Vida secreta de un poeta

Casi dos siglos y medio después de la publicación de esa biografía monumental, que serviría como modelo para tantas otras —con buen motivo es tomada como la primera biografía moderna—, todos hemos leído las suficientes biografías con detalles, también, dolorosamente humanos como para dejar de sorprendernos si hasta el poeta más sensible confiesa que ha... Leer más La entrada Vida secreta de un poeta aparece primero en Zenda.

Abr 24, 2025 - 07:50
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Vida secreta de un poeta

En 1791, la biografía de Samuel Johnson escrita por su amigo Boswell conmocionó no sólo al círculo más cercano del doctor, sino también a quienes le conocían por ser un ejemplo moral y el crítico más inteligente de su tiempo, al menos en lengua inglesa. En lugar de escribir una biografía casi para el santoral, como era la costumbre (y como un hombre tan ampliamente respetado como Johnson, siguiendo los modelos de la época, quizá esperó), Boswell, aprovechando esa proximidad que duró toda una vida, reescaló las medidas grandiosas de Johnson y lo redujo a su perfil más dolorosamente humano. Su propensión a la buena vida, su gusto por las palabras soeces —acompañadas de gestos estrafalarios como los que casi atrapó Reynolds en una de sus pinturas: es posible que sufriera el síndrome de Tourette—, sus ataques de ira, fueron descritos con tanto detalle como su pasión por la literatura y sus largas horas de escritor con mala vista a la triste luz de una vela. En pocas palabras, la biografía se consideró un trabajo de muy mal gusto en lo concerniente a las indiscreciones de Johnson —Thomas Macaulay fue el primero en señalarlas, en la revista Edinburgh Review—, pero también una obra excelente y altamente novedosa en lo que se refería a los elementos de pura (o más bien impura) biografía. Era imposible que a Boswell, por cierto, se le hubiera pasado por alto algún detalle de la vida y milagros de su fascinante amigo: el propio Johnson fue testigo de su hábito de tomar notas de cuanto hacía o decía, hasta el punto de temer, medio en broma —lo cuenta en una carta a su amiga Hester Thrale—, que “ese sujeto haya sido contratado con el único propósito de vivir para espiarme.”

"Es verdad, por otro lado, que las obras en general de Villena se caracterizan por no mirar hacia otra parte; por mirar, de hecho, casi hasta con alevosía lo que podría considerarse, de alguna manera, soez"

