El problema de Trump es un síndrome de Tourette diplomático
Estados Unidos ha tirado por tierra ochenta años de invasiones, golpes de Estado, golpes blandos, chantajes, presiones, injerencias y chanchullos para labrar una hegemonía económica, militar y comercial que ha despiparrado en menos de un trimestre [Nota del autor: no tengo intención de ofender a nadie. Si tienes Tourette y te sientes insultado, ahora sabes lo que se siente]. Imaginad la escena: cientos de reyes, jefes de Estado, presidentes y vicepresidentes en silencio frente al féretro del Papa; dignatarios, embajadores. Ahí debe de haber hasta magos y hechiceros. Un mal gesto y el PIB de un país puede desplomarse de un día para otro. El ambiente es tenso porque cómo no iba a ser tenso un funeral donde casi nadie conoce al muerto y los asistentes se odian entre ellos. El incienso sube en espirales lentas. Alguna tos rompe el silencio y hay quien mira de reojo a sus enemigos íntimos como si rezar les doliera más que perder una guerra. Las cámaras de las principales cadenas del mundo enfocan rostros hieráticos, coronas relucientes, uniformes de gala; el protocolo es tan rígido que un bostezo mal disimulado podría costarlo todo. Comienzan a sonar notas del órgano; una voz grave, templada, anuncia en latín el inicio de la ceremonia. Los asistentes se ponen de pie con un rumor de telas, togas y trajes. Todo está a punto de desarrollarse según siglos de tradición. Todo, hasta que Donald Trump avanza hacia el atril. Nadie lo ha llamado y nadie sabe qué está haciendo, pero camina con decisión y aparta al cardenal Giovanni Battista Re, que a sus 91 años ha asumido este papel conforme a las normas del Ordo Exsequiarum Romani Pontificis, que estipulan que el decano debe oficiar la misa exequial en caso de fallecimiento del pontífice en funciones. Todo queda en shock. Hay un crujido casi imperceptible en la solemnidad del acto: un cardenal baja la vista y un embajador que finge atarse los cordones para no cruzarse con ninguna otra mirada; el rey de no sé dónde carraspea como si quisiera desaparecer. Trump abre la boca; hasta el Santo Padre está por resucitar de la vergüenza ajena. “Bueno, bueno, mucha gente, muchísima gente aquí hoy, un evento enorme, el funeral más grande, dicen que nunca se había visto algo así, nunca. Y saben, eso dice algo, dice algo sobre este Papa. No era perfecto, no era perfecto, todos lo saben. Algunos dicen que era débil, que era blando, que no era un gran negociador. Algunos dicen que fue muy querido, muy respetado... otros no tanto, la verdad. Yo no sé, I don’t know, I don’t know. Yo he tenido mis diferencias, lo digo honestamente. No todo el mundo sabe esto, pero la Iglesia, bueno, no siempre ha sido justa conmigo. No siempre. Pero no pasa nada, no pasa nada”. La cuestión es que, mientras escribo estas líneas que estás leyendo, pienso en que sí, evidentemente, es una situación hipotética e hiperbolizada de algo que no ha ocurrido; pero que si hay un momento en toda la historia de Occidente en que podría darse una barrabasada de haragán patatero como aquesta, es el momento en que vivimos. Leído el libro 'La habitación donde sucedió', de John Bolton, que actuó como tercer consejero de Seguridad Nacional durante la primera administración Trump, empieza uno a entender que no es un error de cálculo poner a un completo idiota a los mandos de la mayor economía del mundo: es exactamente lo que se buscaba. Lo que Bolton describe –y creedme, lo hace sin ninguna intención humorística– es una Casa Blanca en la que los procesos formales apenas existían, donde las estrategias se improvisaban en pasillos, cenas privadas o llamadas de madrugada, y donde el presidente confundía constantemente sus intereses personales con los del Estado. Según Bolton, Trump “(...) prefería actuar 'por instinto', desechando meses de trabajo técnico con una sola frase improvisada.” El verdadero problema que tiene Estados Unidos no es –válgame Dios– tener a un fascista de presidente. El problema es que Estados Unidos ha tirado por tierra ochenta años de invasiones, intervenciones, golpes de Estado, golpes blandos, chantajes, presiones, injerencias y chanchullos de todos los tipos, formas y colores para labrar una hegemonía económica, militar y comercial que ha despiparrado en menos de un trimestre por el capricho de un risketo con síndrome de Tourette diplomático que entre viagra y viagra se ha propuesto reventar el mundo. Tu casero se apellida Capriles y todo ha sido para nada.

