Walden, de Henry David Thoreau

La editorial Errata Naturae presenta una nueva edición del gran clásico sobre la defensa de lo salvaje y la desobediencia civil. Un libro que es una explosión de belleza gracias a las ilustraciones de Clément Thoby que lo acompañan y al gran formato en que se presenta. En Zenda ofrecemos el primer capítulo de Walden... Leer más La entrada Walden, de Henry David Thoreau aparece primero en Zenda.

May 1, 2025 - 06:40
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Walden, de Henry David Thoreau

La editorial Errata Naturae presenta una nueva edición del gran clásico sobre la defensa de lo salvaje y la desobediencia civil. Un libro que es una explosión de belleza gracias a las ilustraciones de Clément Thoby que lo acompañan y al gran formato en que se presenta.

En Zenda ofrecemos el primer capítulo de Walden o la vida en los bosques (Errata Naturae), de Henry David Thoreau.

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ECONOMÍA

Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construido, a orillas de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. Allí viví dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un residente temporal en la vida civilizada.

No impondría mis propios asuntos a la atención de los lectores si no hubiera recibido muchas preguntas y muy concretas por parte de mis conciudadanos en relación con mi modo de vivir. A algunos estas preguntas podrían parecerles impertinentes, pero no lo son para mí, sino que, teniendo en cuenta las circunstancias, me resultan naturales y oportunas. Hay quien me ha preguntado qué solía comer, si me sentía solo, si no tenía miedo y cosas parecidas. Otros han sentido curiosidad por saber qué parte de mis ingresos dedicaba a obras caritativas, y algunos, que tienen familias numerosas, inquirían a cuántos niños pobres mantenía. Por tanto, empezaré disculpándome con aquellos lectores que no estén particularmente interesados en mí, ya que en este libro me propongo contestar a algunas de estas preguntas. En la mayoría de los libros, el yo o la primera persona se omite; en éste se conservará; ésa es la principal diferencia en cuanto al egotismo. En general olvidamos que, al fin y al cabo, es siempre la primera persona la que habla. No hablaría tanto sobre mí mismo si hubiera otra persona a quien conociera tan bien. Por desgracia, estoy limitado a este asunto debido a la escasez de mi experiencia. Si bien, de todos modos, tarde o temprano requiero a todo escritor un sencillo y sincero relato de su vida, y no sólo lo que ha averiguado de la vida de los demás: un relato como el que enviaría a sus parientes desde una tierra lejana, porque, desde mi punto de vista, si un hombre ha vivido sinceramente tiene que haberlo hecho en una tierra lejana para mí. En cualquier caso, quizá estas páginas estén escritas sobre todo para estudiantes pobres. En cuanto al resto de lectores, se quedará con aquellas partes que le incumban. Espero que ninguno fuerce las costuras del abrigo al ponérselo, pues sólo le será útil a quien realmente le siente bien.

Por lo demás, mi intención no es hablar de los chinos ni de los habitantes de las Islas Sandwich, sino de vosotros, que leéis estas páginas y vivís en Nueva Inglaterra. Y querría decir algo sobre vuestra situación, sobre vuestras circunstancias en este mundo, en esta ciudad, sobre si es necesario que sean tan malas como son, si no podrían tan siquiera ser mejoradas. He viajado bastante en Concord, y por todas partes, en comercios, oficinas y campos, me ha parecido que sus habitantes estaban haciendo penitencia de mil maneras extraordinarias. Ni siquiera las mortificaciones que he escuchado que realizan los brahmanes —cuando se sientan expuestos a cuatro fuegos distintos mientras miran al sol de frente, o permanecen suspendidos cabeza abajo y sobre las llamas, o miran al cielo por encima de su propio hombro «hasta que les resulta imposible recuperar su posición natural y a causa de la torcedura del cuello solamente pueden ingerir líquidos», o viven encadenados durante toda su vida a los pies de un árbol, o mesuran con sus cuerpos, como hacen las orugas, el ancho de vastos imperios, o se alzan sobre un único pie en lo alto de una columna—, ni siquiera estas formas de penitencia consciente son tan increíbles y asombrosas como las escenas que contemplo a diario. Los doce trabajos de Hércules resultan insignificantes comparados con los que se empeñan en realizar mis vecinos, sobre todo porque aquéllos eran solamente doce y tenían un final, pero yo nunca he visto que estos hombres hayan matado o capturado a un monstruo o hayan dado por terminada una labor. No tienen un amigo como Yolao, capaz de cauterizar la raíz de la cabeza de la hidra con un hierro candente, sino que tan pronto como una cabeza es aplastada, surgen otras dos.

