La muerte del último novelista

Con Vargas Llosa ha muerto el último novelista. Eso pensé cuando me enteré, con sorpresa y pena, de su fallecimiento.

Abr 27, 2025 - 07:26
 0
La muerte del último novelista

Con Vargas Llosa ha muerto el último novelista. Eso pensé cuando me enteré, con sorpresa y pena, de su fallecimiento. Una vez, un escritor —no sabría decir quién, quizás solo un crítico— lo calificó de autor "decimonónico". Lo dijo con desdén y por eso su frase se me quedó grabada. No parecía tanto una crítica a su literatura como una descalificación ideológica. Curiosamente, aquel mismo escritor admiraba a Céline o Hamsun, ambos muy poco ejemplares desde el punto de vista político. Pero ya estaban muertos, supongo, y eso los volvía menos incómodos.

La ambición de los escritores del siglo XIX, la edad de oro de la novela, sí estaba presente en Vargas Llosa. Dickens, Tolstói, Galdós ambicionaban esa sustitución de la realidad mediante novelas largas, sólidas, repletas de personajes y complejidades con las que uno podía evadirse de esta realidad pedestre y sumergirse en otra. Y luego regresar renovado, más sabio o, al menos, distinto.

Naturalmente, cualquier desdén hacia la obra del peruano procede de la ignorancia o de una miopía ideológica que no distingue el grano de la paja. Es cierto, sin embargo, que en España existe cierta tradición palabrera que no siempre simpatiza con lo narrativo, que no lo valora o comprende, y tal vez aquel crítico expresaba un doble prejuicio. Frente a las novelas anglosajonas que copan las novedades —en su mayoría claramente narrativas, por la propia plasticidad de la lengua inglesa—, en España hay una inclinación frecuente hacia la prosa poética y la greguería, pero en aluvión.

De manera que una ingeniosidad tras otra puede llevar a la construcción de un producto que luego se llamará "artefacto narrativo" en los textos culturales. Son libros que lo mismo pueden tener 150 que 200 páginas, según cuándo se canse el autor de su propio ingenio.

En las novelas de Vargas Llosa, como en las películas de Kubrick, cada elemento tiene un propósito. Nada sobra, ninguna frase está ahí por su mero brillo. Esa obsesión por juntar dos palabras nunca vistas en la misma línea es positiva y encomiable, sin duda, pero tanto como lo es un plano insólito en una película. Finalmente, las palabras, como las imágenes, deben estar al servicio de la construcción de algo superior: unos personajes, unos escenarios, un argumento. Para mí, con perdón, eso es lo narrativo; lo otro, muchas veces, puro manierismo.

Con lo narrativo llevado a su culmen se construyen novelas como Conversación en la Catedral; con lo otro, se construyen juguetes. A veces, cuando la hondura de lo tratado supera al juego, se llega a cimas literarias, como con algunos libros de Francisco Umbral, pero son excepciones.

Las mejores novelas de Vargas Llosa son experiencias poderosas, y algunas tenían mucho de vanguardistas. El perspectivismo múltiple, el collage narrativo, la autoficción… todo eso ya estaba en La ciudad y los perros o en La tía Julia y el escribidor. ¿No es acaso autoficción que el protagonista se llame Varguitas y aspire a ser escritor? También escribió uno de los mejores libros sobre escritura creativa, Cartas a un joven novelista, que termina con una suerte de autoboicot irónico, la mejor lección para el aspirante a narrador.

Luego estaban sus opiniones políticas. Era liberal, o quizás neoliberal, sí. Era lo que fuere, pero defendía públicamente sus ideas sin insultos (que yo sepa). Y nadie estaba obligado a leer sus tribunas.

A mí me interesaban sus novelas. Y lo que representan: un modo de enfrentarse a la literatura con la ambición de quien cree que una novela puede pesar tanto como la realidad. Esa forma de escribir está desapareciendo por mor de los nuevos hábitos tecnológicos. Hoy en día, una novela como La guerra del fin del mundo —que quizá no es de sus mejores, pero sí extraordinariamente ambiciosa— lo tendría difícil para encontrar editor o lectores. Tampoco hay novelas que puedan copar con su publicación el debate público.

Tengo la impresión de que Vargas Llosa fue generoso con la vida, le entregó todo lo que llevaba dentro, no se guardó nada. Y no solo en el campo literario: también en el sentimental y hasta en el amistoso, donde incluso se peleó a puñetazos con García Márquez, como puede ocurrir entre amigos de verdad.

Una vez, en un acto —no recuerdo dónde—, me atreví a saludarle. Le dije que lo admiraba mucho. "Ah, muchas gracias", sonrió cortés, pero distante. Enseguida otro admirador se acercó y le dijo lo mismo que yo, y luego otro y otro. Sentí, por ello, la frustración de que mi mensaje no le había hecho mella. Al fin y al cabo, ¿quién era yo sino uno más entre tantos pesados?

Esa frustración me hizo comprender, de pronto, lo mucho que significaban sus libros para mí. La pena por su muerte me lo confirma.