¡Qué gusto, qué placer, qué alegría!

Cuando nos enfrentamos a una obra literaria desconocida, es difícil arrojar sobre ella una mirada libre de todo prejuicio. El texto de la contraportada, las frases promocionales de la faja, la trayectoria del autor, el título de la obra o el sello editorial en el que se ha publicado el libro definen, para bien o... Leer más La entrada ¡Qué gusto, qué placer, qué alegría! aparece primero en Zenda.

Mar 9, 2025 - 01:22
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¡Qué gusto, qué placer, qué alegría!

El 4 de noviembre de 2024, el escritor y rapero franco-ruandés Gaël Faye obtuvo el premio Renaudot con Jacaranda, que trata de las cicatrices y las heridas abiertas del genocidio de Ruanda. Ese mismo día me compré la novela y me sumergí en sus páginas. No sé si voy a ser capaz de transmitiros en esta contrafaja la profunda alegría, la dicha sin límites, el gozo incalculable que me produjo abandonar la lectura de este libro.

Cuando nos enfrentamos a una obra literaria desconocida, es difícil arrojar sobre ella una mirada libre de todo prejuicio. El texto de la contraportada, las frases promocionales de la faja, la trayectoria del autor, el título de la obra o el sello editorial en el que se ha publicado el libro definen, para bien o para mal, nuestras expectativas. En el caso de Jacaranda, estas expectativas se vieron condicionadas por el hecho de que hubiese ganado un premio.

Es curioso cómo el prestigio de los premios varía nada más cruzar los Pirineos. Cuando una novela gana un premio en España, lo primero que pienso es: “Seguro que es mala”. En cambio, si gana un premio en Francia, pienso: “Seguro que es buena”.

"Se me planteó entonces la disyuntiva de abandonar el libro o de seguir leyéndolo hasta el final"

Tan seguro estaba de lo buena que iba a ser Jacaranda que, antes de empezar a leerla, decidí que entrevistaría a Gaël Faye en Zenda cuando se publicase la novela en España. Ya tenía pensado hasta lo que le iba a decir al inicio de la entrevista para romper el hielo. Le contaría que en Lisboa, la ciudad en la que vivo, era donde yo había visto por primera vez los jacarandás, que me había atraído el color morado de sus flores y que, al preguntar qué árbol era aquel, me había maravillado el sonido de su nombre: jacarandá. Ahí Gaël Faye sonreiría y diría que nunca había estado en Lisboa, pero que tenía muchas ganas de visitarla. Luego le contaría que él era la segunda persona que entrevistaba que había ganado el premio Renaudot, y que la primera, Scholastique Mukasonga, también era franco-ruandesa y lo había ganado con un libro que retrataba el ambiente social que conduciría al genocidio. Gaël Faye me diría que admiraba mucho a Scholastique Mukasonga y que se sentía en deuda con ella porque había abierto el camino a escritores como él, y entonces, ya entrados en calor, empezaría a preguntarle por diferentes aspectos de su novela. Sería una entrevista cojonuda.

Acometí, pues, la lectura de Jacaranda con un entusiasmo que pronto comenzó a decrecer a medida que el prejuicio de que la novela era excelente fue cediendo terreno a la evidencia de que era malísima. Se me planteó entonces la disyuntiva de abandonar el libro o de seguir leyéndolo hasta el final.

Solo se me ocurre un motivo válido para acabar de leer un libro malo: que sea un clásico (como Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, o Emma, de Jane Austen). Al ser un libro que conoce mucha gente, siempre encontrarás alguna ocasión para ponerlo a parir. Has perdido tu tiempo, pero al menos has ganado un tema de conversación.

"No tenéis ni idea de lo que se puede llegar a sentir. Por eso, os recomiendo a todos que leáis este libro hasta la página 170 y que luego lo cerréis sin misericordia"

En cambio, si se trata de una novela como Jacaranda, que no va a dejar la menor huella en la historia de la literatura, ¿por qué demonios vas a infligirte el sufrimiento de transitar todas y cada una de sus páginas, con la cantidad de buenos libros que hay por leer? Si te empeñas en acabar, con sangre, sudor y lágrimas, una de estas obras, solo hay una explicación: eres tonto.