Veo a hombres jóvenes, que son mis conciudadanos, cuya principal desgracia es haber heredado granjas, casas, establos, ganado y demás aperos, porque es más sencillo proveerse de todo esto que despojarse de ello. Mejor les habría ido de haber nacido en medio del campo y haber sido amamantados por una loba, tal vez hubieran podido distinguir con claridad la tierra que estaban llamados a trabajar. ¿Quién los convirtió en siervos de la tierra? ¿Por qué tendrían que comerse sus sesenta acres cuando el hombre está condenado a comer sólo su porción de polvo? ¿Por qué tendrían que comenzar a cavar sus fosas en el instante mismo de su nacimiento? Tienen que vivir sus propias vidas enfrentándose a cada dificultad y procurando mantenerse en pie de la mejor manera posible. ¡Cuántas pobres almas inmortales he encontrado casi completamente aplastadas y sofocadas bajo el peso de sus cargas, arrastrándose por el camino de la vida, empujando un granero de setenta y cinco pies de largo por cuarenta de ancho, incapaces de limpiar unos establos tan sucios como los del rey Augias, mientras esperan cien acres de tierra, labranza, siega y pastoreo, y un pedazo de bosque! Mientras tanto, a los desposeídos, que no tienen que enfrentarse a semejantes inconvenientes heredados, les parece suficiente trabajo someter y cultivar unos pocos pies cúbicos de carne.

Los hombres trabajan desde una perspectiva errónea. La mejor parte del hombre es arada muy pronto y convertida en abono para la tierra. Guiados por un destino aparente, comúnmente llamado necesidad, según cuenta un viejo libro, acumulan tesoros que corromperán la polilla y la herrumbre y acabarán robando los ladrones. Es una vida de tonto, como comprenderá cada uno cuando llegue al final de la misma, si no lo hace antes. Se dice que Deucalión y Pirra crearon a los hombres tirando piedras hacia atrás sobre sus cabezas:

Inde genus durum sumus, experiensque laborum,
Et documenta damus qua simus origine nati.

O, como traduce Raleigh de esta forma tan sonora:

Desde entonces somos una especie recia, curtida en el dolor,
Y damos prueba de nuestro origen rocoso.

Y todo por obedecer ciegamente a un oráculo desatinado, que lanza piedras a sus espaldas sin ver ni siquiera dónde caen.

La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, por mera ignorancia y error, está tan preocupada con los cuidados facticios y las tareas rudas pero superfluas de la vida que no puede recoger sus mejores frutos. Sus dedos, de tanto trabajar, son en exceso zafios y tiemblan demasiado para ello. En realidad, el hombre trabajador y esforzado carece de tiempo libre para desarrollar una vida cotidiana íntegra y propia, ni siquiera puede mantener las relaciones más viriles con otros hombres, pues su trabajo se depreciaría en el mercado. No tiene tiempo de ser otra cosa que una máquina. ¿Cómo podría acordarse de su ignorancia —lo cual requiere de un crecimiento— quien tiene que usar sus conocimientos tan a menudo? Deberíamos alimentarlo y vestirlo gratuitamente de vez en cuando, y reconfortarlo con nuestros licores, antes de juzgarlo. Las mejores cualidades de nuestra naturaleza, al igual que la piel aterciopelada de las frutas, sólo pueden conservarse mediante una manipulación delicada. Y, sin embargo, ni a los demás, ni a nosotros mismos, nos tratamos con esa dulzura.

