Mapas

Es evidente que el tamaño no es el motivo por el que Donald Trump quiere hacerse con Groenlandia; el Ártico es la clave de la Nueva Ruta de la Seda. Lo que pasa es que la distorsión de Mercator ha terminado por condicionar incluso nuestra imaginación geopolítica Si mi amigo Daniel Ibarra dice tantas veces que la geografía es la más científica de las artes y la más artística de las ciencias es porque da la razón a Machado y porque un camino se hace al andar, al contrario de lo que nos quieren hacer creer los ingenieros. La geografía existe desde que alguien intentó explicarle a otro dónde había visto agua. Desde entonces, ha sido la base de todo: la ciencia de la guerra y del crecimiento, la de la exploración y los descubrimientos, la ciencia de la planificación y el orden; era el único algebra que existía cuando río más meandro era igual a tierra fértil. Cuando las sociedades se disgregan y las cosas empiezan a quedar lejísimos aparecen los mapas. Aquí es donde empieza el arte. Un mapa es el error más preciso que puede cometer un ser humano; son herramientas fundamentales, y sin embargo nunca son una prioridad; están adscritos a la economía del ya que vas -como Uber-. Ve y conquista esas tierras. Y ya que vas, haz un mapa. Un mapa no sirve para ir a lugares desconocidos, pero prácticamente es imposible regresar a casa sin ellos. Hasta la llegada de la fotografía aérea todo era una suposición más o menos bien representada, excepto por los siglos en los que el sistema de proyección de Mercator se convirtió en la representación hegemónica de la Tierra. Y es que existen muchísimas maneras de representar una superficie esférica en un plano rectangular, pero la de Mercator se puso muy de moda porque se estaba enfocado a facilitar la navegación: conseguía unir líneas loxodrómicas -una línea que une dos puntos cortando todos los meridianos por el mismo ángulo- en una recta, de manera que hacía muy sencillo seguir un rumbo marcado por las brújulas. El problema es que la proyección de Mercator no debería haber salido de las capitanías de los puertos o los puentes de mando de los buques, porque la manera en que representa la superficie terrestre es tan irreal como esas maquetas tan divertidas que llevan los terraplanistas a todas partes. Matemáticamente elegante, pero visualmente engañosa. Así, sin querer, terminamos creyendo que el norte está ‘arriba’ por ley divina y que el Pacífico era solo un bordillo azul al final del mapa. Hoy, cuando alguien abre Google Maps y ve esa versión inflada del planeta, está repitiendo, sin saberlo, el mismo rito de los marinos del siglo XVI: confundir el instrumento con la realidad. La navegación transatlántica siempre estuvo por encima de la justicia geográfica. Mark Monmonier hablaba de que todo mapa es una mentira útil. En Mercator, toda geometría cercana a los polos tiende a espaguetizarse, con que el norte de Canadá y de Rusia, por ejemplo, está sobredimensionado. Leía estas semanas una teoría muy divertida que explicaba parte de la obsesión de Trump por hacerse con Groenlandia: está convencido de que es tan enorme como se muestra en los mapas. La proyección de Mercator no deja de ser un instrumento colonial. Su deformación de la Tierra se ha considerado durante siglos un efecto secundario aceptado, y es lo que se enseña en los colegios como mapas del mundo.  Lo verdaderamente revelador no es que el legado de Mercator haya pervivido cinco siglos como estándar cartográfico, sino que su persistencia nos hable de nuestra incapacidad colectiva para distinguir entre conveniencias técnicas y una representación justa. Seguimos enseñando a los niños un mapa de África –cuna de la humanidad y continente de 54 países (y subiendo)–reducido al tamaño de Groenlandia, 14 veces menor. Esta distorsión es la cristalización de un orden mundial que siempre ha medido el valor de un territorio por su utilidad para la navegación y la dominación colonial. Quizás ahí resida la mayor ironía: que una proyección diseñada para facilitar el dominio colonial ahora obstaculice nuestra comprensión de las nuevas colonialidades. Mientras el cambio climático redibuja el mapa del poder mundial, nosotros seguimos prisioneros de una representación que no solo altera escalas, sino que condiciona nuestra capacidad para entender los conflictos del futuro. Los mapas ya no mienten solo sobre el tamaño de los países; ahora también nos mienten sobre dónde está realmente el poder Es evidente que el tamaño no es el motivo por el que Donald Trump quiere hacerse con Groenlandia; el Ártico es la clave de la Nueva Ruta de la Seda. Lo que pasa es que la distorsión de Mercator ha terminado por condicionar incluso nuestra imaginación geopolítica. El Ártico se derrite y con él emerge un nuevo orden geopolítico donde Rusia, China y las potencias nórdicas libran una batalla silenciosa por corredores marítimos, recursos energéticos y bases

Abr 5, 2025 - 07:21
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Es evidente que el tamaño no es el motivo por el que Donald Trump quiere hacerse con Groenlandia; el Ártico es la clave de la Nueva Ruta de la Seda. Lo que pasa es que la distorsión de Mercator ha terminado por condicionar incluso nuestra imaginación geopolítica

Si mi amigo Daniel Ibarra dice tantas veces que la geografía es la más científica de las artes y la más artística de las ciencias es porque da la razón a Machado y porque un camino se hace al andar, al contrario de lo que nos quieren hacer creer los ingenieros. La geografía existe desde que alguien intentó explicarle a otro dónde había visto agua. Desde entonces, ha sido la base de todo: la ciencia de la guerra y del crecimiento, la de la exploración y los descubrimientos, la ciencia de la planificación y el orden; era el único algebra que existía cuando río más meandro era igual a tierra fértil.

