Matías Tarnopolsky: un argentino ante el desafío de presidir y dirigir la Orquesta Filarmónica de Nueva York
“Estar en una sala de conciertos es un acto profundamente democrático”, dice desde su nuevo cargo
Hay posiciones en el mundo de la música que no admiten más que figuras consagradas. No solo por el ejercicio excelso que demanda el rol en sí mismo sino también por el peso que supone continuar una historia extraordinaria. Tal es el caso de la Filarmónica de Nueva York (NYPO), una de las direcciones más codiciadas de la escena clásica, un organismo en cuyo podio han dejado sus huellas desde Arturo Toscanini hasta Pierre Boulez, Kurt Masur, Zubin Mehta, Lorin Maazel y sobre todo Leonard Bernstein, director artístico de la célebre orquesta durante casi medio siglo. Hoy, ese podio de prestigio y tradición lo ocupa Gustavo Dudamel, el talentoso director venezolano que llegó a Nueva York de la mano del nuevo presidente de la institución, el argentino Matías Tarnopolsky.
Matías nació en Buenos Aires y creció en Londres, en el seno de una familia de intelectuales judíos que emigraron del país por motivos profesionales a comienzos de la década del 70 y convirtieron su hogar inglés en una suerte de “rincón porteño en la ciudad de Londres”.
Afecto a la música desde una edad temprana, se formó primero al piano con su madre —la destacada pianista Alma Petchersky—, continuó con el clarinete y, al final de un intenso recorrido por variadas formas de la práctica musical en coros, ensambles de cámara y orquestas juveniles, se graduó en el King’s College en la capital británica.
Actualmente, y luego de haberse desempeñado con éxito como director ejecutivo de la Orquesta de Filadelfia y otros altos cargos artísticos en las Sinfónicas de Chicago y la BBC, accedió como presidente y CEO a una de las posiciones más codiciadas del medio clásico: desde enero 2025, Matías Tarnopolsky ostenta el cargo director general y ejecutivo de la Orquesta Filarmónica de Nueva York.
“Matías es una figura singular entre los líderes orquestales —manifestaron las autoridades de la NYPO al momento de su nombramiento— porque a lo largo de toda una vida dedicada apasionadamente a nuestra forma de arte, ha forjado colaboraciones impactantes con músicos y directores artísticos. Es una fuerza impulsora de la innovación que ha creado nuevas formas de conectar con la comunidad aprovechando las tecnologías emergentes”.
Desde la Gran Manzana, Matías Tarnopolsky dialogó con LA NACION. Habló de la prestigiosa organización neoyorkina y las particularidades de su sistema privado, los proyectos y el estilo de liderazgo que lo han distinguido, destacó con especial emoción y gratitud el vínculo con Daniel Barenboim, gran mentor en su trayectoria, se refirió a su infancia en Londres y a un tiempo difícil signado por la Guerra de Malvinas.
Filantropía e innovación
—¿Qué implica ser el presidente y CEO de una institución cultural de esta envergadura?
—La figura del CEO es un título muy habitual en los Estados Unidos para este tipo de posiciones. En términos de trabajo implica ser el jefe de la organización. Y en una gran orquesta como la Filarmónica de Nueva York, con un legado de casi 200 años, que es además una referencia cultural importantísima no solo a nivel ciudad y país, sino también a nivel global, este puesto es un honor muy grande.
—A diferencia de la Argentina, donde la cultura generalmente es de gestión pública, en los Estados Unidos prevale la administración privada. ¿A qué obedece esa mentalidad?
—A un profundo espíritu filantrópico. La propia gente de la comunidad fue la que en 1842 fundó esta orquesta, contrató a los músicos y empezó una historia que continúa hasta nuestros días, siempre bajo el principio de la creación de un bien público en la forma de lo que aquí llamamos non-profit (sin fines de lucro), y nuestro bien público es la cultura de la NYPO. Desde antes del Renacimiento, la mayor parte del arte ha necesitado subvención, pública o privada. En el pasado todo dependía de una o dos familias, de los gobiernos, del Estado, etc.
—¿Cuáles son las fuentes de financiamiento de la NYPO?
