos sabemos y siempre se dice, fue el pueblo de la muy castellana Villa y Corte el que se levantó contra las fuerzas gabachas aquel dos de mayo. Verdad verdadera. Pero no con ánimo de liberar Madrid, sino de sacudirse a un invasor que, sin disimulo alguno, había echado raíces para hacerse con... Leer más La entrada Aquel día en el que Francia nos hizo patriotas aparece primero en Zenda.

4 de julio por allí… 14 de julio por allá… y 12 de octubre aquí. Se lee bien y suena formidable, si no fuera porque nuestra fiesta nacional se celebra con complejos. Casi desfigurada entre alegatos rosas, leyendas “rojipardas” y sin entender, aún, que Colón era un hombre de su tiempo, que sabía perfectamente dónde iba y que la reina no vendió una alhaja para financiarle. Entonces, ¿cuál debería ser nuestra gran fiesta nacional? ¿Alguna idea? Está claro: inequívocamente la que ya lo fue en su momento y debería recuperarse a tal fin. El dos de mayo. Porque por mucho Madrid, Madrid, Madrid que se quiera ver en ella, cuando los hechos agitaron el sentido común del pueblo llano durante aquella mañana, lo que había desde la plaza del Palacio Real al barrio de Maravillas eran españoles, en una ciudad que seguía siendo rompeolas de un imperio. Por extensión cosmopolita y variopinta, tanto o más que el atuendo goyesco. Desembarazar la efeméride de sinuosos planteamientos políticos y resituar su condición ayudaría a conocernos mejor. Ahora bien, no podemos dejar esa tarea a los de arriba, sino que debiera ser una petición ciudadana. ¡De la gente! Siempre el pueblo.
Considerando el escenario, el pueblo, más que embrutecido —como decía Napoleón refiriéndose al conjunto de los españoles—, ardía de inquina hacia todos los que vestían el uniforme del César. La mecha prendió a tal velocidad que el gentío se agolpó en las calles adyacentes al palacio, y en los diferentes barrios de la capital se formaron partidas que se armaron con lo que cada cual tenía o podía conseguir. Daba igual un cazo que unas tijeras, un adoquín que una maceta o, por supuesto, dagas o navajas. Había que matar y se murió, a decenas, sin mayor adarga que la rabia.
¿Se mató por Madrid? No. ¿Por la corte? Tampoco. ¿Quizá por España? Caliente. Pero sobre todo por patriotismo, o lo que es igual: por defender la riqueza de nuestra colectividad frente al abuso. Ahí tenemos la esencia que dio pie a la insurrección de la gente sencilla y el sacrificio que marcaría indeleblemente la imagen popular del español. El amor a la tierra, a nuestras costumbres y a proteger lo del otro por encima de lo propio creó una conciencia irreductible, por más sangre que la sombra del Emperador mandara derramar. La decisión de los capitanes Daoiz y Velarde, que abrieron el parque de artillería de Monteleón al pueblo, en un heroico proceder, ahonda en esos aspectos mencionados. Podían haberse quedado cumpliendo las órdenes de sus superiores, que les obligaban a no tener armas ni enfrentarse a los franceses, pero les pesó el orgullo y, con ello, auparon el espíritu de una Nación cuya soberanía estaba bajo la pólvora y sobre los cadáveres de calles angostas, cercadas de ladrillo y revoco arcilloso. Ahí, con un pueblo descompensado y huérfano, se sembraron sentimientos e ideas que cristalizaron años después en la carta gaditana de 1812. Una Constitución, y no cualquiera, inconcebible si la gente más sencilla no se hubiera decidido a darlo todo en manifiesta inferioridad. Todo el sudor de aquellos héroes —esquiladores, arrieros, hortelanos, tenderos o curtidores— entinta, negro sobre blanco, dicho ordenamiento legislativo y, si hay que rastrear, por anónimos que sigan siendo una gran mayoría, el nombre de los que dieron su vida en aquella jornada habrá que hallarlo buscando, con toda seguridad, en ese afamado artículo primero de “La Pepa”; ya sabéis, el que desborda los contornos peninsulares para implicar en él a los españoles de ambos hemisferios. Con ellos se recogía una realidad compleja que estimuló una transformación ciudadana, aleccionando a otras naciones.
Del mismo modo, ese y otros epígrafes de aquella Constitución, brotada a golpe de fusiles y bayonetas, demostraron la lealtad del pueblo novohispano hasta que a ellos les alcanzó el desconcierto. Al albor de un nuevo tiempo, el último servicio de los virreinatos —el de su población y parte de sus ejércitos principalmente— hacia la madre patria fueron proclamas, colectas, fletes, reclutamiento, teatro y una vehemente guerra de papel, exhibiendo el sadismo del francés a más de cinco mil millas. La invasión removió los sentidos y el rápido surgimiento de las juntas, a imitación de las peninsulares. También suscitó un mayoritario orgullo de pertenencia, que se mantuvo inalterado por encima de los discursos de autogobierno que, poco después, comenzarían a tomar cuerpo ante el vacío de poder. Luego la pregunta es: ¿no merece Hispanoamérica figurar del mismo modo en el cosmos identitario que deviene del Dos de Mayo? Se trabajó en pro de una verdadera fraternidad, una verdadera igualdad y una verdadera libertad, por mucho que el terremoto de las repúblicas encapotara el espacio Atlántico después.
¿Podrían haberse dado esos valores sin que unas ocho mil personas, en una ciudad de algo más de ciento cincuenta mil habitantes y en un país de apenas doce millones, hubieran causado la ya tan mitificada refriega? Tengo dudas. Rara vez en la Historia la honestidad emana unívocamente del poder institucional. La grandeza de aquella fecha, que debiera volver a alimentar el orgullo de todo un país, y su legado al otro lado del mar, la otorga la rebeldía popular; una pequeña fuerza al principio y una resistencia mucho mayor después, que si bien se movió atendiendo a una multiplicidad de factores y necesidades, tuvieron en el patriotismo la entidad que les empujó a defender una nación descabezada. Podemos limpiar aquella gesta de retórica romántica e imaginario audiovisual —que no es poco— y, con todo, llegaríamos a atisbar la misma importancia que tuvo y sigue ostentando.
Por ello creo que el Dos de Mayo no puede estar sujeto al caprichoso menú de las autonomías, por más que Madrid sea ese lugar donde cabe España entera.
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Imágenes del artículo: recortes de los cuadros que pintó Joaquín Sorolla del asalto al cuartel de Monteleón
Dedicado a Alfonso Sabán Astray.
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