Yo he sido tonto muchas veces, os lo confieso, pero, como los años me van haciendo más intolerante a las tonterías, en esta ocasión no fui tonto hasta el final, sino tan solo hasta la página 170 de las 280 que tiene el libro. Ahí fue cuando dejé de hacer el idiota y acabé con el padecimiento que me estaba provocando la lectura. Pensé en toda la belleza del mundo y en las cosas maravillosas a las que podía dedicar mi tiempo, y me dije: “¿Qué cojones haces leyendo esta bazofia?”. Y ahí se terminó la tontería.

De hecho, la decisión de abandonar la novela no la tomé en la página 170, sino en la 163, pero prolongué la agonía durante 7 páginas para que la sensación de alivio fuese todavía mayor. Así, cuando a duras penas logré alcanzar la página 170 y decidí cortar por lo sano, la explosión de gozo que experimenté fue apoteósica y exclamé: “¡Ay, qué gusto! ¡Ay, qué placer! ¡Joder, cómo me… aaaaaaaahhhhhhh!”.

No sabéis lo maravilloso que fue. No tenéis ni idea de lo que se puede llegar a sentir. Por eso, os recomiendo a todos que leáis este libro hasta la página 170 y que luego lo cerréis sin misericordia, y ya veréis lo que pasa. Es una experiencia que no os podéis perder.

También os digo que después del extásis me entró el bajón y, al mirar la novela que acababa de abandonar, pensé: “¡Maldita sea, Gaël Faye!”.

"No te lo tomes como algo personal, Gaël Faye, porque no tengo nada contra ti. De hecho, he visto algunos vídeos tuyos en Youtube y me caes simpático"

Sí, maldita sea, Gaël Faye, porque esta historia podría haber sido completamente diferente, y no me refiero a la historia que has escrito, Gaël Faye, sino a la nuestra, la que podríamos haber vivido juntos y que jamás viviremos ya. Y todo por haber escrito 170 páginas de la peor literatura. Que no digo yo, Gaël Faye, que las páginas 171 a 280 no sean fabulosas, pero ese sexto toro de la tarde no me quedé a vértelo torear.

Me siento frustrado, Gaël Faye, porque no dejo de pensar en todo lo que nos hemos perdido, y este malestar se reaviva cada vez que me topo en casa con tu libro, del que aún no me he deshecho, pero que pronto llevaré al nuevo Re-read que han abierto en Lisboa para que me den 25 céntimos por él.

No te lo tomes como algo personal, Gaël Faye, porque no tengo nada contra ti. De hecho, he visto algunos vídeos tuyos en Youtube y me caes simpático. Si algún día vienes a Lisboa, avísame y estaré encantado de quedar contigo. Iremos juntos a ver los jacarandás y después te llevaré a comer los mejores pasteles de nata de tu vida. Y no te preocupes por el dinero, Gaël Faye, que 25 céntimos de tu parte de la cuenta los pago yo.

Ya me he olvidado por completo de la historia de tu novela, Gaël Faye. Tan solo me acuerdo de una escena en la que el protagonista entra en un baño fétido y sale de allí pitando, incapaz de hacer sus necesidades en aquella pocilga, pero tiempo después, tras una comida picante, no le queda más remedio que volver a entrar en aquel aseo inmundo porque se está cagando por las patas abajo. Y qué jodido es, Gaël Faye, que, en las novelas en primera persona, uno se imagine al protagonista con el rostro del autor.

"La segunda sería que la chica estaría enfrascada en la lectura de un libro, que resultaría ser El jacarandá, la versión en español de tu novela"

Me olvido de tu novela, Gaël Faye, pero no de nuestra historia, la que nunca será. Pienso en el rumbo que habrían tomado las cosas si Jacaranda fuese una obra maestra. Para empezar, te entrevistaría para Zenda y ese día, en nuestro encuentro en Madrid, nacería una amistad para toda la vida. Una semana más tarde se publicaría la entrevista y sería todo un éxito, lo cual me permitiría alcanzar en Twitter los mil seguidores. A mi tuit anunciando la entrevista, en el que te habría etiquetado, tú reaccionarías con un “Muchas gracias!” acompañado de un corazón violeta. Y en un guiño que nadie pillaría, yo te respondería: “No, Gaël Faye, mil gracias a ti”.