—Tenemos dos principales fuentes de recursos: por un lado, la venta de entradas y, por el otro, las donaciones de individuos, fundaciones, empresas, sponsors o fondos del Estado. Todo eso es lo que en principio constituye la base organizativa de nuestra empresa. Nuestra meta, el “producto”, si lo traducimos al lenguaje empresarial, son los conciertos de la orquesta en Nueva York y en el mundo, los proyectos educativos y nuestro impacto en la comunidad. La prioridad es la creación de esos conciertos. A diferencia de cómo están organizadas las instituciones culturales en Europa, nosotros prácticamente no recibimos fondos públicos y la mayor parte de nuestros ingresos provienen de las mencionadas fuentes privadas. Son dos modelos muy diferentes.
—Comparativamente, ¿qué ventajas y desventajas señalarías en el modelo público?
—Cuando las organizaciones reciben dinero del Estado, se les está brindando una estabilidad que traduce el apoyo moral que la sociedad le brinda a esa institución y a lo que representa, es un apoyo que refleja que esa comunidad considera el arte y la cultura bienes fundamentales. Por otra parte, cuando el dinero es público, la institución suele estar sujeta a los vientos políticos y, consecuentemente, a correr el riesgo de perder un factor esencial en la creación como es la tan preciada independencia artística.
—¿Cómo logran la regularidad de los ingresos que permiten sostener la estabilidad? ¿Hay oscilaciones que impliquen incumplimientos en la programación o riesgo laboral para los músicos?
—La organización ha sido estable durante muchos años y lo que nosotros buscamos son justamente donaciones que adquieran un compromiso de continuidad en el tiempo. De nuestra parte nos preocupamos por ofrecer un programa inventivo que inspire a los donantes a ser parte de nuestra comunidad, del éxito y los grandes proyectos de la Filarmónica de Nueva York. Para nosotros la cuestión de las donaciones es poder articular una visión que atraiga a la gente, que la invite a aportar sus recursos, a participar de la historia fabulosa de esta orquesta. Y eso es algo habitual en los Estados Unidos: poner énfasis en el mundo filantrópico.
—Visto ahora desde adentro hacia afuera, ¿cómo resulta para los músicos?
—Entrar a la NYPO es el punto más alto en la carrera de un músico, es una posición consagratoria ya que resulta muy difícil ingresar, ganar la audición y luego lograr la permanencia en el puesto. Cuando entran tienen un período de prueba hasta que consiguen el cargo permanente por el cual muchos se quedan toda su carrera con nosotros, con la protección y seguridad de su trabajo.
—¿Cuáles son los ejes de la planificación y diseño de la temporada en pos de conseguir la atención de los sponsors en una ciudad donde la oferta cultural es tan vasta?
—Esa es la parte más interesante e inspiradora de trabajar con grandes músicos y con un director musical extraordinario: la de crear programas y conciertos que no solamente sirvan para atraer y entusiasmar al público, vender entradas y promover donaciones, sino también para dejar conmovido a quien venga a escucharnos. Esto es lo que hace tan maravilloso mi trabajo. Poder sentarme con mi equipo, con los músicos y nuestro director a inventar proyectos apasionantes, de gran interés, inventiva y creatividad, con temas originales y colaboradores de otros ámbitos, incluso de afuera de la música clásica. Crear un universo único para cada programa.
—¿Algún proyecto del estilo que se pueda citar como ejemplo?
—Con la NYPO, la 10º Sinfonía de Shostakovich, dirigida por Keri-Lynn Wilson acompañada del fantástico film animado Oh to believe in another world, creado por el artista visual sudafricano William Kentridge. Otro ejemplo: cuando trabajaba con la Sinfónica de Chicago convocamos al arquitecto Rafael Viñoly para intervenir en La Historia del Soldado, de Stravinsky, con una creación escénica para esa obra narrativa tan intensa y con tantos elementos teatrales. Y, finalmente, mi último trabajo con la Orquesta de Filadelfia, en colaboración con el gran artista digital turco Refik Anadol, que hizo una interpretación de arte visual con IA para la Misa Solemnis, de Beethoven, logrando unos efectos impactantes. Son tres ejemplos: un artista visual, un arquitecto y un artista digital colaborando con los músicos para concebir algo diferente. Porque para nuestra filosofía de programación, el tema de las colaboraciones es esencial. Es la idea de crear algo nuevo, mucho más que la simple suma de las partes que hacen a un concierto.
—Si bien Gustavo Dudamel comenzará su programación en 2026, ya ha dirigido conciertos como director designado. ¿Cómo ha transcurrido el encuentro entre ustedes y el público en este período de pretemporada?
