Los jazmines de Sevilla
Cierto día, cercana la navidad de 1995, me encontré con el escritor y periodista Antonio Burgos en el restaurante Lucio de Madrid. No nos conocíamos en persona, así que nos saludamos con mucho afecto, y al detenerme frente a él estreché la mano que me ofrecía y le dije: «Envidio tus Habaneras de Sevilla... La entrada Los jazmines de Sevilla aparece primero en Zenda.

Cierto día, cercana la navidad de 1995, me encontré con el escritor y periodista Antonio Burgos en el restaurante Lucio de Madrid. No nos conocíamos en persona, así que nos saludamos con mucho afecto, y al detenerme frente a él estreché la mano que me ofrecía y le dije: «Envidio tus Habaneras de Sevilla. Cambiaría mi última novela por haber escrito la letra de esa canción». A Antonio le hizo gracia y comentó aquello por ahí, en varias ocasiones. Y cada vez que me preguntaban si era cierto o no, yo respondía que sí lo era. Que su canción valía más que mi novela, pues ojalá hubiera sido capaz de contar lo que él contaba en tan breves líneas, con aquella música y la voz de Carlos Cano, pero con sus palabras. Y lo sigo diciendo.
Y en eso anduve día tras día, viaje tras viaje, para encontrarme con los personajes de ficción que tomaban forma en mi cabeza, o que más bien se introducían en ella desde la realidad, en carne y hueso, al toparme con ellos en bares elegantes y tabernas de toda la vida: Peregil, Octavio Machuca y Pencho Gavira, pero también don Ibrahim el cubano, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales no eran inventados; a todos los conocí allí. Y en eso estaba, como digo, paseando y descubriendo esa ciudad fascinante y la curiosa fauna que la habita, cuando una noche, ya casi de madrugada en un bar llamado Abades, alguien me hizo descubrir la canción que Carlos Cano cantaba con letra de Antonio Burgos: Aún recuerdo el piano / de aquella niña / que había en Sevilla…
Esa canción, la historia que narraba, me envolvió como una nube de hermosa melancolía, y en ella encontré al fin el alma de la Sevilla que buscaba: aroma, sonido, espíritu, memoria de una ciudad antigua y bella que estaba bajo la otra, la que pateaban los turistas, y por la que hasta ese momento yo había vagado sin rumbo, confiado en mi instinto de novelista, a la caza de algo que sólo intuía pero era incapaz de ver, o adivinar.
A la mañana siguiente fui a una tienda de la calle Sierpes y compré el casette —entonces eran casettes— de Carlos Cano. Letra de Antonio de Burgos, leí. Tenía un reproductor en el hotel y escuché la canción hasta aprenderla de memoria. Y mientras escuchaba y anotaba, la Sevilla que requería mi novela se iba perfilando con nitidez, los personajes cobraban vida, y aquellos versos bellísimos y tristes marcaban, en la novela que ahora sí nacía de verdad, el compás que necesitaban las páginas. Y de ese modo, los personajes de Macarena Bruner y su antepasada Carlota adquirieron la consistencia necesaria, gracias a esa otra mujer sin nombre que tocaba el piano mientras soñaba con el regreso del amante que se había ido por el río, camino de otros mares y otras tierras.
Por eso anduve otra vez hace pocos días por Sevilla, en primavera, reconociendo la deuda que desde hace tres décadas tengo con Antonio Burgos —fallecido hace poco más de un año— y con la ciudad que él me ayudó a comprender y respetar, e incluso a disculpar que ya no sea lo que fue. A perdonarla cuando paseo buscando la Sevilla que tanto amo y que apenas encuentro, devastada por el turismo descontrolado que ahora la maltrata y destruye. Pero cuando eso ocurre, cuando el dolor por la ciudad que se desvanece me atormenta demasiado, me detengo, aspiro su aroma y vuelve a mi memoria, como un analgésico que hace sonreír con melancolía, el diálogo que mantienen dos personajes en uno de los relatos de Antonio Burgos:
—¿No hueles los jazmines?
—¿Cuáles, si no hay jazmines?
—Los que estaban aquí antiguamente.
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Publicado el 16 de abril de 2025 en XL Semanal.
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