Pero por lo que de verdad debería darte las gracias, Gaël Faye, es por lo que sucedería cinco meses después, cuando viajase a Madrid para realizar otra entrevista. Al subir al tren en Alicante (donde habría ido a visitar a mi familia), me daría cuenta de que me había tocado el peor asiento de todos: en el sentido contrario de la marcha y con otro pasajero enfrente. Mi esperanza de que el asiento contrario quedara libre se disiparía cuando, un minuto antes de partir, fuese ocupado por una monja anciana. Para que el viaje se me hiciese lo más corto posible, trataría de dormir, lo cual conseguiría en pocos minutos porque el movimiento del tren siempre me ha dado sueño.

Al despertarme una hora después, la monja se habría esfumado y su asiento estaría ocupado por una preciosa damisela con jersey de cuello vuelto, chaleco vaquero, cabello a la altura de los hombros y flequillo (¡ay, cómo me gustan las damiselas con flequillo!). Esta constituiría la primera sorpresa. La segunda sería que la chica estaría enfrascada en la lectura de un libro, que resultaría ser El jacarandá, la versión en español de tu novela. Este hecho tan extraordinario me daría alas para dirigirme a ella:

—¿Te está gustando?

La chica, molesta por la interrupción, levantaría la vista del libro y se me quedaría mirando sin decir nada.

—¿Sabes que entrevisté al autor en Zenda?

La chica seguiría en silencio y volvería a su lectura. Tal vez actuase así por timidez, así que yo haría un nuevo intento:

—Me alegro de que en español la hayan traducido como El jacarandá. Se puede decir jacaranda o jacarandá, pero a mí me gusta más con acento.

Dos filas detrás de la chica, un señor levantaría la voz para reconvenirme:

—Oye, que aquí no se puede hablar, que estamos en el vagón en silencio, que para eso lo seleccioné expresamente cuando me compré el billete.

Al ver que se me agotaban las opciones, intentaría quemar mi último cartucho.

—Voy a la cafetería. ¿Te apetece tomar un café?

Ella negaría con la cabeza. Yo volvería a la carga de forma lastimosa.

—No tiene por qué ser un café. Puede ser otra cosa. Es solo por si te apetece…

—A ver, chaval, ¿qué parte de vagón en silencio no has entendido? Si quieres te lo repito despacio para que lo captes: ¡VA-GÓN-EN-SI…!

—Qué sí, que sí, que ya me voy.

Atravesaría el tren avergonzado y, con las orejas gachas, me sentaría en la barra de la cafetería. Ni siquiera me pediría un café, sino unos M&M’s que me costarían 4 eurazos y que me iría comiendo de uno en uno, deshaciéndolos morosamente en la boca para tratar de enmascarar con ellos el sabor de la derrota. Me pasaría así diez minutos, con la mirada fija en la barra, pensando que cuando el tren llegase a Madrid tendría que esperar a que todos los pasajeros bajasen antes de ir a por mi mochila para no cruzarme con la chica del flequillo. Sentiría entonces los pasos de alguien a mi lado y, al girar la cabeza, me encontraría con una chica. La chica del flequillo.

—Acabo de leer la entrevista. Que sepas que he venido solo para preguntarte dónde te has comprado los tirantes de tu foto de perfil.

Yo la miraría con cara de idiota, tratando sin éxito de encontrar una réplica ocurrente.

—No, en serio: me ha encantado la entrevista.

—–Gracias —le diría, echándome en la palma de la mano el último M&M de la bolsa.

—¿Me das uno?

—Es el último —le respondería, no porque no quisiese dárselo, sino porque, al haberlo tocado, pensaría que ella no lo querría.

—Pero me lo das, ¿no?

—Claro.

Le entregaría el M&M y, al retirar mi mano de la suya, trataría de no tocar nada para conservar en los dedos el tacto que me habría quedado impreso al rozar su piel.

—Por cierto, me llamo Celso.

—Ya lo sé, lo he visto en la entrevista.