Casi dos siglos y medio después de la publicación de esa biografía monumental, que serviría como modelo para tantas otras —con buen motivo es tomada como la primera biografía moderna—, todos hemos leído las suficientes biografías con detalles, también, dolorosamente humanos como para dejar de sorprendernos si hasta el poeta más sensible confiesa que ha vivido. Y, sin embargo, debo reconocer que Luis Antonio de Villena, excelente poeta, excelente narrador y, me parece, excelente biógrafo en la línea de Boswell por añadidura, me ha cogido por sorpresa al mostrar de qué manera su amigo Francisco Brines vivió también. No es, por supuesto, el hecho sabido de que Brines sintiera una lujuriosa devoción por los jóvenes lo que ha despertado mi sorpresa (la devoción sin la lujuria posiblemente sea un apetito fatal), sino la atención que Villena le dedica a esas aventuras que él mismo califica de “sórdidas”, hasta el punto de mostrarnos, ya en las páginas finales, a un anciano Brines atiborrado de viagras y con el pene enroscado a una especie de correa para prolongar sus erecciones. Esto, que hubiera hecho las delicias de Petronio —a quien Villena inventó una biografía en La nave de los muchachos griegos: ya he dicho más de una vez que nadie titula tan maravillosamente sus obras como él—, no sé hasta qué punto llega a hacer las del lector, aunque como detalle de lesa humanidad es posible que nada haga menos aéreo y más terrenal a Brines que imaginarlo de esa guisa; ahora bien, me temo que a más de un lector le va a resultar muy difícil volver a leer un solo poema suyo (versos como “en la desierta luz de madrugada/ desnudaré mi cuerpo…”, por ejemplo) sin que le venga a la cabeza la imagen truculenta de un pene torturado. Aquí siento la tentación de estar de acuerdo con las reservas de otro de los poetas que forman parte del panteón personal de Villena, nuestro común amigo Lord Byron, que, tras leer unos poemas “inéditos e ineditables” de Robert Burns, a los que había conseguido acceder después de una prolija serie de cautelosas peticiones, no pudo sino devolverlos a su dueño —con sus procaces dibujitos en los márgenes— y esforzarse por recordar el lado más sensible de quien parecía poseer una “mente tan antitética”. Y hablamos de poemas, es decir, unas obras quizá no pensadas para su publicación pero que legítimamente podríamos tener el deseo de conocer. A fin de cuentas, y sin haber leído los obscenos versos de Burns que dejaron sin palabras a todo un Byron, el poema como destilación de la vida puede, si el arte es elevado, hacernos mirar hasta un pene amoratado, pero seguramente tendamos a ser algo más pudorosos cuando se trata de mirar abiertamente la vida en bruto, y aún con más motivo si el ejemplo de vida en bruto —el pene amoratado, verbigracia— pertenece a un poeta. Es verdad, por otro lado, que las obras en general de Villena se caracterizan por no mirar hacia otra parte; por mirar, de hecho, casi hasta con alevosía lo que podría considerarse, de alguna manera, soez. Sus relatos y poemas están llenos —como las paredes de Pompeya y algunos frisos romanos— de atributos masculinos, y en El burdel de Lord Byron hay una escena de sodomía en la que el miembro que ensarta a un poeta genuflexo está pavorosamente descrito. Pero si en la ficción o en la poesía esa clase de imágenes pueden no carecer de sentido, se puede dudar del que tiene desvelar una intimidad así —y otras cuantas por el estilo— en la biografía de un hombre que en su bella poesía no dejó de ser discreto, y en el que hasta resulta raro leer la palabra “tetillas” como en ese poema suyo que también dice:

He bajado esta espalda,
que es el más descansado de todos los descensos,
y siendo larga y dura, es de ligera marcha,
pues nos lleva al lugar de las delicias.
En la más suave y fresca de las sedas
se recrea la mano,
este espacio indecible, que se alza tan diáfano,
la hermosa calumniada, el sitio envilecido
por el soez lenguaje.
Inacabable lecho en donde reparamos
la sed de la belleza de la forma,
que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.
Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,
la dureza del agua, que es frescura,
la solidez del mundo que me tienta.

Y, muy secretas, las laderas llevan
al lugar encendido de la dicha…

(En este medio asombro, dicho sea de paso, coincido con José Luis García Martín, que en la última entrega de sus diarios —No sabe, no contesta (2024)—, dice lo siguiente:

Me temo que soy peor persona de lo que parezco. ¿Por qué si no me he divertido tanto con el primer capítulo del libro de Villena sobre Brines que leo en Calle del Aire? El libro aparecerá pronto en Renacimiento. Como no hace ningún favor al poeta y el editor, Abelardo Linares, fue muy amigo suyo, me extrañó que se decidiera a publicarlo. “Es respetuoso y no cuenta nada que yo no supiera”, dijo. Con la boca pequeña traté de convencerle de que no lo hiciera, seguro —le conozco bien— de que no sólo no me iba a hacer ningún caso sino de que así adelantaría su publicación… De sobra sabe Villena que Brines nunca quiso que se contara fuera de su círculo más íntimo lo que él va a contar. No le importa. Que todo el mundo sepa no ya que Brines era rico, tacaño y homosexual, sino también todos los detalles de su vida erótica: cómo, cuándo, con quién y cuántas veces.)