Cuando las sociedades se disgregan y las cosas empiezan a quedar lejísimos aparecen los mapas. Aquí es donde empieza el arte. Un mapa es el error más preciso que puede cometer un ser humano; son herramientas fundamentales, y sin embargo nunca son una prioridad; están adscritos a la economía del ya que vas -como Uber-. Ve y conquista esas tierras. Y ya que vas, haz un mapa. Un mapa no sirve para ir a lugares desconocidos, pero prácticamente es imposible regresar a casa sin ellos. Hasta la llegada de la fotografía aérea todo era una suposición más o menos bien representada, excepto por los siglos en los que el sistema de proyección de Mercator se convirtió en la representación hegemónica de la Tierra. Y es que existen muchísimas maneras de representar una superficie esférica en un plano rectangular, pero la de Mercator se puso muy de moda porque se estaba enfocado a facilitar la navegación: conseguía unir líneas loxodrómicas -una línea que une dos puntos cortando todos los meridianos por el mismo ángulo- en una recta, de manera que hacía muy sencillo seguir un rumbo marcado por las brújulas.

El problema es que la proyección de Mercator no debería haber salido de las capitanías de los puertos o los puentes de mando de los buques, porque la manera en que representa la superficie terrestre es tan irreal como esas maquetas tan divertidas que llevan los terraplanistas a todas partes. Matemáticamente elegante, pero visualmente engañosa. Así, sin querer, terminamos creyendo que el norte está ‘arriba’ por ley divina y que el Pacífico era solo un bordillo azul al final del mapa. Hoy, cuando alguien abre Google Maps y ve esa versión inflada del planeta, está repitiendo, sin saberlo, el mismo rito de los marinos del siglo XVI: confundir el instrumento con la realidad. La navegación transatlántica siempre estuvo por encima de la justicia geográfica.

Mark Monmonier hablaba de que todo mapa es una mentira útil. En Mercator, toda geometría cercana a los polos tiende a espaguetizarse, con que el norte de Canadá y de Rusia, por ejemplo, está sobredimensionado. Leía estas semanas una teoría muy divertida que explicaba parte de la obsesión de Trump por hacerse con Groenlandia: está convencido de que es tan enorme como se muestra en los mapas. La proyección de Mercator no deja de ser un instrumento colonial. Su deformación de la Tierra se ha considerado durante siglos un efecto secundario aceptado, y es lo que se enseña en los colegios como mapas del mundo. 

Lo verdaderamente revelador no es que el legado de Mercator haya pervivido cinco siglos como estándar cartográfico, sino que su persistencia nos hable de nuestra incapacidad colectiva para distinguir entre conveniencias técnicas y una representación justa. Seguimos enseñando a los niños un mapa de África –cuna de la humanidad y continente de 54 países (y subiendo)–reducido al tamaño de Groenlandia, 14 veces menor. Esta distorsión es la cristalización de un orden mundial que siempre ha medido el valor de un territorio por su utilidad para la navegación y la dominación colonial.

Quizás ahí resida la mayor ironía: que una proyección diseñada para facilitar el dominio colonial ahora obstaculice nuestra comprensión de las nuevas colonialidades. Mientras el cambio climático redibuja el mapa del poder mundial, nosotros seguimos prisioneros de una representación que no solo altera escalas, sino que condiciona nuestra capacidad para entender los conflictos del futuro. Los mapas ya no mienten solo sobre el tamaño de los países; ahora también nos mienten sobre dónde está realmente el poder

Es evidente que el tamaño no es el motivo por el que Donald Trump quiere hacerse con Groenlandia; el Ártico es la clave de la Nueva Ruta de la Seda. Lo que pasa es que la distorsión de Mercator ha terminado por condicionar incluso nuestra imaginación geopolítica.

El Ártico se derrite y con él emerge un nuevo orden geopolítico donde Rusia, China y las potencias nórdicas libran una batalla silenciosa por corredores marítimos, recursos energéticos y bases militares. Pero nuestros mapas siguen atrapados en la lógica del siglo XVI: siguen mostrando el Polo Norte como una frontera estática, distorsionada y periférica, cuando en realidad se ha convertido en el centro neurálgico de la geopolítica del siglo XXI. Mercator, que fue creado para dominar los mares, hoy nos impide ver con claridad la nueva guerra fría que se libra en los hielos. Urge cambiar los mapas, no las toponimias.

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