—Tuvimos una semana muy exitosa, realmente transformadora, donde hicimos anuncios, presentamos la temporada y, entre las muchas ideas que conversamos, está el proyecto de una gira por Sudamérica. Fue el primer momento público que compartimos con él aquí en Nueva York, de modo que fue importante para ambos presentarnos juntos y recibir tanto apoyo y entusiasmo. Hacía casi un año que él no dirigía la NYPO y realmente cambió el sonido de la orquesta. Los conciertos que hicimos en estos días tuvieron un éxito increíble. Fue conmovedor ver la respuesta del público y de los músicos cuando Gustavo subió al escenario: una ovación de bienvenida.
—¿En qué aspectos se concentró para cambiar el sonido tan rápidamente?
—Yo diría que marcó las distancias. De repente no era un sonido compacto y homogéneo, sino un espacio sonoro con planos y dimensiones nuevas, con perspectivas entre adelante y atrás, con conexiones e interacciones intensas entre los propios músicos. La orquesta creció. Surgieron colores, matices, planos y profundidades que enriquecieron el sonido. Es como la diferencia entre contemplar el cuadro de un paisaje o estar adentro de ese paisaje. Ese es el misterio, la magia que entra en juego cuando al frente de una gran orquesta hay un director musical de su envergadura. Esa chispa, esa electricidad se transmite al público inmediatamente. Se respira en la sala.
—¿La idea de una gira por Sudamérica incluye la Argentina?
—Tuvimos muchísimas conversaciones sobre el futuro y entre nuestros planes está la idea de hacer giras internacionales, pero será dentro de unos años. Gustavo comienza a actuar en septiembre de 2025, pero recién en 2026 asume como director titular de la Filarmónica de Nueva York.
—¿Cuál es la visión artística y la impronta que le darán a la orquesta y la institución en general?
—Entre los elementos que definen esa visión está siempre la innovación, el aporte de algo novedoso y sorprendente en los programas. Por ejemplo, empezamos con el estreno de una obra de Leilehua Lanzilotti [NdeR.: compositora hawaiana de música clásica]. Una obra nueva junto a dos pilares del siglo XX: el Concierto Nº 3 de Béla Bartók, con Yunchan Lim al piano, y la Sinfonía Nº 2 de Charles Ives, monumento de la música americana del medio siglo. El siguiente concierto incluye la 1º Sinfonía de John Corigliano, compositor neoyorkino de 87 años que está aquí en la ciudad, junto a la Quinta de Beethoven. Es la idea de combinar lo familiar con lo novedoso siempre como rasgo de la programación, porque Gustavo es un director que piensa en la música sin categorías, sin fronteras, que busca darle su identidad al programa con aquello que al público lo pueda sorprender, trabajar con artistas contemporáneos, traer colaboraciones por afuera de la música, incluir géneros diferentes. Ese es el elemento distintivo que se le aportará a Nueva York. Y otra perspectiva que sumará, por supuesto, es su carrera verdaderamente internacional. Él viaja por el mundo entero y dirige grandes orquestas en otras importantes sedes musicales. Y aunque lo más importante obviamente es el tiempo sobre el escenario, aun cuando no está en Nueva York se mantiene en permanente contacto respecto de la administración de la orquesta.
—Hay organismos, como la Filarmónica de Berlín, con sistemas muy democráticos para la selección de su director, donde los criterios, los mecanismos e incluso los candidatos, se exponen públicamente. ¿Cómo se desarrolla ese proceso en la NYPO?
—Tratándose de una orquesta tan visible y pública como es la Filarmónica de Nueva York, aquí el proceso es necesariamente confidencial. La selección final es una colaboración entre el board y por supuesto los músicos. NYPO es una orquesta impresionante, de manera que la opinión de ellos es fundamental. A Gustavo Dudamel lo traje yo por primera vez en 2007. Fui a verlo a Caracas y lo invité a dirigir en Nueva York. Su gran conexión con esta orquesta data desde entonces.
El éxito en números
Fundada en 1842, la Orquesta Filarmónica de Nueva York es una de las primeras de los Estados Unidos y una de las más antiguas del mundo. Está integrada por un orgánico de 97 músicos, se ha presentado en 436 ciudades de 63 países de los cinco continentes y registra más de 2000 grabaciones en su haber desde 1917.
