Un fantasma pixelado

[10 – 24 DE MARZO] Por la noche, terminas de ver True Love, una miniserie británica sobre los últimos días de un grupo de amigos mayores que hace un juramento: al final de sus vidas, por amor verdadero, se ayudarán a morir. Ves los seis capítulos con el alma encogida. Está la cuestión sobre la... Leer más La entrada Un fantasma pixelado aparece primero en Zenda.

Mar 28, 2025 - 00:57
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Un fantasma pixelado

[10 – 24 DE MARZO]

Comienzas la semana sentado al teclado. Quizá hoy va a ser el único día que puedas avanzar algo con la novela. Un capítulo más, aunque sea solo eso. Y te aproximas al final de la segunda parte —has planteado cuatro y un epílogo—. Así que estás cerca de la mitad. Al menos sabes que ya no hay vuelta atrás.

Por la noche, terminas de ver True Love, una miniserie británica sobre los últimos días de un grupo de amigos mayores que hace un juramento: al final de sus vidas, por amor verdadero, se ayudarán a morir. Ves los seis capítulos con el alma encogida. Está la cuestión sobre la muerte digna, sobre la soledad de la vejez. Pero especialmente te emociona la historia de amor entre dos de sus protagonistas. Comienzas a estar harto del relato hegemónico del enamoramiento adolescente —parece que solo hay series y películas de jóvenes guapos— y cada vez te interesa más el amor de los mayores: ese cuerpo aún lleno de vida que reclama su presencia en el mundo.

Mientras ves la serie, no te quitas de la cabeza la muerte triste de Gene Hackman. Te ha dejado un sabor muy amargo enterarte de los detalles de su final: la muerte de la mujer, y él, después, vagando por su casa, perdido en la bruma de una memoria rota, siendo ya poco más que un cuerpo sin alma. Es una película de terror. Y tú no cesas de preguntarte por la gente que lo ha amado. ¿Dónde estaban? El true love, el de los hijos, el de los amigos. ¿Es que nadie se interesaría por él en esos días? Dos semanas sin que nadie se pregunte por ti. Cuando lo has tenido todo. ¡Qué desolación! No lo puedes concebir.

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El martes la novela desaparece de tu horizonte inmediato. Terminas la introducción de un monográfico sobre arte y literatura al que te comprometiste hace algún tiempo. Es lo único que has conseguido hacer, porque tu propia contribución a ese número —un artículo sobre arte, crisis y precariedad en la literatura española— la has tenido que abandonar. Es la tercera vez que renuncias a ese mismo texto, que no has sabido sacar adelante. Para eso habrías necesitado un tiempo que no tienes ahora. Y, sobre todo, unas ganas y una disposición que tampoco están. Así que te dices no a ti mismo, y haces la introducción para los demás.

Envías la introducción y te acercas en coche a la casa de Joaquín, el director de El dolor de los demás, con quien llevas un tiempo escribiendo el guion. Habéis trabajado por Zoom, pero hoy comenzáis a hacerlo en el estudio. Es una experiencia nueva para ti. La adaptación, pero sobre todo la escritura a cuatro manos. Y estás disfrutando ambas cosas. Un descubrimiento, el mundo del guion. Pero sobre todo ese trabajo a dos, como tantas veces has visto en las películas. La habitación llena de pósits pegados en las paredes y ventanas. Los dos, de pie, moviéndolos, discutiendo, inventando subtramas, haciendo crecer los personajes… incluso imaginando la música de algunas escenas. Hoy Joaquín te describe cómo ha imaginado la secuencia final, con la música de fondo. Al terminar, te abrazas a él llorando de emoción. Ya la ves clara en tu cabeza, aunque la película todavía no exista.

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Esta semana también comienzan las clases de “Organización de exposiciones”, la asignatura que impartes en el Máster de Patrimonio. Así que todas las tardes las tendrás ocupadas. Al menos, se te hace llevadero. Y parece que conectas con los estudiantes, que tendrán que preparar una exposición como práctica de la asignatura.

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Te enteras por las redes de que hoy hace cinco años de la pandemia. Artículos conmemorativos y especiales informativos en todas las cadenas. Sin embargo, no te detienes un segundo a leer nada. Ni siquiera lo piensas demasiado, como si no quisieras recordarlo. Pero es curioso. Tu cuerpo sí ha querido hacerlo. Amanece con un malestar y dolor de garganta que te lleva al de aquellos días —fuiste uno de los primeros en pillar el virus en Murcia—. También el cielo gris y la lluvia constante te conduce a aquel tiempo. Y aun así, tú insistes en no mirar hacia atrás. Este párrafo es lo único que escribes ahora para recordar. Al fin y al cabo, el mundo no ha cambiado tanto. Ha incorporado la pandemia a su camino inexorable, como incorpora las guerras, las hambrunas, las catástrofes… Sigue adelante. A pesar de todo. Pero cada vez con más lastre.

