Un terremoto emocional
Enseguida apagaron las luces de la sala y encendieron las del escenario: un foco que iluminaba directamente el instrumento, por el momento, solitario. El aplauso casi llegó antes que la artista. No pude disimular mi cara de asombro cuando la vi aparecer, con pasitos cortos y majestuosamente engalanada para la ocasión. Era la camarera de... Leer más La entrada Un terremoto emocional aparece primero en Zenda.

Ayer estuve en un concierto de piano de los que organiza la concejalía de cultura del Ayuntamiento. No se trataba de música clásica, sino de una reinterpretación de canciones pop y rock de las últimas tres décadas. Se realizó, como es habitual, en la sala de plenos de la planta baja. Es un lugar bastante amplio y no tiene mala acústica. Allí se realizan conciertos de todo tipo, exhibiciones, bailes, obras de teatro. La verdad es que, en ese sentido, el pueblo lleva unos años poniéndose las pilas y la variedad cultural es más amplia que la de muchos otros municipios. Cuando llegamos —porque fui con mi mujer y mi hija—, estaba a rebosar. Apenas quedaba un sitio libre y no pudimos sentarnos juntos. Las dejé a ellas en la tercera fila, por el centro, y yo me coloqué en una de las butacas laterales dos o tres filas más atrás. Leí el folleto del programa. Pintaba interesante. No conocía a la intérprete. Lola Lazlo. No había fotos, solo un breve curriculum con algunos de sus éxitos y premios recientes. Y una especificación sobre las obras que iba a tocar al piano que descansaba sobre el escenario, un colín negro precioso. Ah, eso y que también había acompañamiento de voz, lo que significaba que iba a cantar, porque no había ningún nombre más en la lista de intérpretes. Lo cual, dicho sea de paso, resultó de lo más inesperado. Tanto como el descubrimiento de quién se encontraba tras la máscara de ese nombre.
Enseguida apagaron las luces de la sala y encendieron las del escenario: un foco que iluminaba directamente el instrumento, por el momento, solitario. El aplauso casi llegó antes que la artista. No pude disimular mi cara de asombro cuando la vi aparecer, con pasitos cortos y majestuosamente engalanada para la ocasión. Era la camarera de patitas de araña que trabajaba en el Café Moi. Nunca oí que la llamaran por su nombre y yo no soy muy de meterme en asuntos ajenos, así que aquel fortuito encuentro derivó en una especie de presentación formal, una reformulación mental de identidades. Se la veía confiada bajo toda aquella timidez que exhibían sus ojos y sus labios contritos. Saludó con una leve inclinación de cabeza y se sentó en la banqueta. Estiró sus patitas y las colocó sobre las teclas, sin apenas rozarlas. Y entonces… Entonces comenzó la magia. ¡Qué absoluta maravilla! Empezó por “Love of My Life”, de Queen. Tenía una voz preciosa. Increíble. Yo, que nunca la había oído pronunciar más de dos o tres palabras cuando se acercaba a alguna mesa o respondía sumisa a las increpaciones de Paco (el pulpo), me quedé alucinado. Siguió con “November Rain” y “This I Love” de Guns N’ Roses. Luego tocó algunas melodías que no reconocí y otras tantas que me sonaban pero no conseguía ubicar. Mi hija me dijo que había tocado una canción de uno de sus grupos favoritos, una banda de k-pop, los Stray Kids. Movía sus patitas sobre las teclas con una destreza asombrosa, las acariciaba con una envidiable agilidad, con un mimo que evidenciaba su cariño por el instrumento, la música y el arte. Casi se me saltan las lágrimas. Porque esas cosas se sienten. Si se saben transmitir, tocan el alma. Esa vibración especial que roza los corazones del público y los exalta. Quiero creer que, con mis escritos, en alguna ocasión, sucede lo mismo. Me sorprendió no ver a Paco por allí. En realidad, no vi a ninguno de los parroquianos de la cafetería. Ni un pez. Al que sí que vi fue a Raúl, que me saludó con sus manos de planta desde el otro lado de la sala con un gesto que no entendí.
Cuando terminó el espectáculo, todo el mundo se puso en pie. La ovación duró varios minutos. Los aplausos hicieron que retumbara todo, un terremoto emocional que hizo que las vibraciones subieran aún más. Bravos y oles escalaron sobre el clamor general y, a los vítores, se sumaron las voces que pedían un bis. Lola Lazlo —ya no se me olvidará ese nombre—, visiblemente emocionada, hizo varias reverencias y se sentó de nuevo al piano para tocar un par de canciones nuevas y repetir algunas del principio. Cerró el concierto con “This I Love”. A mí esa canción me encanta. Fue con la que recibí a mi mujer en el altar el día de nuestra boda hace ya quince años. Y eso que fue en la época en que Slash no estaba con Guns N’ Roses y Axl Rose iba por su cuenta. Pero, oye, una maravilla de canción. Tanto me gustó el concierto que, cuando terminó, la esperé junto al escenario para felicitarla. Nos reconocimos de inmediato de las mañanas en el Café Moi, lo cual hizo más fácil el acercamiento. Soy muy tímido y, por lo que vi, ella no lo era menos. Me dio un poco de cosa estrechar una de aquellas patas, pero hice de tripas corazón y me dije que algo capaz de extraer tan bellas notas de un instrumento no podía ser tan malo. Le presenté a mi mujer y a mi hija y estuvimos hablando un rato sobre la elección de aquellas canciones. Al poco me sorprendió Raúl, con su cara de acelga, por la espalda. Rodeó a Lola por la cintura y le plantó un beso en aquella cara peluda. Ella lo miró con todos sus ojos. Había en ellos una ternura fresca y natural, un destello vivo y lascivo, casi hambriento. No sé por qué, pero no me sorprendió demasiado que aquellos dos hubieran acabado juntos. Nos despedimos hasta el lunes —la volvería a ver tras la barra del Café Moi— con buenos deseos y la promesa de volver a su próximo evento.
Cuando salimos, refrescaba, pero el ambiente era animado. El turismo había ido in crescendo durante las últimas semanas, pero aún no había llegado a su clímax. La gente charlaba, tapeaba y bebía en las terrazas de alrededor. Reconocí a Paco en una de las mesas, hablando a voz en grito mientras alzaba su cerveza fría y bromeaba con un puñado de boquerones. Estuve tentado de acercarme y preguntarle por qué no había entrado a ver a Lola, pero me lo pensé mejor y acabé pasando de largo. No está la miel hecha para la boca del asno. Se me vino a la cabeza ese refrán, pero igual no era el más indicado. Ya a lo lejos vi que Lola y Raúl salían del ayuntamiento y Paco les gritaba que se acercaran, que les estaba guardando un sitio. Todavía tendría las narices de preguntarle qué tal le había ido, bromearía sobre lo de que a él no le iban esas cosas y otras absurdeces. Y ella, por dentro, tal vez, lloraría. O sus lágrimas cabalgarían las notas del próximo concierto para hendir los corazones del público y exprimirlos hasta que los lacrimales reventaran y los aplausos, una vez más, le devolvieran aquello que otros le habían arrebatado.
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