A la luz de la primavera
Como cada año la naturalidad del sol de primavera y de la luna llena nos colocan en la festividad de la Pascua . Es la propia naturaleza la que orienta los días no establecidos de esta celebración. Este año, mediados de abril nos ofrece esta fiesta religiosa de exaltación de la vida, y también sus días festivos para desalinearnos de la rutina diaria y laboral. Es una oportunidad más para nuestra propia identidad y realización personal; sobre la cual se proyectan los valores religiosos de la Semana Santa en la pluralidad de su manifestación cultural y patrimonial. Creyente o no, practicante o no, todos estamos incluidos. Celebrado ayer, el Viernes de Dolores es un día señalado y emotivo para todos. En esencia es el preludio, una semana antes, de todos los días que siguen para conmemorar los acontecimientos que se sucedieron hacia la Pasión de Jesucristo. Este día, el de la Virgen de los Dolores, mantiene en su memoria el gran dolor de la Madre por su Hijo, maniatado, azotado, coronado de espinas, cargando con la cruz camino del Calvario, fallándole las fuerzas y cayendo al suelo tres veces, despojado de sus vestiduras, y crucificado en el Gólgota o Calvario (el Viernes hacia las doce del día), junto a otros dos reos de muerte. Tras expirar (el mismo Viernes hacia las tres de la tarde), su pecho fue atravesado por una lanza. Un eclipse tuvo lugar. Fue y es el Viernes del Vía Crucis (del necesario recorrido espiritual), del silencio y de la Soledad. La soledad del Gólgota y la soledad de la Madre. Previamente, el jueves y después de la Última Cena, el Hijo fue traicionado (pillaje humano, también en nuestro día a día) y entregado en la oscuridad del huerto de los Olivos. No es coincidencia que este jueves establezca 'el antes' para evocar 'el después', el triduo de Jesús muerto, enterrado y resucitado. Con el acontecimiento más importante de la cristiandad: aun habiendo estado custodiado por los soldados, las mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo encontraron el sepulcro vacío en las primeras horas del domingo. El anochecer del Viernes junto con la festividad del Sabbat impedían embalsamarlo antes. Ese mismo domingo, Jesús se presenció a María Magdalena y luego en el cenáculo a sus discípulos. Ocho días después, Tomás tocó sus heridas para reconocer que el Señor había vuelto a la vida. La razón y el sentido de la Semana Mayor están en la trascendencia religiosa, social y cultural de estos acontecimientos. Están en la fuerza que estos hechos tienen para la vivificación de creencias, sentimientos, emociones, sociabilidad y religiosidad. Los templos abiertos a sus plazas y a sus calles; la escenografía de las procesiones, las hermandades y cofradías con su narrativa; la banda de música, la sinfonía, la marcha y el canto popular; el sentido de comunidad de la gente en las aceras; todo ello nos conecta con lo humano y con lo divino. Y en la grandeza de este paisaje, el apenas perceptible susurro de los pasos de mujeres y hombres que llevan las imágenes, fortaleciendo la expresión de una identidad.
Como cada año la naturalidad del sol de primavera y de la luna llena nos colocan en la festividad de la Pascua . Es la propia naturaleza la que orienta los días no establecidos de esta celebración. Este año, mediados de abril nos ofrece esta fiesta religiosa de exaltación de la vida, y también sus días festivos para desalinearnos de la rutina diaria y laboral. Es una oportunidad más para nuestra propia identidad y realización personal; sobre la cual se proyectan los valores religiosos de la Semana Santa en la pluralidad de su manifestación cultural y patrimonial. Creyente o no, practicante o no, todos estamos incluidos. Celebrado ayer, el Viernes de Dolores es un día señalado y emotivo para todos. En esencia es el preludio, una semana antes, de todos los días que siguen para conmemorar los acontecimientos que se sucedieron hacia la Pasión de Jesucristo. Este día, el de la Virgen de los Dolores, mantiene en su memoria el gran dolor de la Madre por su Hijo, maniatado, azotado, coronado de espinas, cargando con la cruz camino del Calvario, fallándole las fuerzas y cayendo al suelo tres veces, despojado de sus vestiduras, y crucificado en el Gólgota o Calvario (el Viernes hacia las doce del día), junto a otros dos reos de muerte. Tras expirar (el mismo Viernes hacia las tres de la tarde), su pecho fue atravesado por una lanza. Un eclipse tuvo lugar. Fue y es el Viernes del Vía Crucis (del necesario recorrido espiritual), del silencio y de la Soledad. La soledad del Gólgota y la soledad de la Madre. Previamente, el jueves y después de la Última Cena, el Hijo fue traicionado (pillaje humano, también en nuestro día a día) y entregado en la oscuridad del huerto de los Olivos. No es coincidencia que este jueves establezca 'el antes' para evocar 'el después', el triduo de Jesús muerto, enterrado y resucitado. Con el acontecimiento más importante de la cristiandad: aun habiendo estado custodiado por los soldados, las mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo encontraron el sepulcro vacío en las primeras horas del domingo. El anochecer del Viernes junto con la festividad del Sabbat impedían embalsamarlo antes. Ese mismo domingo, Jesús se presenció a María Magdalena y luego en el cenáculo a sus discípulos. Ocho días después, Tomás tocó sus heridas para reconocer que el Señor había vuelto a la vida. La razón y el sentido de la Semana Mayor están en la trascendencia religiosa, social y cultural de estos acontecimientos. Están en la fuerza que estos hechos tienen para la vivificación de creencias, sentimientos, emociones, sociabilidad y religiosidad. Los templos abiertos a sus plazas y a sus calles; la escenografía de las procesiones, las hermandades y cofradías con su narrativa; la banda de música, la sinfonía, la marcha y el canto popular; el sentido de comunidad de la gente en las aceras; todo ello nos conecta con lo humano y con lo divino. Y en la grandeza de este paisaje, el apenas perceptible susurro de los pasos de mujeres y hombres que llevan las imágenes, fortaleciendo la expresión de una identidad.
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