Tiene su sede en el David Geffen Hall, un auditorio recientemente renovado con capacidad para 2200 personas en el Lincoln Center, famoso complejo neoyorquino para las artes performáticas. Entre los números en los que se traduce su actividad, cuenta con más de una docena de conciertos al año en giras alrededor del mundo, más de 100 streamings y transmisiones por pantalla gigante en vivo, gratuitas y abiertas al público en el hall del teatro.
La NYPO realiza una importante contribución a la nueva música con 19 estrenos anuales, seis de ellos en calidad de estrenos mundiales, y una encomiable tarea de formación a través de un programa educativo que involucra a más de una decena de miles de alumnos de colegios mayoritariamente públicos, además de conciertos para jóvenes con sus tradicionales Young People’s concerts, una serie creada hace más de un siglo, ampliamente popularizada gracias al carisma de Leonard Bernstein, director de la NYPO durante casi cinco décadas, que la difundió por televisión a niveles masivos.
Por último, las cifras que mejor cristalizan el éxito y actualidad de la institución: 170 conciertos por temporada con una afluencia de público promedio por venta de tickets del 87% de ocupación y una recaudación anual registrada en la presente temporada de 25,5 millones de dólares por boletería.
Rincón argentino en Londres
—¿Cómo ha sido tu trayectoria hasta la conducción de organismos musicales del más alto nivel mundial?
—Nací en Buenos Aires y en 1972 (cuando tenía 2 años) nos mudamos al Reino Unido por el proyecto de mis padres, ambos argentinos, de continuar sus estudios en Inglaterra. Mi padre, psiquiatra-psicoanalista y mi madre, una pianista importante con destacadas grabaciones. Me formé completamente en inglés, pero en el seno de una familia argentina, una casa porteña.
—¿En qué reconoces la identidad argentina?
—En el idioma, porque en casa se habla en castellano con acento argentino. Nuestro hogar era como un rincón de Buenos Aires en Londres. Crecí en un ambiente de intelectuales, en una casa llena de música y gente de la cultura. ¡Eso trajeron consigo mis padres desde la Argentina!, y eso es lo que mantuvieron y me dieron a mí: la pertenencia a una comunidad del arte y la cultura, los amigos y las visitas que venían del extranjero, de Sudamérica, España, Israel y por supuesto de la Argentina. Pocos años después de la partida de ellos en el 72, cuando vino esa época tremenda de los años 70, muchos de sus amigos debieron huir del país. Son historias conocidas y dolorosas.
—Atravesaste entonces la Guerra de Malvinas yendo a la escuela en la capital inglesa. ¿Cómo viviste esa experiencia?
—Fue un momento muy difícil. Porque a la locura de crear una guerra contra Inglaterra sin ninguna base lógica, se sumó una etapa de frenético patrioterismo inglés. Todo eso coincidió y para mí, que era un chico de 12 años, completamente argentino, pero a esa altura también asimilado inglés, fue tremendo. Lo sufrí cuando empezó a surgir un sentimiento antiargentino muy fuerte en los diarios ingleses. Para nosotros como familia, que llevábamos más de una década viviendo en Londres, fue complicado. Pero a la vez fue conmovedor por dos motivos: por el increíble apoyo que recibieron mis padres de sus amigos y colegas ingleses que hasta les ofrecían ayuda económica, y por la cercanía profunda que se daba en la comunidad argentina en Inglaterra. En la escuela los profesores estaban realmente preocupados por mí y por mi familia. Yo era muy chico, pero aun así me daba cuenta de que era una cosa de locos, que era algo que no tenía sentido. Fue una guerra estúpida e innecesaria que causó sufrimiento y pérdida de vidas. Atravesar eso desde la perspectiva del niño que yo era en ese entonces fue algo importante.
—¿Nunca pensaron en volver a instalarse en el país?
—No sé si cuando mis padres se fueron en el 72 estaban decididos a no volver. Lo que fue seguro es que a partir del 76 la Argentina se hizo inviable para ellos porque tal vez hubieran tenido que escaparse, no tanto por una cuestión ideológica, sino de seguridad.
—Volvamos a tu carrera y a la formación por la cual has accedido a la dirección de tres orquestas de primerísimo nivel (Chicago, Filadelfia y ahora Nueva York).