Algunos de vosotros, todos lo sabemos, sois pobres; la vida os resulta ardua, y a veces sentís una asfixia que prácticamente os impide respirar. No dudo de que más de uno entre los que estáis leyendo este libro no podéis pagaros todas las comidas del día, o las chaquetas y zapatos que lleváis y que ya están gastados o a punto de gastarse. Y habéis llegado hasta esta página pasando un tiempo prestado o hurtado, tras robarles una hora a vuestros acreedores. Me parece evidente que muchos de vosotros vivís unas vidas pobres y serviles, a este respecto la experiencia me ha aguzado bien la mirada; andáis siempre al límite, tratando de entrar en negocios y salir de deudas, un lodazal antiquísimo que los latinos llamaban æs alienum, el bronce de algún otro, porque algunas de sus monedas estaban hechas de bronce; siempre viviendo, muriendo, sepultados por el bronce de este otro; siempre prometiendo pagar, prometiendo pagar mañana, y muriendo hoy, insolventes; tratando de buscar favores, de hacer clientes de todas las maneras posibles, siempre y cuando éstas no os lleven a la cárcel; mintiendo, adulando, votando, encerrándoos en la cáscara de nuez de la civilidad o dilatándoos en una atmósfera de etérea y vaporosa generosidad, todo con tal de persuadir a vuestro vecino de que os permita hacerle sus zapatos o su sombrero o su traje o su coche o traerle a casa sus comestibles; enfermando para poder ahorrar algo para el día en que llegue la enfermedad, algo que guardaréis en la vieja cómoda o en una media o detrás de un tabique de yeso o, para más seguridad, en un banco de ladrillos; no importa dónde, ni si es mucho o poco.

A veces me maravilla lo frívolos que podemos llegar a ser, en lo que se refiere a la indecorosa y algo extranjera forma de servicio llamada esclavitud de los negros; hay tantos amos astutos y sutiles que esclavizan tanto el Norte como el Sur. Es difícil tener un capataz del Sur, es peor tener a un norteño como tal, pero es mucho peor aún cuando te conviertes en el capataz de tu propia esclavitud. ¡Y aun así se habla de lo divino en el hombre! Mirad al cochero en la carretera, encaminándose al mercado, de día o de noche; ¿es acaso algo divino aquello que lo mueve? ¡Su mayor deber es dar forraje a sus caballos! ¿Qué interés tiene su destino para él mismo, comparándolo con los réditos de los embarques? ¿Acaso no conduce para el señor Fanfarrón? ¿Qué tiene él de divino y de inmortal? Mirad cómo se agacha y escabulle, sin librarse nunca de sus pequeños temores, ni inmortal ni divino, sino esclavo y prisionero de la opinión que posee de sí mismo, una fama adquirida mediante sus propias acciones. En realidad, la opinión pública es un débil tirano si la comparamos con nuestra propia opinión. El destino de cada hombre está determinado por lo que éste piensa de sí mismo. Conseguir la emancipación de uno mismo incluso en las Indias Occidentales de la fantasía y la imaginación, ¿existe algún Wilberforce que pueda traérnosla? ¡Pensad también en las mujeres de esta tierra, que tejen tapetitos de tocador hasta el último día de sus vidas, todo con tal de no revelar un interés excesivo en sus propios destinos! Como si se pudiera matar el tiempo sin dañar la eternidad.

La mayoría de los hombres vive vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza. De la desesperada ciudad vais hasta el desesperado campo, y tenéis que consolaros con la dignidad de los visones y las ratas almizcleras. Incluso tras los llamados juegos y diversiones de la humanidad se encuentra una desesperación tan estereotípica como inconsciente. No suponen un verdadero esparcimiento, pues éste tan sólo llega después del trabajo. Una característica de la sabiduría es no hacer cosas desesperadas.

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Autor: Henry David Thoreau y Clément Thoby. Titulo: Walden o la vida en los bosques. Traducción: Marcos Nava. Editorial: Errata Naturae. Venta: Todos tus libros.

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