La era del depredador: Estados Unidos contra el mundo
Europa necesita firmeza. A los matones no se les calma con comprensión, sino con convicción. Este conflicto no lo hemos iniciado nosotros, pero tampoco podemos afrontarlo con ingenuidad. Ser sensatos no significa ser débiles La administración estadounidense lo ha vuelto a hacer. En nombre de una supuesta “liberación” económica, ha roto unilateralmente las reglas del juego y ha dinamitado lo que quedaba del orden comercial multilateral. Imperfecto, sí. Necesitado de reformas, también. Pero era el único escudo que existía frente a la arbitrariedad y posibles abusos de los más grandes. Hoy, Estados Unidos ha decidido dejar de ser garante para convertirse en depredador. Ya no protege el sistema, lo devora. La nueva batería de aranceles impulsada desde Washington responde a una lógica simplista: castigar a quien más exporta al mercado estadounidense y menos importa desde allí. Un cálculo básico de suma cero que ignora la complejidad de las relaciones económicas globales. No importa si las razones son la falta de poder adquisitivo, la estructura productiva o las preferencias de los consumidores. No importa si hablamos de países en guerra o economías emergentes sin alternativas. La ecuación es fría, directa y despiadada. Viendo el anuncio del presidente de Estados Unidos, no sabía si estaba presenciando una decisión de Estado o el reparto de puntos en el Festival de Eurovisión. Pero aquí no se juegan trofeos, sino el futuro de millones de personas. En el tablero global, donde la diplomacia se teje con hilos de confianza y estabilidad, la visión de la administración de los Estados Unidos choca con los principios fundamentales del multilateralismo. Para ellos, la cooperación es sinónimo de debilidad; cualquier gesto de buena voluntad es una concesión, y toda negociación se convierte en una lucha feroz por beneficios inmediatos. Pero en un mundo interconectado, esta mentalidad no solo es obsoleta, sino peligrosa. Los más vulnerables, los más castigados Como siempre, los más vulnerables son los primeros en pagar el precio de esta estrategia agresiva. Países como Camboya, Myanmar, Madagascar o incluso Ucrania —cuya economía intenta sobrevivir en medio de una invasión— verán cerrarse mercados que son vitales para su supervivencia. Mientras tanto, irónicamente, Rusia sigue exportando a EE. UU. sin grandes trabas. El trumpismo geoeconómico no tiene lógica. Solo tiene enemigos útiles. Capítulo aparte merecemos los europeos. En la narrativa estadounidense, Europa no es aliada ni socia: es un parásito que vive a costa del esfuerzo estadounidense. La respuesta desde Washington es clara: tarifas del 20% para todos los países de la UE, sin distinción, sin matices. Aquí no hay amigos. Da igual si compartimos historia, valores o defensa. Lo único que importa es el saldo comercial. Y quien aún aplauda desde Europa las políticas estadounidenses es, hoy por hoy, un tonto útil... a Trump. El problema no es el comercio, es la desigualdad Conviene ir al fondo del asunto. Estados Unidos no ha sido engañado ni perjudicado por el comercio global. Desde 1990, su economía ha doblado su tamaño. El problema no está fuera, está dentro. El 1% más rico ha cuadruplicado su riqueza desde entonces. El 50% más pobre apenas ha ganado un 20%. La culpa no es de Camboya ni de Bruselas. El problema es la desigualdad, la desinversión social, la falta de un modelo redistributivo. Pero en vez de enfrentar esas fallas internas, se prefiere buscar culpables en el extranjero. Es más fácil culpar a otros de tus propios fantasmas. Drogas, desempleo, pobreza, fracaso escolar… todo es culpa de alguien más. ¿Y ahora qué? Primero, rechazar la trampa narrativa. Esto no es una guerra comercial global. Es una ofensiva de Estados Unidos contra el mundo. Washington representa solo el 15% de las importaciones mundiales. El otro 85% tiene margen de maniobra. Que esta escalada se convierta o no en un conflicto global dependerá de cómo respondamos el resto y en particular Europa y China. Segundo, Europa necesita firmeza. A los matones no se les calma con comprensión, sino con convicción. Este conflicto no lo hemos iniciado nosotros, pero tampoco podemos afrontarlo con ingenuidad. Ser sensatos no significa ser débiles. No puedes hacer razonar a un tigre cuando tienes la cabeza en su boca. Tercero, negociar sí, pero no a cualquier precio. Hay líneas rojas que no pueden cruzarse: los impuestos que decidimos soberanamente, la protección del medio ambiente, la integridad territorial, la igualdad. No podemos convertirnos al trumpismo ni por presión ni por oportunismo. Y cuarto, entender que esta deriva va a dañar gravemente a Estados Unidos: a sus empresas, a sus consumidores, a su prestigio internacional. Bienvenidos a la era de la desconfianza hacia EEUU. El país que una vez fue símbolo de apertura hoy se presenta como amenaza para la estabilida

Europa necesita firmeza. A los matones no se les calma con comprensión, sino con convicción. Este conflicto no lo hemos iniciado nosotros, pero tampoco podemos afrontarlo con ingenuidad. Ser sensatos no significa ser débiles
La administración estadounidense lo ha vuelto a hacer. En nombre de una supuesta “liberación” económica, ha roto unilateralmente las reglas del juego y ha dinamitado lo que quedaba del orden comercial multilateral. Imperfecto, sí. Necesitado de reformas, también. Pero era el único escudo que existía frente a la arbitrariedad y posibles abusos de los más grandes. Hoy, Estados Unidos ha decidido dejar de ser garante para convertirse en depredador. Ya no protege el sistema, lo devora.
