Sí, te vas a enamorar de esa persona (aunque tengas pareja)

Sí, asúmelo: en algún momento, o cada cierto tiempo, aunque tengas pareja, novio o hayas pasado por algún altar, por muchos años de relación o de matrimonio que disfrutes o arrastres, conocerás a alguien nuevo e inesperado que primero te provocará curiosidad, después te obsesionará y por quien te plantearás, quizá, dejar todo lo que... Leer más La entrada Sí, te vas a enamorar de esa persona (aunque tengas pareja) aparece primero en Zenda.

Abr 27, 2025 - 23:25
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Sí, te vas a enamorar de esa persona (aunque tengas pareja)

Puede que sea ese nuevo compañero de trabajo, el de la americana azul celeste y flequillo rebelde al que escuchaste decir que no se pierde un estreno del Teatro Real. Puede que la chica de las gafas de ojos de gato con voz de campana y lunar en el labio con la que coincides en el bar a la hora del desayuno y que resulta ser fanática de tu mismo equipo de balonmano. O puede que sea, como a la protagonista de mi novela Baila Laia, el profesor de baile californiano de pelo pajizo y ojos aguamarina de la escuela de lindy hop a la que acudes para intentar revitalizar tu propia relación de diez años.

Sí, asúmelo: en algún momento, o cada cierto tiempo, aunque tengas pareja, novio o hayas pasado por algún altar, por muchos años de relación o de matrimonio que disfrutes o arrastres, conocerás a alguien nuevo e inesperado que primero te provocará curiosidad, después te obsesionará y por quien te plantearás, quizá, dejar todo lo que tienes en la vida. 

Asusta, ¿verdad? 

Sin embargo, es un fenómeno completamente natural e inevitable en la vida de cualquier persona, que puede ser inofensivo o partir nuestra vida en dos. No podemos controlar todas nuestras emociones, fascinaciones o gustos, así que nadie está a salvo, en fin, de recibir un flechazo de, en palabras de la psicóloga Silvia Llop, una “liebre”. 

Y es que el problema no es enamorarse, sino ¿qué harás cuando ocurra? Veamos algunas opciones. 

Esclavos del “amor Disney” 

“Es mi media naranja”. “Estábamos destinados a estar juntos”. “Sin ti no soy nada”. “El amor verdadero lo supera todo”. “Si me quisieras de verdad…”. Muchas relaciones, y más en los tiempos de las dating apps, se construyen sobre la idea, que lleva pululando al menos desde la era de los trovadores, de que ahí fuera hay una media naranja, alguien atado a nosotros con un hilo rojo, con quien compartiremos infinitas vidas y eternos vínculos kármicos. 

Esta actitud no solo pone una presión insoportable en tantas nuevas relaciones que intentan construirse sobre esta pesadísima noción, sino que intentan desesperadamente resolver un problema mucho más complejo: ¿con quién compartir nuestra vida?

El llamado “amor romántico” da una solución aparentemente sencilla a esta pregunta al dejar en manos del destino (al coincidir en un viaje organizado a Budapest, al cruzar miradas en la pista de baile de una discoteca ibicenca, al intercambiar opiniones literarias a la puerta del cole esperando a que salgan los niños) ese encuentro fatídico con el, la, los o las personas que pueden, horror o felicidad, cambiarnos la vida. 

El problema es que para este tipo de personas, el enamoramiento en sí, es decir, la atracción mutua e irracional, el “golpe de corazón” de los franceses, la saeta cupídica es una prueba inequívoca de que esa persona es, sin duda, la correcta. ¡Pobres de los que se dejen llevar por esa, en palabras de Jünger, “forma de amor que debe evitarse” (como si pudieran hacerlo)! 

Las personas que creen en el amor romántico acabarán, en fin, dispuestas a dejar todo lo que les ha costado tanto ganarse: hijos, trabajo, familia, casa e hipoteca, puede que casi de un día para otro, cuando ese inesperado enamoramiento les haga creer que desear a una persona distinta a la pareja con la que hicieron votos es cosa del destino. 