—En realidad, te he dicho mi nombre para que me digas tú el tuyo.

—Ya, eso también lo sé.

—¿Me lo vas a decir entonces?

—Me llamo Melina.

—¿Melina?

—Sí, a mis padres les encanta Kafka y me querían poner Milena por las Cartas a Milena. Pero el funcionario del registro civil era disléxico y escribió Melina, y cuando mis padres se dieron cuenta ya era demasiado tarde.

—¿Y no se podía hacer una recla…? —empezaría a decir, pero me detendría al darme cuenta de que trataba de ocultar la sonrisa que se le empezaba a dibujar en la comisura—. ¿Te estás quedando conmigo?

—¡Por supuesto!

Y ahora sí daría rienda suelta a la risa que había intentado reprimir. Una risa ardiente y cristalina, y rebosante de una contagiosa felicidad.

—En verdad, el nombre es por mi madre, que es griega. Concretamente de Esparta, que lo sepas.

—Nada más y nada menos.

—Sobre todo nada menos. Voy a pedir otros M&M’s, y que sepas que te daré uno.

—Nada más y nada menos.

—Sobre todo nada más.

—Me caes bien.

—Lo sé.

También sabría, supongo, lo mucho que me estaría gustando, y cómo me gustaría cada vez más a medida que avanzase nuestra conversación mientras ellas se comía sus M&M’s. Tanto me gustaría que no querría separarme de ella y por eso, al llegar a Chamartín, en el momento de despedirnos en el andén, le propondría:

—Tengo que ir a hacer una entrevista. ¿Por qué no te vienes conmigo?

—¿A la entrevista? ¿Y qué pinto yo ahí?

—Vente. Será divertido. Voy a entrevistar a David Uclés.

—Me suena ese nombre. ¿Es uno que escribe novelas policiacas?

—No, escribe realismo mágico. Tuvo mucho éxito con una novela que se llama La península de las casas vacías, sobre la guerra civil, y ahora ha sacado una nueva. Y que sepas que la primera entrevista sobre este libro se la voy a hacer yo.

—Estoy muy impresionada.

—¿Te vienes entonces o no?

—Me da pereza inventarme una excusa para decirte que no. Así que vale, me voy contigo.

—Genial.

—De hecho… De hecho… ¿Para qué voy a ocultártelo? ¡Llevaba tanto tiempo esperando este momento!

—¿A qué te refieres?

—A que desde que te leí por primera vez en Zenda, estoy absolutamente fascinada por ti. Desde aquel día no paro de preguntarme: “¿De dónde ha salido este tipo de los tirantes? ¿Quién es este genio incomprendido de la literatura?”. Cada mañana, nada más levantarme, lo primero que hago es ver si has escrito en Zenda. Si no has escrito, me pongo de mal humor y solo se me pasa cuando llega la noche, porque ahí se vislumbra la esperanza de un nuevo día, donde puede que aparezcas. Pero al mismo tiempo, cuando veo que has escrito, te leo con el miedo de llegar a la última línea, porque sé que pasarán muchos días hasta leerte de nuevo. Eres tan maravilloso que tenía muchísimas ganas de conocerte y, como no sabía cómo encontrarte, se me ocurrió llevar conmigo a todas partes la novela de Gaël Faye. Desde hace meses me pongo a leerla allá donde voy, en el metro, en el tren, en la sala de espera del médico, en todos lados, para que el día en que se cruzasen nuestros caminos, tú te fijases en el libro y después te fijases en mí. Era una idea completamente absurda, pero esta idea tan absurda ha funcionado, y aquí estoy por fin con el gran Celso Varela.

Me habría quedado sin aliento al escucharla. Estaría tan conmovido por sus palabras que no sabría qué responder.

—Gracias… Muchas gracias… La verdad es que… –trataría de decir, hasta que de nuevo vería asomar su sonrisa y me daría el bajón–. Vale, te estás quedando conmigo.

—¡Por supuesto!

Y la oleada de su risa volvería a romper contra el escollo de mi candor.

—Muy graciosa.

—Llevabas toda la vida esperando que una mujer te dijera esto, ¿eh?