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Terminas de leer Oposición, la última novela de Sara Mesa, una autora que te interesa especialmente. Lo esperabas desde hacía tiempo, entre otras cosas porque tu novela también trata la cuestión de la burocracia —en tu caso, la universitaria— y querías ver cómo lo había hecho Sara. Aunque no crees que sea su mejor libro —sobre todo por la voz de la primera persona, que no te acaba de convencer—, va creciendo conforme avanza y sobre todo te conquista al final, cuando el personaje se vuelve más complejo. Ahí reconoces la potencia de la autora. Es lo que más te gusta de la literatura de Sara Mesa, sus personajes llenos de aristas oscuras. Esos sujetos incómodos y, sin embargo, tremendamente humanos.

Por la noche, ves Marco. La actuación de Eduard Fernández es de diez. Entiendes el Goya al mejor actor. La película es correcta nada más, sin alardes. Pero es que la historia de Marco es brutal por sí misma. Hay historias que ganan a cualquier ficción.

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Pasas el fin de semana encerrado preparando la presentación para la oposición a cátedra que tienes el próximo viernes. Creías que lo llevabas todo bastante adelantado, pero en cuanto mides el tiempo de tu intervención te das cuenta de que sobran casi cuarenta y cinco minutos. Tienes solo una hora para la defensa del currículum y la propuesta de un proyecto investigador. Así que durante estos días intentas ir reduciendo y dejándolo en lo esencial. También el Power Point, que tratas de hacerlo vistoso, pero no demasiado recargado. Pásate a algo más moderno como Canva, te dicen. ¿Algo más moderno? Si empezaste tus clases poniendo diapositivas en un proyector.

Por la noche, veis Anora. Parecen dos películas en una. Como si el humor y el drama no acabaran de cuadrar del todo. Te entretiene. Pero no te parece nada del otro jueves. No entiendes, ni de lejos, el Oscar.

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Visitas a la Julia, que te ha llamado diciendo que hace tiempo que no vas a verla. Ahora ha vuelto a ser un personaje de tu historia. Está también en el guion. El proceso de escritura te recuerda algo al de la novela. Sobre todo la idea de convertir la vida en representación. También han vuelto las pesadillas. Se lo dices a Joaquín, que a tus noches han regresado tu amigo y su hermana. Y él te comenta que, si no puedes, él mismo puede seguir con el guion. Le contestas que no se preocupe. Si han vuelto, es que estás de nuevo dentro de la historia. Lo extraño era no haberlas tenido antes.

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Lunes de consejo de departamento en la universidad. Aunque llevas unos días sin escribir una línea de la novela, la reunión te sirve como documentación. Tomas nota de todo. El tono de las intervenciones, la violencia velada del lenguaje, las miradas de rencor… Te vas cargado de material y te cuesta no sentarte a escribir esa misma noche.

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El miércoles es San José y tienes el tiempo perfecto para terminar de perfilar la intervención de la cátedra. Además, Raquel va al cementerio y te quedas solo en casa. Pero cuando te despiertas, en lugar de abrir el archivo “Defensa cátedra” abres “UNDV”, el documento de la novela. Hay algo que te perturba. Y es que es la primera vez que, a estas alturas de la escritura, todavía no tienes un mapa preciso de cómo seguir. Intuyes lo que sucederá al final y has imaginado también alguna situación por la que la protagonista tiene que pasar, pero hay todavía demasiados huecos en el camino. O mejor dicho: no hay camino. Y cuando llegues al final de esta parte en la que estás no tienes la menor idea de cómo continuar. Eso te angustia. Y aunque sabes que el camino se allana a medida que espuma la escritura, no puedes evitar mirar de reojo y ver que allí, en la distancia, hay un corte. Por eso hoy, incluso antes de llegar a ese espacio vacío, tratas de imaginar posibles puentes. A eso dedicas el día. Y al final de la tarde, uno consigue formarse. No sabes lo sólido que será, pero al menos ya comienza a estar ahí. Y el solo hecho de imaginarlo te sirve para emprender de nuevo el camino.

Al final del día, caes también en que hoy es el día del padre. Hace ya más de veinte años que el tuyo no está. Tampoco tu madre. La semana pasada ni siquiera recordaste el día de su muerte. Esas fechas marcadas nunca se te olvidaban: el día de su muerte, el día del padre, el día de la madre. Las fechas del vacío, que ahora se confunden con el resto de los días.

