Aristóteles y las armas
Nadie se ha planteado formalmente que reducir la dependencia de Estados Unidos comprándole armas a Estados Unidos constituye una contradicción casi ridícula. Nadie, en realidad, sabe bien lo que está haciendo. Nadie sabe dónde está el justo punto medio aristotélico La cuestión armamentista se presta a los maximalismos. Es decir, al “no” rotundo. Especialmente entre la gente de izquierdas. Los tambores de guerra que resuenan desde Ucrania, la incertidumbre sobre la fiabilidad de la OTAN en tiempos de Donald Trump y la vaga amenaza rusa han llevado a la Unión Europea a un rearme tan limitado como desordenado. No se sabe si alguien coordina el aumento en el gasto militar y ese gasto se realiza precisamente a petición de una OTAN de la que nos fiamos cada vez menos: habría mucho que discutir sobre todo eso. El maximalismo conduce a repetir el grito del socialista Jean Jaurés en 1914: “No a la guerra”. La Gran Guerra comenzó, pese a Jaurés. Tres días después de iniciado el conflicto, el 31 de julio, Jaurés fue asesinado por un sicario de la derecha belicista. ¿Habría cambiado algo sin el asesinato de Jaurés? Posiblemente no. Gritar “no a la guerra” es casi una obligación moral cuando se apela a las armas por capricho, como ocurrió con la invasión de Irak en 2003, y es siempre un gesto éticamente justo. También es siempre, por desgracia, un brindis al sol: hasta la fecha, ninguna guerra se ha detenido ante los gritos. Quizá, en lo tocante al rearme iniciado en Europa, convendría apelar al pragmatismo aristotélico. En su 'Ética Nicomáquea', el gran filósofo macedonio apela como siempre al punto medio con una frase interesante: “La conducta justa es un término medio entre cometer injusticia y padecer injusticia”. Adaptada a las circunstancias, la frase vendría a decir que la política justa es el término medio entre adoptar una postura agresiva (el rearme ilimitado y amenazante) y asumir el papel de víctima indefensa (el desarme absoluto). No parece descabellado, desde ese punto de vista, que la Unión Europea quiera reforzar su capacidad defensiva con un objetivo disuasorio. Rusia posee un ejército convencional mediocre, como ha demostrado en Ucrania. Y cuesta imaginar que vaya a utilizar en algún momento su formidable arsenal nuclear, abriendo la puerta del apocalipsis. La Rusia de Putin, sin embargo, ha adquirido una rara habilidad en librar guerras híbridas, esas que se hacen con desinformación y sabotajes, y Europa ya ha tenido ocasión de apreciar sus efectos. Los países cercanos a Rusia son quienes más han sufrido, históricamente, la pulsión expansionista del imperio más extenso del mundo. Y llevan años atemorizados. Que los escandinavos y los bálticos hayan renunciado a cualquier pretensión de neutralidad, y estén rearmándose a toda prisa, constituye la mejor prueba de que no consideran imposible una agresión convencional como la sufrida por Ucrania. En el oeste y el sur de Europa esa hipotética amenaza convencional de Vladimir Putin es menos perceptible. Pero sí son perceptibles los aguijonazos híbridos. Según lo visto hasta ahora, el rearme europeo constituye una operación más bien cosmética: una forma de complacer al emperador loco de Occidente, Donald Trump, para intentar convencerle de mantener el paraguas armamentístico estadounidense sobre el territorio de la Unión. Ni en Bruselas ni en ninguna parte existe un mando central que coordine la adquisición de armamento. Nadie se ha planteado formalmente que reducir la dependencia de Estados Unidos comprándole armas a Estados Unidos constituye una contradicción casi ridícula. Nadie, en realidad, sabe bien lo que está haciendo. Nadie sabe dónde está el justo punto medio aristotélico. Otra cosa es Israel, un país en plena histeria que se despeña por el barranco del genocidio. Lo que ocurre en Gaza avergüenza a la Humanidad entera. Que un gobierno como el español, presuntamente progresista y pacifista, siga comprándole armas a Israel (lo de la munición cancelada es sólo un pequeño apartado dentro de los encargos) indigna y abochorna por igual.