—¡Qué va! —le espetaría, al tiempo que pensaría: “Pues la verdad es que sí, cabrona”.

—¿Dónde es la entrevista?

—Paso de ti.

—Si no quieres, no voy.

—Es en Callao. Vamos a pillar la línea 10 y cambiamos a la 5 en Alonso Martínez.

—Yo adonde usted me lleve, señor Varela.

—Venga, vamos.

Al salir en Callao, tomaríamos la calle Preciados hasta llegar al número 37, donde habría quedado para hacer la entrevista. Al ver el nombre del local (Café Varela), Melina se sorprendería:

—¿Este sitio es tuyo?

—Sí.

—¿Te estás quedando conmigo?

—¡Por supuesto!

A pesar de llegar con bastante antelación, Jeosm ya no estaría esperando en el interior con la maleta en la que siempre lleva sus máquinas fotográficas. Tras saludarlo efusivamente (¡qué alegría me da siempre ver a Jeosm!), sería el turno de mi acompañante, que le daría dos besos:

—Yo soy Melina, encantada. Disculpa, pero tengo que ir al baño.

Mientras se alejaba, Jeosm me miraría con estupor:

—¿Hoy no tocaba David Uclés?

—Sí, pero esta es una amiga que me ha dicho que eres su fotógrafo favorito y que tenía muchas ganas de conocerte. No he podido negarme.

—Ah, vale, dabuti.

—Mira, ahí llega David. ¡Eh, David!

David Uclés, el mejor escritor de España, haría su entrada triunfal en el Café Varela, ataviado como siempre de jornalero desamparado. Iría a su encuentro para evitar que Jeosm nos oyera, le daría un abrazo y le diría:

—Una cosa: esa chica que viene por ahí va a estar con nosotros en la entrevista, pero tú no te preocupes, que solo va a estar mirando.

—¿Y eso?

—Me ha dicho que eres su escritor favorito y que tenía muchas ganas de conocerte. No he podido negarme.

—Ah, vale, sin problema.

"Lo que no le contaría a mi madre (pero las madres lo adivinan todo) es que me habría pasado toda la entrevista aparentando que miraba a David Uclés, pero mirando en verdad a Melina"

Diez días después, cuando se publicase la entrevista en Zenda, mi madre me enviaría un whatsapp diciendo: “¡Qué guapo estás en la foto! Tienes un brillo especial en la mirada”, y yo le respondería: “Es por la iluminación del local”.

Lo que no le contaría a mi madre (pero las madres lo adivinan todo) es que me habría pasado toda la entrevista aparentando que miraba a David Uclés, pero mirando en verdad a Melina, que estaría situada detrás de él. Tampoco le contaría que aquella noche me habría ido a cenar con ella, y menos aún que a la mañana siguiente, al despertarme yo el primero en el hotel, me quedaría observándola, sintiendo el ir y venir de su respiración, y aspirando el aroma de su cuerpo después de la batalla.

Tiempo después, ella abriría ligeramente los ojos y los volvería a cerrar, contrariada por la luz que entraría por la ventana. Yo me levantaría, cerraría las cortinas, volvería junto a ella y le diría:

—¿Sabes qué es lo que me gustaría?

—¿Qué?

—Que te quedases conmigo para siempre.

Ella me abrazaría, apoyaría la cabeza sobre mi pecho, cerraría los ojos y con voz adormilada me respondería:

—Al menos media hora más cuenta con ello.

Y qué felicidad que esa media hora se prolongase indefinidamente, pero que la viviésemos siempre como si fuese la última media hora que pasaríamos juntos.

Y qué nervios, tres meses después, cuando quedásemos en el Rodilla de Callao para conocer a sus padres. Tras la presentación, Melina iría al mostrador a pedir los cafés y me dejaría a solas con ellos, y yo, sin saber qué decir, optaría por lo que siempre se debe hacer en estos casos: hacerle un cumplido a la madre.

—Habla usted muy bien español para ser griega.

—¿Griega? Yo soy más española que el caballo del Cid.

—Creía que era usted de Esparta.

—¡Qué Esparta ni qué leches! Yo soy de la Puebla de Don Rodrigo.

