Samuel R. Delany. La balada de Beta 2.
Martínez Roca, 1976. 150 páginas. Tit. or. The ballad of Beta-2. Trad. Manuel Espín. El análisis de una vieja balada que se canta en las tabernas del espacio descubre que cada uno de los versos nos da pistas para comprender lo que sucedió en un accidente de las primeras expediciones interestelares. La idea de que los versos de una balada escondan pistas de sucesos reales está bastante bien, pero la ejecución de la misma, en mi opinión, deja bastante que desear. Todo transcurre de una manera demasiado evidente y con un abuso final de un deux-ex-machina. Entretenido y poco más. Se deja leer. Se arrellanó en el asiento de pilotaje, con la vista fija en las negras pantallas, que estaban apagadas durante el vuelo hiperdimensional. Advirtió que cruzaba en segundos el inmenso vacío a través del cual habían avanzado lentamente, a algunos miles de millas por segundo, durante siglos, las Naves Estelares. A pesar de cierta excitación que se resistía a admitir, seguía viéndose como un antropólogo galáctico en ciernes, situado ante la obligación de averiguar las causas de un incidente trivial relacionado con un callejón cultural sin salida. Pensó con añoranza en la ciudad de Nukton en Creton III,... The post Samuel R. Delany. La balada de Beta 2. first appeared on Cuchitril Literario.
Martínez Roca, 1976. 150 páginas.
Tit. or. The ballad of Beta-2. Trad. Manuel Espín.
El análisis de una vieja balada que se canta en las tabernas del espacio descubre que cada uno de los versos nos da pistas para comprender lo que sucedió en un accidente de las primeras expediciones interestelares.
La idea de que los versos de una balada escondan pistas de sucesos reales está bastante bien, pero la ejecución de la misma, en mi opinión, deja bastante que desear. Todo transcurre de una manera demasiado evidente y con un abuso final de un deux-ex-machina.
Entretenido y poco más.
Se deja leer.
Se arrellanó en el asiento de pilotaje, con la vista fija en las negras pantallas, que estaban apagadas durante el vuelo hiperdimensional. Advirtió que cruzaba en segundos el inmenso vacío a través del cual habían avanzado lentamente, a algunos miles de millas por segundo, durante siglos, las Naves Estelares. A pesar de cierta excitación que se resistía a admitir, seguía viéndose como un antropólogo galáctico en ciernes, situado ante la obligación de averiguar las causas de un incidente trivial relacionado con un callejón cultural sin salida.
Pensó con añoranza en la ciudad de Nukton en Creton III, en sus edificios recubiertos de plata, y sus jardines de piedra negra, reliquias de una raza de trágico destino que había producido admirables obras arquitectónicas y musicales, tanto más sorprendentes por cuanto no había desarrollado ninguna forma de habla ni medio alguno de comunicación directa. Su fenomenal grado de adelanto sí merecía ser estudiado de forma exhaustiva.
Sintió que su visión se enturbiaba ligeramente cuando el vehículo salió del hiperespacio. Abandonó sus pensamientos y se inclinó hacia los mandos.
En una de las esquinas superiores de la pantalla que tenía delante aparecía el fulgor verdoso de Leffer. Cerca de él, las naves espaciales formaban un racimo de lunas en cuarto creciente. Contó seis de ellas y le parecieron recortes de uña sobre un fondo de terciopelo polvoriento. Cada esfera, según sabía, tenía unas doce millas de diámetro. Dedujo que las otras tres debían estar eclipsadas y pudo apreciar el movimiento de las seis, parecido al de una solemne danza ritual. Habían sido colocadas en una órbita muy reducida, a unas cuarenta millas una de otra, formando un grupo delicadamente equilibrado que se movía a su vez sobre una órbita de diez años, a unos doscientos millones de millas de Leffer.
Poco a poco fue apareciendo otra luna, en tanto que su opuesta se desvanecía en la oscuridad. Graduó el visor a una longitud de onda superior y el fondo de la imagen pasó del negro al azul Prusia, apareciendo las lunas como contornos verde pálido de unas esferas en sombra.
El vehículo de Joneny era un cronomóvil ligero de cincuenta pies de longitud y una autonomía de seis semanas, lo cual no era demasiado para recorridos interestelares. De todas formas, era lo máximo a que podía aspirar un estudiante, ya que «ellos» opinaban que de jovenzuelos tan escasamente dignos de confianza sólo podían esperarse comportamientos dignos de la clase que provocaba la exasperación de la Central de Expediciones. A algunas de las naves mayores se las dotaba de un margen de dos años, lo cual era ya más razonable. En un tiempo más corto, verse en una situación de catástrofe con el momento crítico a más de seis semanas en el pasado significaba carecer por completo de posibilidad de salvarse. La única solución era oscilar entre el momento critico y la culminación, pidiendo desesperadamente ayuda por radio hasta ser rescatado por alguien que se encontrara cerca (eventualidad muy improbable), o seguir adelante y conservar la esperanza, que en los casos de catástrofe espacial no era precisamente muy sólida. En consecuencia, las Jerarquías se quejaban continuamente de la cantidad de accidentes protagonizados por estudiantes, y éstos recibían un trato desigual.
A una distancia de mil millas, redujo la velocidad a doscientas por hora para deslizarse paralelamente a la dirección de las naves. Se preguntaba cómo averiguar cuál de ellas era Beta-2 y qué hacer primero: identificar y explorar dicha nave abandonada, o hablar (si es que accedían a ello) con los habitantes de alguna de las otras.
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