Precisamente esta semana has leído Lo que permanece, la elegante y bellísima novela de duelo de Margarita Leoz. Allí habla de la muerte de su padre, y también reflexiona sobre esa sensación de marcar todos los días. Y de cómo, con el tiempo, esos días se mezclan con los demás. Y la pena se convierte en una sonrisa, en un recuerdo que ya no duele ni punza el alma. Porque la vida continúa:

“Hay un cordón que nos une a mi padre y a mí. Pero si lo nombro mis ojos ya no se humedecen, y pienso: “Esto es la vida, es lo que permanece, esto es cómo los cuerpos se habitúan al dolor, viven con él, se acostumbran a él, muchos días después de que el otro cuerpo se haya extinguido”.”

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El jueves, inauguración con los estudiantes de la exposición en el Cuartel de Artillería. Quisieras quedarte hasta tarde, pero mañana es el día. En un momento, Isabel te dice: “Lo suyo sería llegar mañana de empalme a la oposición”. Sería una buena anécdota para el diario. También para contarla. “El día de su cátedra, este pavo llegó sin dormir y con la corbata en la cabeza”. Te quedas un rato mirándola. Acaricias la propuesta. Tendría fuerza literaria. Afortunadamente, hoy no pasa del chiste.

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Desde temprano, el viernes estás pletórico. Tienes ganas de quitarte el trámite de encima. Pero también de compartir con los demás lo que has hecho en estos años. Secretamente, aunque lo no dices, estás orgulloso del camino y el trabajo. Por mucho que te complazca más tu “carrera literaria” —y haya quien te conozca más por eso que por otra cosa—, no has descuidado del todo la trayectoria académica. Al fin y al cabo, es lo que te da de comer. La literatura, como has dicho en más de una ocasión, te da de beber —que no es poco, la verdad—.

El acto es emocionante. Se te humedecen un poco los ojos cuando agradeces, sobre todo a Raquel. Y también cuando te acuerdas de ciertas personas que te han acompañado y ya no están. Después, celebráis. Coméis y bebéis. Primero con la comisión, luego con amigos. Y la noche se alarga. Llegas a casa ebrio, pero con la sonrisa en la boca.

*

Al día siguiente, todavía con resaca, te acercas al tardeo que organizan tus amigos en Luminata. Pasas casi toda la tarde pegado a Mar, a quien hace tiempo que no veías. También el pasado regresa. Las conversaciones, la memoria. Verla a ella también te lleva a tu novela y, ahora, a la película. Eres tú, pero a la vez eres también un personaje literario. Ficción y realidad, entrelazadas. Estás cansado y el cuerpo apenas te obedece, pero tú quieres estar ahí. Toda la noche. La tormenta de arena es hoy tu banda sonora.

*

El domingo, para terminar la ronda de celebraciones, fiesta de jubilación de tu cuñada. Te reúnes con tus hermanos y la familia. La cabeza apenas te funciona. Pero te emociona el reencuentro. Todo tiene la estructura de la ficción. La culminación de una carrera, la conclusión de una historia, el sentido del pasado. Y también Lo que permanece, como titula Margarita Leoz. Aunque esa permanencia sea apenas una imagen flotante.

Eso es lo que ocurre de nuevo cuando, por la tarde, tratando de encontrar localizaciones para la película en Google Earth, navegas por los carriles de la huerta. Por curiosidad, buscas allí la que fue tu casa, que vendiste a tu sobrino para que construyera la suya. Todavía tienes clavadas en la retina las imágenes del derribo. Haces zoom poco a poco para ver cómo está ahora, y, como si fuera un fallo del sistema, descubres que en la imagen de Google Earth —a diferencia de la que antes habías visto en Google Maps— la casa del pasado sigue en pie. Apenas son píxeles y polígonos, pero ves de nuevo tu casa. El patio, las palmeras, el techo de tu habitación. Te da un vuelco el corazón. Y no puedes evitar hacer una captura de pantalla y quedarte allí un rato mirando. Imaginas que en algún momento esa imagen se borrará para siempre, cuando Google renueve sus fotos del globo. Pero mientras tanto, tu casa sigue allí. Es lo que permanece. En ese tiempo suspendido que no es un aquí, ni un ayer, ni un para siempre. Tu casa, donde todo aquel pasado sucedió, donde fuiste feliz y también lo contrario. Un fantasma pixelado que desata el llanto y despierta la memoria.

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