Vivimos en la insoportable ‘Era de la Antelación’
No ocurre solo con las entradas de conciertos, todo está inmerso ahora mismo en un insoportable carrusel anticipatorio: reservas en restaurantes, vacaciones, carreras populares…Todo exige anticipación, nada es susceptible ya de improvisarse. Todo se consume ya como una mercancía emocional planificada Me senté frente al ordenador con la página web de venta abierta y la cuenta regresiva hacia las 12 a.m: la hora a la que iban a salir a la venta las entradas de los Conciertos del Botánico, en Madrid. Mi objetivo era ambicioso, teniendo en cuenta la coyuntura actual: hacerme con dos entradas de dos conciertos bastante demandados. La estrategia había sido consensuada con los respectivos acompañantes: lo intentábamos a la vez y el primero en comprar avisaba al otro. Yo incluso había copiado y pegado los datos de mi tarjeta de crédito en el bloc de notas del ordenador para agilizar el proceso. Estiré en banda diez minutos. Calenté el nervio cubital. Todo estaba dispuesto. Llegaron las doce. Por supuesto, la página web colapsó. La temida barra de carga se quedó más tiesa que un pantalón vaquero secado al sol. Cuando volvió en sí había una cola virtual inasumible. En las colas virtuales te encuentras ya esqueletos de antiguos compradores, como en las cimas de las montañas. Frustración. Improperios antitecnológicos. Rabia. Desde la pandemia, las entradas para conciertos se ponen a la venta con una antelación tan absurda que comprarlas se ha convertido prácticamente en un acto de fe, especialmente si tu acompañante es una persona con la que estás empezando una relación. Comprar una entrada conjunta para Bad Bunny en mayo del año 2026 cuenta ya como un compromiso mayor que una hipoteca conjunta. Pero no solo por la antelación, todo el proceso se ha vuelto sumamente estresante y frustrante; la simple gestión (cada vez más cara) requiere de una estrategia coordinada digna de la Batalla de Stalingrado. Aunque aquí el “¡Que no me carga, que no me carga!” significa otra cosa. No ocurre solo con las entradas de conciertos, todo está inmerso ahora mismo en un insoportable carrusel anticipatorio: las reservas en los restaurantes, la inscripción en las carreras populares, las vacaciones, la reserva de una pista de pádel municipal, incluso la reserva de una clase de gimnasio. Todo exige premura y anticipación, nada es susceptible ya de improvisarse. ¿Desde cuándo reservar mesa en un restaurante se convirtió en un trabajo a tiempo parcial no remunerado? Calendarios repletos, códigos, pasos. Reservas desde la página web del local, después confirmas la reserva por email, a continuación confirmas la confirmación, y luego recibes una llamada del restaurante confirmando la reserva que habías preconfirmado unas seis veces. Para cuando el proceso ha finalizado te han entrado ganas de practicar el ayuno intermitente de forma indefinida. En los últimos años hemos dejado de disfrutar de la espontaneidad de la cultura y del ocio. Conseguir una reserva o una entrada se vive, más que como una experiencia, como un éxito, como una conquista respecto al que se ha quedado fuera. Las 800.000 entradas de Bad Bunny en España para sus conciertos en 2026 se agotaron en apenas horas. El ocio se ha dejado de generar de forma orgánica, contagiados por el virus del fomo, la peor de las pandemias sociales. Los restaurantes, los conciertos, las clases, las carreras, todo se consume ya como una mercancía emocional planificada. La hiperplanificación es tal que hasta planificamos la improvisación (“Esta noche no hacemos planes, ¿vale? Me apetece que nos quedemos en casa sin hacer nada”), creando de facto una especie de planificación no planificada. Somos esclavos de un tiempo en el que todo está tan agotado como nosotros.

No ocurre solo con las entradas de conciertos, todo está inmerso ahora mismo en un insoportable carrusel anticipatorio: reservas en restaurantes, vacaciones, carreras populares…Todo exige anticipación, nada es susceptible ya de improvisarse. Todo se consume ya como una mercancía emocional planificada
Me senté frente al ordenador con la página web de venta abierta y la cuenta regresiva hacia las 12 a.m: la hora a la que iban a salir a la venta las entradas de los Conciertos del Botánico, en Madrid. Mi objetivo era ambicioso, teniendo en cuenta la coyuntura actual: hacerme con dos entradas de dos conciertos bastante demandados. La estrategia había sido consensuada con los respectivos acompañantes: lo intentábamos a la vez y el primero en comprar avisaba al otro. Yo incluso había copiado y pegado los datos de mi tarjeta de crédito en el bloc de notas del ordenador para agilizar el proceso. Estiré en banda diez minutos. Calenté el nervio cubital. Todo estaba dispuesto.
Llegaron las doce. Por supuesto, la página web colapsó. La temida barra de carga se quedó más tiesa que un pantalón vaquero secado al sol. Cuando volvió en sí había una cola virtual inasumible. En las colas virtuales te encuentras ya esqueletos de antiguos compradores, como en las cimas de las montañas. Frustración. Improperios antitecnológicos. Rabia.
Desde la pandemia, las entradas para conciertos se ponen a la venta con una antelación tan absurda que comprarlas se ha convertido prácticamente en un acto de fe, especialmente si tu acompañante es una persona con la que estás empezando una relación. Comprar una entrada conjunta para Bad Bunny en mayo del año 2026 cuenta ya como un compromiso mayor que una hipoteca conjunta. Pero no solo por la antelación, todo el proceso se ha vuelto sumamente estresante y frustrante; la simple gestión (cada vez más cara) requiere de una estrategia coordinada digna de la Batalla de Stalingrado. Aunque aquí el “¡Que no me carga, que no me carga!” significa otra cosa.
No ocurre solo con las entradas de conciertos, todo está inmerso ahora mismo en un insoportable carrusel anticipatorio: las reservas en los restaurantes, la inscripción en las carreras populares, las vacaciones, la reserva de una pista de pádel municipal, incluso la reserva de una clase de gimnasio. Todo exige premura y anticipación, nada es susceptible ya de improvisarse.
¿Desde cuándo reservar mesa en un restaurante se convirtió en un trabajo a tiempo parcial no remunerado? Calendarios repletos, códigos, pasos. Reservas desde la página web del local, después confirmas la reserva por email, a continuación confirmas la confirmación, y luego recibes una llamada del restaurante confirmando la reserva que habías preconfirmado unas seis veces. Para cuando el proceso ha finalizado te han entrado ganas de practicar el ayuno intermitente de forma indefinida.
En los últimos años hemos dejado de disfrutar de la espontaneidad de la cultura y del ocio. Conseguir una reserva o una entrada se vive, más que como una experiencia, como un éxito, como una conquista respecto al que se ha quedado fuera. Las 800.000 entradas de Bad Bunny en España para sus conciertos en 2026 se agotaron en apenas horas. El ocio se ha dejado de generar de forma orgánica, contagiados por el virus del fomo, la peor de las pandemias sociales.
Los restaurantes, los conciertos, las clases, las carreras, todo se consume ya como una mercancía emocional planificada. La hiperplanificación es tal que hasta planificamos la improvisación (“Esta noche no hacemos planes, ¿vale? Me apetece que nos quedemos en casa sin hacer nada”), creando de facto una especie de planificación no planificada. Somos esclavos de un tiempo en el que todo está tan agotado como nosotros.