—¿Y entonces el nombre de Melina de dónde viene?

—Ah, eso es por una canción de Camilo Sesto.

"El día de nuestra boda, Melina iría vestida de blanco, como manda la tradición, pero luciría unos zapatos violetas a juego con mi corbata: el color de la flor del jacarandá"

Aquel tropiezo inicial no sería un obstáculo para causarle una buena impresión a la madre de Melina (“Se le ve buen chico”). Un paso fundamental, ya que habría de convertirse en mi suegra un año después cuando su hija y yo nos casáramos.

El día de nuestra boda, Melina iría vestida de blanco, como manda la tradición, pero luciría unos zapatos violetas a juego con mi corbata: el color de la flor del jacarandá. Al día siguiente, nos iríamos de luna de miel a Grecia y bailaríamos un sirtaki a orillas del Egeo, el mismo mar que fue testigo de los amores furtivos de Miguel Jordán y Lena Katelios.

Volveríamos de aquel viaje en estado de buena esperanza, y a nuestro primer hijo, que sería niño, lo llamaríamos Gaël. Y a la segunda, que sería niña, la llamaríamos Faye.

—Como Faye Dunaway —dirían algunos.

—No. Como Gaël Faye.

—¿Como quién?

Más allá de las pequeñas contrariedades del día a día, seríamos dichosos, y además profundamente conscientes de serlo, hasta aquella mañana de verano en que Melina saldría de la ducha con el rostro descompuesto.

—Vístete, tenemos que ir al hospital.

—¿Qué pasa?

—Acabo de notarme un bulto en el pecho.

Nos adentraríamos entonces en un túnel sin visos de salida: primero, la agónica incertidumbre, y después los vanos intentos de remediar lo irremediable. Un camino de espinas que ella sobrellevaría con una admirable entereza (“Las mujeres espartanas no lloramos”, más de una vez me diría).

Estaría más preocupada por los niños y por mí que por ella misma, y mantendría intacto su buen humor hasta el último día, aquel en que, con un hilo de voz, me contaría:

—¿Sabes lo que he pensado?

—¿Qué?

—Que falta un M&M de color violeta.

"Cada tarde, me sentaría en el sofá del salón frente a la foto que nos habría hecho Jeosm el día de nuestra boda"

Yo me reiría y al mismo tiempo me echaría a llorar, y le besaría la mano, y al volverla a mirar a los ojos vería que los tendría cerrados, y poco después se apagaría en aquella tarde ventosa de otoño, cuando en Lisboa empezasen a caer las hojas del jacarandá.

Este sería para mí el inicio de un largo aprendizaje: el de ser capaz de vivir sin llegar a vivir del todo. Cada tarde, me sentaría en el sofá del salón frente a la foto que nos habría hecho Jeosm el día de nuestra boda. Sería una foto en blanco y negro, como todas las de Jeosm, pero dos elementos aparecerían en color: los zapatos de Melina y mi corbata. Me quedaría contemplando la foto largo tiempo hasta que me sonase la alarma que me avisaría de que en media hora saldrían del colegio Gaël y Faye. Me levantaría entonces del sofá, me lavaría la cara y me iría a recoger a mis hijos, los dos tan guapos y jacarandosos como su madre.

—Papá, ¿nos compras unos M&M’s?

—Ya sabéis que no me gusta que comáis porquerías.

—Pero nos los compras, ¿no?

—Claro.

Todo esto, Gaël Faye, es lo que habría sucedido si hubieses escrito una buena novela. Todo esto es lo que se ha perdido para siempre.

Pero tal vez estoy siendo injusto contigo, Gaël Faye. Tal vez he depositado demasiada responsabilidad sobre tus hombros. En último término, salvo de escribir una castaña de libro, no creo que se te pueda acusar de nada.

Va siendo hora de despedirnos, Gaël Faye. Ojalá, allí donde estés, haga un tiempo tan maravilloso como el que hace aquí. Con este sol, va a ser estupendo ir caminando hasta el Re-read de la Avenida de Roma.

Adiós, Gaël Faye. Pensaré en ti siempre que vea un jacarandá en Lisboa.

Cuando vea un baño infecto, también.

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