Sede vacante
Cuando escribo imagino unos ojos agudos, un cómplice, una inteligencia curiosa al otro lado: eso era el Papa.

Sé, porque así nos lo ha asegurado el cardenal Maradiaga, que el papa Francisco leía cada domingo de cabo a rabo una revista escrita y publicada en España, Vida nueva, como sin duda hacía con mucha otra prensa de varias naciones. En los días de su convalecencia las fuentes médicas comunicaban si había desayunado esa mañana, ese dato nimio cuando se posee fuerza y salud y que tanta importancia adquiere en un enfermo anciano.
En esos detalles, como que en la primera comparecencia tras el alta su mirada se detuviera en la señora que le llevaba con regularidad flores amarillas y la destacara entre tanto alto cargo deseoso de audiencias, de publicidad o de redención, perfilaba yo al hombre, obispo de Roma, Papa de la Iglesia católica. Las anécdotas son miles; el Papa de zapatos negros que llevaba a cuestas su propio maletín, un punto impaciente, salvo con los niños, de reacciones rapidísimas y un humor envidiable, el lector que sin duda no daba segundas oportunidades a un libro previsible.
En la última página de esa revista publico una vez al mes, desde hace años, un artículo, muchas veces centrado en el arte sacro, otras en los adolescentes, siempre en los temas que me apasionan y que bien conocen quienes me leen aquí. Hoy, el Día del Libro, los autores descubrimos, bolígrafo en mano, a los lectores que nos aman lo suficiente como para pedirnos una firma y soportar una cola. A veces no firmamos nada. Algunos años los Reyes nos reciben en el Palacio Real, para celebrar con nosotros el Premio Cervantes; la lectura no conoce de rangos, no sabe de otra cosa que no sean las lenguas y las almas. Compartimos los libros con quienes murieron hace siglos, y con los que aún no han nacido. ¿Qué sabemos de quién nos lee o nos leerá? Cuando escribo imagino unos ojos agudos, un cómplice, una inteligencia curiosa al otro lado: eso es para mí el lector y eso era, sin duda, este ilustre lector.