Y esto sí que asusta, dado el daño que podemos hacer a todos los implicados.

Tirar por aquí no parece una solución aconsejable. ¿Qué más opciones tenemos? 

El poliamor, las relaciones abiertas y otros líos 

La protagonista de mi novela, súbitamente enamorada, trata de entender esa atracción en el contexto de su vida; por eso empieza a informarse, entre los prejuicios y terror, por los límites de las relaciones normativas, para así tratar de entender las llamadas “relaciones alternativas”, para entendernos: el poliamor (resumiendo mucho y simplificando demasiado, un nexo romántico estable entre no dos, sino varias personas) y las relaciones abiertas (generalmente, una relación entre una pareja estable y un segundo/a, tercera/o o cuarto/e).

Es imposible describir en un libro, y menos en este breve artículo, la complejidad de las combinaciones y permutaciones emocionales, románticas, de cuidados, amorosas, sexuales o asexuales que se pueden generar en relaciones poliamorosas o abiertas, pero podemos coincidir, sin duda, en que son casi unánimemente mal entendidas por los monógamos. 

Quizá sea por el miedo que despierta a las parejas estables y monógamas la posibilidad de introducir a nuevas personas en el ámbito afectivo, pero también hay que admitir que en muchas ocasiones (no todas) la curiosidad por intimar con una persona nueva puede ser un síntoma de problemas en la pareja. Además, pensar que la cosa se limita a meter a alguien nuevo en la cama o el corazón suele ser una consideración frívola y veleidosa de lo que es realmente el poliamor.

Quien se interese sinceramente por el tema, además de comenzar por leer textos básicos del movimiento (Ética promiscua, de Easton y Hardy, Abrirse, de Taormino, y Más allá de la pareja, de Veaux y Rickert) descubrirá que el poliamor está fuertemente basado en principios éticos y morales como el respeto, la comunicación, la honestidad, el consentimiento, las jerarquías, la empatía, el trabajo sobre celos o principios tan desconocidos para el gran público monógamo como la compersión (o capacidad de alegrarse por la felicidad de su pareja con otras personas). 

Es decir, para muchas personas, estas “relaciones alternativas” no representan solo una oportunidad y forma de relacionarse con los demás, sino con une misme: de trabajarse psicológicamente, de superar prejuicios y carencias y de utilizar el proceso de asimilación de sus principios para crear una oportunidad de mejorar como persona. Eso en teoría, claro. Porque incluso dentro del movimiento, hay quien falla, y mucho, en trabajarse. 

En todo caso, no es de extrañar que muchos monógamos, especialmente recién separados o divorciados, borrachos de la euforia de estar de nuevo “en el mercado”, y atraídos por la promesa de uno o varios polvos fáciles, se acerquen al mundo del poliamor y se encuentren que se espera de ellos un trabajo personal y psicológico que rara vez se le pide a una pareja monógama. 

Por eso, aunque quizá el poliamor tampoco es una alternativa clara para el enamoramiento que nos ocupa, quizá nos ayude a entender que el quid de la cuestión esté en el desarrollo personal. 

El piloto automático monógamo 

Sea a través del amor romántico Disney, sea a través del amor clásico bottoniano, lo normal es que tantas parejas terminen siendo, sin más, eso, solo parejas, tal y como las entiende la llamada cultura occidental. 

Es decir, dos personas monógamas que se unen y se acomodan a las exigencias sociales para conformar una sociedad política, económica, emocional y sentimental, y que implica, habitualmente, fidelidad sexual, convivencia, unión de patrimonios, compartición de deudas y deberes, educación de los vástagos, y tantas decisiones tan cruciales como si pasar las vacaciones con los padres o ir por fin a Japón antes de que el yen recupere valor. 

Esta aspiración a la normalidad, tranquilidad, calma, orden, monotonía o aburrimiento es lo que podríamos llamar el “piloto automático monógamo”: heteros, gays y, como decía Bowie, “all the rest” que viven en pareja sin más se acomodan (nos acomodamos) a este modelo porque es sencillo, porque lo vemos en las películas, porque lo hemos aprendido de nuestros padres, porque nos hace normales y, en suma, por no complicarse la vida.