No creo que García Martín (cuyo veredicto, siendo él tan ácido y poco dado a morderse la lengua como demuestra en sus diarios, es una buena prueba de que no exagero en mis reservas) dijera en serio que el libro no debía ser publicado; en eso, por muchas razones, yo no puedo estar de acuerdo. Tanto como excesivo es el claroscuro de Villena, no es menos justo decir que el libro es una delicia como memoria personal (la suya) y como emocionado recuerdo de un amigo (Brines), y que los momentos en que uno siente cierta grima no dejan de ser decisiones estéticas de un poeta suficientemente dueño de sus recursos —y, por supuesto, de su derecho a escoger qué hay de interesante en la vida de un amigo, aunque ese interés termine por hacer difícilmente olvidable la imagen de un pene estrangulado—, más allá de que coincidamos o no con un gusto específico o un determinado punto de vista. En ese sentido, Villena tampoco engaña. Ni aquí se aleja de su propia estética —véanse los poemas recogidos en libros como Lujurias y apocalipsis (2022) y Celebración del libertino (1998)— ni de su manera de contar su propia historia, que ya abarca varios volúmenes y cuyo inicio, en términos de perspectiva y estructura, es posible que se remonte a Madrid ha muerto (1999), pero en lo que concierne a un modo personal de cristalizar la propia biografía lo hace a obras muy anteriores como Chicos (1989) y Ante el espejo (1982). No es que con el tiempo Luis Antonio de Villena se haya vuelto más impúdico, en pocas palabras; simplemente no ha dejado de hacer lo que siempre ha hecho —o al menos desde Como a lugar extraño (1990): ese remoloneo de la memoria inmediata y lejana al borde mismo de la pornografía que reviste de una belleza clásica, entre el mármol y el ébano, a su poesía—, y en este caso ni siquiera considera oportuno detenerse, o apartar la mirada (que es, forzosamente, la nuestra), ante el desnudo de un amigo ya anciano y medio impotente, poeta con el rabo amoratado.

"Con todas sus sombras, pero sobre todo por sus luces —por ser, en realidad, una ofrenda de cariño—, a este Brines le podrían servir como epitafio los maravillosos versos que Zorrilla dedicó a la memoria desgraciada de un joven literato, el suicida Larra"

Como Boswell, Villena amplía la mirada y los retratos humanos, demasiado humanos, deambulan por aquí y por allá como satélites de Brines, todos ellos animados por sus grandes pasiones y sus pequeñas (y no tan pequeñas) mezquindades: Francisco Umbral y su novela “antigay”, El Giocondo, que casi le vale una paliza de Fernando Quiñones (“la Piñones” del libro, así como “el Bisoño” era Carlos Bousoño), Y ante cuyas amenazas se replegó “como un cobarde”, Antonio Gala y su “carácter intempestivo”, antes del “enorme triunfo mediático y la más o menos pobre literatura con destellos cursilones”, Juan Luis Panero como poeta “exhibicionista, bebedor, con pose de desclasado, muy dado a mostrar y a denostar en voz alta”, Claudio Rodríguez haciendo eses de una página a otra página… El libro del amigo ya robado por la usura del tiempo se convierte así en el friso semoviente de una época, en una viva extensión de tres memorias: el hombre, la ciudad, el amigo. Y el amigo —los amigos, en realidad— a ras de suelo. Se puede justificar así la presencia de ese atributo monstruoso que salta a la cara del lector, badajo que cierra el libro con un brusco campanazo:de alguna manera, Villena subraya la importancia de la vida frente a la poesía, la verdad más humana del hombre sensible, los restos de los que el poeta se sirve para poner en pie lo que algún día será recordado como poema; no, naturalmente, un pene en el martirio, sino todo lo que la vida hizo girar en torno a él. De todas estas cosas, señala Villena, parodiando involuntariamente el flattering index de Ricardo III, se nutre el divino estro: la fricción es brutal, y selectiva —de otras cosas también se alimenta la inspiración—, pero no podemos esperar un contraste menos violento de quien en su obra ha hecho uso habitual de unos pinceles como sacados del taller de su admirado Caravaggio, a quien también dedicó un espléndido trabajo. Con todas sus sombras, pero sobre todo por sus luces —por ser, en realidad, una ofrenda de cariño—, a este Brines le podrían servir como epitafio los maravillosos versos que Zorrilla dedicó “a la memoria desgraciada” de un joven literato, el suicida Larra:

Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Esta será una ofrenda de cariño
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
memoria del poeta que perdí.

Buen libro, buen homenaje, a un poeta al que no hay que dejar de recordar, de otro poeta al que no podemos permitirnos el lujo de olvidar.

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Autor: Luis Antonio de Villena. Título: Brines. La vida secreta de los versos. Editorial: Renacimiento. Venta: Todos tus libros.

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