—Como te decía, en casa siempre había música. Siendo hijo de una pianista, tomaba clases de piano con mi madre. Después empecé a estudiar el clarinete, un instrumento que me apasionaba, y lo continué profesionalmente por muchos años. Tomaba clases, tocaba en grupos de cámara, cantaba en coros, hacía música en la escuela y en las orquestas juveniles los fines de semana. Todo eso ha sido mi formación. Y lo más importante: la vida en Londres que significaba ir a los conciertos, al ballet y al teatro permanentemente. Mis padres me llevaron desde muy chico a cuanta actividad hubiera en la ciudad. Iba a todos los conciertos de los BBC Proms, el famoso festival de verano. A los 16 años, recuerdo que estaba envuelto en la música de uno de esos conciertos y allí decidí: yo quiero esto que estoy sintiendo ahora para toda mi vida. Quiero compartir esta sensación. Esa emoción es la que me motivó, la que me permitió reconocer lo que la música representaba en mi vida. Y es la misma emoción que me sigue motivando al día de hoy, la alegría, el placer y el privilegio de que esta profesión sea la ocupación diaria de mi vida.
La música propiamente dicha
—A la vocación y la práctica que te dio el estudio de un instrumento, ¿le sumaste una formación de tipo administrativo? ¿Dirías que es un conocimiento imprescindible para el cargo que desempeñás?
—Yo a la universidad fui a estudiar música. No administración ni business. Y no podría hacer lo que hago si no hubiera estudiado un instrumento a un nivel muy alto, si no hubiera asistido a conciertos desde muy chico, casi obsesivamente, si no me hubiera educado formalmente en la música clásica. Porque mis decisiones parten siempre de la música propiamente dicha, de la práctica musical concreta. No de lo teórico, sino de lo real. Y todo lo que hago tiene fundamento en eso. Luego está lo que aprendí trabajando en las grandes instituciones con grandes músicos, el tiempo que pasé con personalidades que han sido mentores para mí y por los que siento una gratitud enorme. Ese es otro gran privilegio que me brinda esta profesión.
—¿A quién podrías nombrar como mentor entre esos grandes músicos?
—A Daniel Barenboim, con quien trabajé muchos años en Chicago. De él aprendí el enfoque en las prioridades musicales, la necesidad y la obligación de darle sentido a las cosas, honrar al compositor y darle lo mejor al público que viene a nuestros conciertos.
—Uno de los grandes genios de nuestro tiempo, una figura insustituible cuya ausencia de los escenarios ha dejado un vacío importante…
—Siento por Barenboim un aprecio, un cariño y un agradecimiento muy profundo. No tenerlo en el escenario tocando el piano y dirigiendo sus conciertos es una pérdida inmensa no solo para la música, sino también para el ambiente de la cultura y el mundo. Porque Barenboim es mucho más que el músico genial. Es uno de los grandes maestros y hasta diría uno de los filósofos del arte y la cultura actual. Sus conciertos han quedado grabados en mi memoria entre los más grandes momentos musicales: con la Orquesta del Diván (West-Eastern Divan Orchestra), por ejemplo, desde cuyo inicio estuve muy involucrado. Esto no es algo sobre lo que suelo hablar públicamente, pero trabajar con él ha sido algo de lo más importante de mi vida.
—En uno de sus mensajes recientes, Barenboim se refirió al Diván como “su responsabilidad más grande”, su legado de paz, su mensaje para un mundo en guerra
—Recuerdo los primeros años del Diván, cuando proyectaba traerlos por primera vez a los Estados Unidos allá por julio-agosto de 2001. ¡El mes es muy importante! Tener allí reunidos a músicos de Israel y de los países árabes ¡judíos, árabes y cristianos, todos de países oficialmente en guerra, sentados uno al lado del otro haciendo música juntos! El Diván demuestra que la armonía, no solo la musical, es posible. Porque si aquellos jóvenes de entonces pudieron compartir un atril con la misma intención y el mismo afecto hacia la música, quiere decir que la armonía es posible y lo que Barenboim hizo con ellos es un verdadero ejemplo para el mundo.
—¿Qué representa la música hoy en el convulsionado escenario mundial?
—La música expresa aquello que las palabras no alcanzan a decir. Es una parte importante de la vida. Representa un derecho humano reconocido como tal en el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “disfrutar de las artes, participar de la vida cultural de la comunidad”. Participar de la música en todas sus formas, aunque sea como público, porque el solo hecho de estar en una sala de conciertos es un acto profundamente democrático frente al cual somos todos iguales. De modo que es algo que debemos cuidar como sociedad ahora más que nunca. Proteger la libertad y la independencia de las instituciones artísticas, porque la música refleja algo que es esencial al hombre, una de las fuerzas más profundas y fundamentales que une a los seres humanos.