Sin embargo, esta aspiración de “normalidad” tiene dos efectos negativos: por un lado, dado que todo es “normal”, no suele haber una exigencia, expectativa o siquiera sugerencia de realizar un trabajo cotidiano personal y de pareja de corte psicológico, emocional, de comunicación o de empatía. 

En una lógica similar al del amor romántico: para tantas personas estar en pareja debería ser suficiente para sentirse llenos, felices, satisfechos, y quien no se sienta así es un triste y un raro, algo que se pone de relieve cuando nos damos cuenta de que dichas parejas solo suelen ir a terapia y empiezan a trabajarse ciertos aspectos una vez que entran en crisis y hay algo (o mucho) que arreglar. 

Esta pareja monógama “normal” tiene otro hándicap: la de crear la ficción mutuamente compartida de que hay que evitar que se filtre en la “representación teatral cotidiana de ser pareja” cualquier elemento externo, debilitador o extraño que pueda sugerir que ésta no es tan fuerte (léase “normal”) como parece, tanto para los demás como dentro de la relación.

¿La prueba? Si usted tiene un problema en el trabajo, pierde las llaves, duda qué comprar para la cena, o está considerando invertir en un cierto producto bancario, lo consultará con su pareja. Si usted se enamora, perdón, cuando usted se enamore de otra persona, difícilmente llegará a casa y dirá: “Cariño, ¿a que no sabes lo que me ha pasado con aquella persona de la que te dije que no te preocuparas?”. Estas cosas se confiesan a los amigos, se confían en terapia, se escriben en foros anónimos de internet para recibir consejos de extraños.

Problemas como un enamoramiento rara vez se ponen sobre la mesa del comedor, hasta que es demasiado tarde, tanto que la maleta está hecha, la familia informada y los abogados avisados. 

Esa ficción de estabilidad basada en la negación de las emociones externas a la imagen de “pareja ideal” implica silenciar, acallar o mentir sobre cualquier impulso emocional, romántico o afectivo que pueda acabar con la ficción de perfección monógama, lo que al final supone también una olla exprés olvidada al fuego, y por tanto difícil de contener. 

Por si acaso, recordemos que la infidelidad (algo que no recomendamos en ningún caso como medio de actuar sobre el enamoramiento) es también silenciar, acallar o mentir sobre un impulso emocional, en este caso fuera de la pareja. 

En todo caso, como aprende la protagonista de mi novela (faltaba otra cuña publicitaria), los monógamos tenemos mucho que aprender de la gente que se atreve a abrir relaciones, comenzando por el trabajo psicológico personal de inteligencia emocional, empatía, celos, comprensión y sinceridad con respecto a las emociones, ya que, aunque por su propia naturaleza son irracionales, el trabajo psicológico ha de ayudar a decidir cómo actuar sobre ellas.

Quizá así, trabajándose emocionalmente, desarrollándose psicológicamente, cuando usted se enamore de esa otra persona habrá normalizado que existen emociones fuera de la pareja y podrá asumir la diferencia entre el “enamoramiento”, un proceso que de los destellos iniciales se transforma en amistad, lealtad y apreciación mutua pese al paso del tiempo, el envejecimiento, la destrucción física y las decepciones de la vida… 

Y descubrirá que eso que siente es otra cosa, una simple “infatuación”, un sentimiento breve e intenso basado en la idealización irracional, en la proyección de una fantasía, algo incluso inofensivo que puede compartir con su pareja desde la normalidad, ya que, solos o con ayuda, pueden asumir desde el humor, la complicidad y la libertad de expresar con libertad lo que se piensa y se siente. Y descubrir que nada de eso tiene por qué ir más allá. 

Conclusión: apaguen el piloto automático, trabájense un poco y aprendan con su(s) pareja(s) a volar juntos sobre las brisas, turbulencias y vientos que llevan tan lejos a las mejores parejas..

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