Estados Unidos ha tirado por tierra ochenta años de invasiones, golpes de Estado, golpes blandos, chantajes, presiones, injerencias y chanchullos para labrar una hegemonía económica, militar y comercial que ha despiparrado en menos de un trimestre
[Nota del autor: no tengo intención de ofender a nadie. Si tienes Tourette y te sientes insultado, ahora sabes lo que se siente].
Imaginad la escena: cientos de reyes, jefes de Estado, presidentes y vicepresidentes en silencio frente al féretro del Papa; dignatarios, embajadores. Ahí debe de haber hasta magos y hechiceros. Un mal gesto y el PIB de un país puede desplomarse de un día para otro. El ambiente es tenso porque cómo no iba a ser tenso un funeral donde casi nadie conoce al muerto y los asistentes se odian entre ellos. El incienso sube en espirales lentas. Alguna tos rompe el silencio y hay quien mira de reojo a sus enemigos íntimos como si rezar les doliera más que perder una guerra. Las cámaras de las principales cadenas del mundo enfocan rostros hieráticos, coronas relucientes, uniformes de gala; el protocolo es tan rígido que un bostezo mal disimulado podría costarlo todo. Comienzan a sonar notas del órgano; una voz grave, templada, anuncia en latín el inicio de la ceremonia. Los asistentes se ponen de pie con un rumor de telas, togas y trajes. Todo está a punto de desarrollarse según siglos de tradición. Todo, hasta que Donald Trump avanza hacia el atril.
Nadie lo ha llamado y nadie sabe qué está haciendo, pero camina con decisión y aparta al cardenal Giovanni Battista Re, que a sus 91 años ha asumido este papel conforme a las normas del Ordo Exsequiarum Romani Pontificis, que estipulan que el decano debe oficiar la misa exequial en caso de fallecimiento del pontífice en funciones. Todo queda en shock. Hay un crujido casi imperceptible en la solemnidad del acto: un cardenal baja la vista y un embajador que finge atarse los cordones para no cruzarse con ninguna otra mirada; el rey de no sé dónde carraspea como si quisiera desaparecer. Trump abre la boca; hasta el Santo Padre está por resucitar de la vergüenza ajena.
“Bueno, bueno, mucha gente, muchísima gente aquí hoy, un evento enorme, el funeral más grande, dicen que nunca se había visto algo así, nunca. Y saben, eso dice algo, dice algo sobre este Papa. No era perfecto, no era perfecto, todos lo saben. Algunos dicen que era débil, que era blando, que no era un gran negociador. Algunos dicen que fue muy querido, muy respetado... otros no tanto, la verdad. Yo no sé, I don’t know, I don’t know. Yo he tenido mis diferencias, lo digo honestamente. No todo el mundo sabe esto, pero la Iglesia, bueno, no siempre ha sido justa conmigo. No siempre. Pero no pasa nada, no pasa nada”.
La cuestión es que, mientras escribo estas líneas que estás leyendo, pienso en que sí, evidentemente, es una situación hipotética e hiperbolizada de algo que no ha ocurrido; pero que si hay un momento en toda la historia de Occidente en que podría darse una barrabasada de haragán patatero como aquesta, es el momento en que vivimos. Leído el libro 'La habitación donde sucedió', de John Bolton, que actuó como tercer consejero de Seguridad Nacional durante la primera administración Trump, empieza uno a entender que no es un error de cálculo poner a un completo idiota a los mandos de la mayor economía del mundo: es exactamente lo que se buscaba. Lo que Bolton describe –y creedme, lo hace sin ninguna intención humorística– es una Casa Blanca en la que los procesos formales apenas existían, donde las estrategias se improvisaban en pasillos, cenas privadas o llamadas de madrugada, y donde el presidente confundía constantemente sus intereses personales con los del Estado. Según Bolton, Trump “(...) prefería actuar 'por instinto', desechando meses de trabajo técnico con una sola frase improvisada.”
El verdadero problema que tiene Estados Unidos no es –válgame Dios– tener a un fascista de presidente. El problema es que Estados Unidos ha tirado por tierra ochenta años de invasiones, intervenciones, golpes de Estado, golpes blandos, chantajes, presiones, injerencias y chanchullos de todos los tipos, formas y colores para labrar una hegemonía económica, militar y comercial que ha despiparrado en menos de un trimestre por el capricho de un risketo con síndrome de Tourette diplomático que entre viagra y viagra se ha propuesto reventar el mundo. Tu casero se apellida Capriles y todo ha sido para nada.