Nadie se ha planteado formalmente que reducir la dependencia de Estados Unidos comprándole armas a Estados Unidos constituye una contradicción casi ridícula. Nadie, en realidad, sabe bien lo que está haciendo. Nadie sabe dónde está el justo punto medio aristotélico
La cuestión armamentista se presta a los maximalismos. Es decir, al “no” rotundo. Especialmente entre la gente de izquierdas. Los tambores de guerra que resuenan desde Ucrania, la incertidumbre sobre la fiabilidad de la OTAN en tiempos de Donald Trump y la vaga amenaza rusa han llevado a la Unión Europea a un rearme tan limitado como desordenado. No se sabe si alguien coordina el aumento en el gasto militar y ese gasto se realiza precisamente a petición de una OTAN de la que nos fiamos cada vez menos: habría mucho que discutir sobre todo eso.
El maximalismo conduce a repetir el grito del socialista Jean Jaurés en 1914: “No a la guerra”. La Gran Guerra comenzó, pese a Jaurés. Tres días después de iniciado el conflicto, el 31 de julio, Jaurés fue asesinado por un sicario de la derecha belicista. ¿Habría cambiado algo sin el asesinato de Jaurés? Posiblemente no.
Gritar “no a la guerra” es casi una obligación moral cuando se apela a las armas por capricho, como ocurrió con la invasión de Irak en 2003, y es siempre un gesto éticamente justo. También es siempre, por desgracia, un brindis al sol: hasta la fecha, ninguna guerra se ha detenido ante los gritos.
Quizá, en lo tocante al rearme iniciado en Europa, convendría apelar al pragmatismo aristotélico. En su 'Ética Nicomáquea', el gran filósofo macedonio apela como siempre al punto medio con una frase interesante: “La conducta justa es un término medio entre cometer injusticia y padecer injusticia”. Adaptada a las circunstancias, la frase vendría a decir que la política justa es el término medio entre adoptar una postura agresiva (el rearme ilimitado y amenazante) y asumir el papel de víctima indefensa (el desarme absoluto).
No parece descabellado, desde ese punto de vista, que la Unión Europea quiera reforzar su capacidad defensiva con un objetivo disuasorio. Rusia posee un ejército convencional mediocre, como ha demostrado en Ucrania. Y cuesta imaginar que vaya a utilizar en algún momento su formidable arsenal nuclear, abriendo la puerta del apocalipsis. La Rusia de Putin, sin embargo, ha adquirido una rara habilidad en librar guerras híbridas, esas que se hacen con desinformación y sabotajes, y Europa ya ha tenido ocasión de apreciar sus efectos.
Los países cercanos a Rusia son quienes más han sufrido, históricamente, la pulsión expansionista del imperio más extenso del mundo. Y llevan años atemorizados. Que los escandinavos y los bálticos hayan renunciado a cualquier pretensión de neutralidad, y estén rearmándose a toda prisa, constituye la mejor prueba de que no consideran imposible una agresión convencional como la sufrida por Ucrania. En el oeste y el sur de Europa esa hipotética amenaza convencional de Vladimir Putin es menos perceptible. Pero sí son perceptibles los aguijonazos híbridos.
Según lo visto hasta ahora, el rearme europeo constituye una operación más bien cosmética: una forma de complacer al emperador loco de Occidente, Donald Trump, para intentar convencerle de mantener el paraguas armamentístico estadounidense sobre el territorio de la Unión. Ni en Bruselas ni en ninguna parte existe un mando central que coordine la adquisición de armamento. Nadie se ha planteado formalmente que reducir la dependencia de Estados Unidos comprándole armas a Estados Unidos constituye una contradicción casi ridícula. Nadie, en realidad, sabe bien lo que está haciendo. Nadie sabe dónde está el justo punto medio aristotélico.
Otra cosa es Israel, un país en plena histeria que se despeña por el barranco del genocidio. Lo que ocurre en Gaza avergüenza a la Humanidad entera. Que un gobierno como el español, presuntamente progresista y pacifista, siga comprándole armas a Israel (lo de la munición cancelada es sólo un pequeño apartado dentro de los encargos) indigna y abochorna por igual.