La nueva batería de aranceles impulsada desde Washington responde a una lógica simplista: castigar a quien más exporta al mercado estadounidense y menos importa desde allí. Un cálculo básico de suma cero que ignora la complejidad de las relaciones económicas globales. No importa si las razones son la falta de poder adquisitivo, la estructura productiva o las preferencias de los consumidores. No importa si hablamos de países en guerra o economías emergentes sin alternativas. La ecuación es fría, directa y despiadada.
Viendo el anuncio del presidente de Estados Unidos, no sabía si estaba presenciando una decisión de Estado o el reparto de puntos en el Festival de Eurovisión. Pero aquí no se juegan trofeos, sino el futuro de millones de personas.
En el tablero global, donde la diplomacia se teje con hilos de confianza y estabilidad, la visión de la administración de los Estados Unidos choca con los principios fundamentales del multilateralismo. Para ellos, la cooperación es sinónimo de debilidad; cualquier gesto de buena voluntad es una concesión, y toda negociación se convierte en una lucha feroz por beneficios inmediatos. Pero en un mundo interconectado, esta mentalidad no solo es obsoleta, sino peligrosa.
Los más vulnerables, los más castigados
Como siempre, los más vulnerables son los primeros en pagar el precio de esta estrategia agresiva. Países como Camboya, Myanmar, Madagascar o incluso Ucrania —cuya economía intenta sobrevivir en medio de una invasión— verán cerrarse mercados que son vitales para su supervivencia. Mientras tanto, irónicamente, Rusia sigue exportando a EE. UU. sin grandes trabas. El trumpismo geoeconómico no tiene lógica. Solo tiene enemigos útiles.
Capítulo aparte merecemos los europeos. En la narrativa estadounidense, Europa no es aliada ni socia: es un parásito que vive a costa del esfuerzo estadounidense. La respuesta desde Washington es clara: tarifas del 20% para todos los países de la UE, sin distinción, sin matices. Aquí no hay amigos. Da igual si compartimos historia, valores o defensa. Lo único que importa es el saldo comercial. Y quien aún aplauda desde Europa las políticas estadounidenses es, hoy por hoy, un tonto útil... a Trump.
El problema no es el comercio, es la desigualdad
Conviene ir al fondo del asunto. Estados Unidos no ha sido engañado ni perjudicado por el comercio global. Desde 1990, su economía ha doblado su tamaño. El problema no está fuera, está dentro. El 1% más rico ha cuadruplicado su riqueza desde entonces. El 50% más pobre apenas ha ganado un 20%. La culpa no es de Camboya ni de Bruselas. El problema es la desigualdad, la desinversión social, la falta de un modelo redistributivo. Pero en vez de enfrentar esas fallas internas, se prefiere buscar culpables en el extranjero. Es más fácil culpar a otros de tus propios fantasmas. Drogas, desempleo, pobreza, fracaso escolar… todo es culpa de alguien más.
¿Y ahora qué?
Primero, rechazar la trampa narrativa. Esto no es una guerra comercial global. Es una ofensiva de Estados Unidos contra el mundo. Washington representa solo el 15% de las importaciones mundiales. El otro 85% tiene margen de maniobra. Que esta escalada se convierta o no en un conflicto global dependerá de cómo respondamos el resto y en particular Europa y China.
Segundo, Europa necesita firmeza. A los matones no se les calma con comprensión, sino con convicción. Este conflicto no lo hemos iniciado nosotros, pero tampoco podemos afrontarlo con ingenuidad. Ser sensatos no significa ser débiles. No puedes hacer razonar a un tigre cuando tienes la cabeza en su boca.
Tercero, negociar sí, pero no a cualquier precio. Hay líneas rojas que no pueden cruzarse: los impuestos que decidimos soberanamente, la protección del medio ambiente, la integridad territorial, la igualdad. No podemos convertirnos al trumpismo ni por presión ni por oportunismo.
Y cuarto, entender que esta deriva va a dañar gravemente a Estados Unidos: a sus empresas, a sus consumidores, a su prestigio internacional. Bienvenidos a la era de la desconfianza hacia EEUU. El país que una vez fue símbolo de apertura hoy se presenta como amenaza para la estabilidad global.
La UE como estandarte del comercio con reglas
Los grandes negociadores no son los que hablan más alto ni los que exhiben una falsa demostración de fuerza. Son aquellos que saben identificar intereses comunes, construir puentes y liderar con inteligencia. En un contexto de creciente incertidumbre, la clave del liderazgo radica en la capacidad de escuchar, entender y actuar con una visión de futuro. Porque en diplomacia, la verdadera fortaleza no se mide en decibelios, sino en resultados duraderos.
El mundo se transforma, y con él, también debe hacerlo Europa. En tiempos de incertidumbre global, necesitamos más Europa, no menos. Más mercado único europeo para construir resiliencia interna. Más alianzas con terceros países para consolidar nuestro papel en el mundo. Más inversión en reglas de juego internacionales porque el poder sin derechos no es sostenible a largo plazo.
No podemos sucumbir al nihilismo de quienes solo entienden la política internacional como una partida de suma cero. La Unión Europea es, con todas sus imperfecciones, un orden que merece ser defendido. Y más ahora, que vemos el daño que un solo hombre puede causar a la economía mundial en un solo minuto. Porque representamos estabilidad, progreso y derechos. Y porque, si no lo hacemos, nadie más lo hará por nosotros.