La maldición del Lazarillo
Al acabar la contienda mi abuelo purgó con cárcel el haber combatido en el Ejército Rojo: su ciudad quedó en zona republicana. Al terminar su condena se desentendió de mi abuela y su hijo y formó una nueva familia. Esto marcó a fuego, para mal, a mi gente. Hasta entonces mi abuela y sus hermanas... Leer más La entrada La maldición del Lazarillo aparece primero en Zenda.

Mi abuela Elena Mínguez era analfabeta. Para más cruz, hubo de cargar con la de ser madre soltera: el 4 de noviembre de 1937 dio a luz a mi padre. Eran tiempos de trueno: su novio fue llamado a filas. La guerra arrambló con todo. También con la inveterada costumbre de esperar a casarse para mantener relaciones sexuales. La iglesia de su pueblo había sido incendiada. Él no sabía si volvería vivo del frente.
Hasta entonces mi abuela y sus hermanas regentaban un ventorrillo en el que servían vino y comidas caseras. Harta de soportar a borrachos babosos que, por ser madre soltera, la consideraban una golfa y se atrevían a hacerle proposiciones rijosas, cerró el negocio. Trabajó en lo que pudo: huertos, almacenes de frutas, fábricas de harina. Sus hermanas solteras no pudieron casarse: sobre ellas también cayó el baldón de tener una “fresca” en la familia.
Pasaron las de Caín, Abel y Set juntos. Trabajaron de sol a sol. Recogían la carbonilla que caía de los trenes para cocinar y calentarse. Mi abuela no quería que mi padre arrastrara las mismas miserias que ellas. Para unos desheredados la única salida estaba en los estudios. Con innumerables sacrificios pagaron al maestro que enseñó a mi progenitor las primeras letras.
El único en esa familia iletrada con cierta cultura era mi tío abuelo José Mínguez: regentaba una botica de su propiedad y atesoraba una pequeña colección de libros. Era un apasionado de la historia antigua. Se ofreció a apadrinar al hijo de su hermana a condición de que él eligiera su nombre. Entre sus libros de cabecera había uno que recogía las gestas inmortales de la Historia de Grecia: subrayado en él aún está el nombre de Arístides el Justo, héroe en Maratón, Salamina y Platea, a pesar de que su polis lo desterró. Al Padrino tanto mi padre, mi primogénito y yo le debemos nuestro nombre. José ejercía de boticario pero no tenía el título de farmacéutico. Por entonces la ciudad más cercana donde cursar estudios era Granada. Los cuatro Mínguez que quedaban solteros se conjuraron para que el nuevo miembro de la familia sacara el título y heredara la farmacia.
Antes había que enviar al zagal a cursar el Bachillerato a la capital. Su pueblo apenas distaba seis kilómetros de la misma. Pero en los 40 esa distancia era más que considerable. Lo que más los separaba era la mentalidad: al bachillerato sólo iban los hijos del médico o de los caciquillos locales. Los de la plebe se suponía que heredaban los oficios paternos y sólo podían ser hortelanos o menestrales de baja cualificación.
Así, con 10 años mi padre enfrentó el reto de ir a diario al único instituto público de la ciudad, pedaleando en su ruinosa Lola. Llevaba una vestimenta astrosa, heredada del Padrino y mil veces remendada por las amorosas manos maternas. Hubo de hacerse respetar a trompadas: los capitalinos no le pasaban por alto que, siendo un paleto de pueblo, se atreviera a estudiar con ellos ni la soltería de su madre. Mi abuela le dejó patente que ser pobre no era un pecado. Ante todo le inculcó que lo que definía a una persona no era su riqueza ni su apariencia, sino su rectitud e integridad. “Sé honrado, no robes, no engañes”, contaba mi padre que era la letanía con la que a diario lo despedía mi abuela. Su tío aún le apostilló: “Llamarse Arístides es una carga suplementaria: has de hacer honor a quien te dio el nombre y ser justo como él. Sé un faro de rectitud en la tormenta”.
La familia hubo de resignarse a no cumplir su sueño de hacerlo farmacéutico: no podían costear su estancia en Granada. Mi padre, que mientras hacía el bachiller volvía a ayudar a los suyos en las tareas que le encomendaran, jamás se lo echó en cara. Decidió hacerse maestro: la carrera se podía estudiar en su ciudad y, si se aplicaba, saldría con plaza directa y ayudaría económicamente a los suyos.
Durante 40 años ejerció su magisterio. Fue mi Maestro en Peñarrubia y en Elche de la Sierra. A él le debo mi amor por las letras y por la historia. Fue siempre la baliza a la que mirar, un ejemplo de equidad y probidad. A sus alumnos les repetía incansable que copiarse, aparte de ser un acto de traición al maestro pero también a tus compañeros, era una muestra de corrupción flagrante. No podíamos criticar a un politicucho o cacicastro por ser corrupto, si luego copiábamos en los exámenes.
Desde hace dos cursos trabajo en el mismo instituto en el que se formó, un hermoso edificio del siglo XVIII. Enseñar allí es un regalo que me ha dado la profesión a la que he dedicado mi vida. Entre sus claustros y arcadas aún vislumbro la sombra de aquel chicuelo, acobardado por estar en un sitio en el que creían que no debía estar, pero dispuesto a devorar los libros y a abrirse camino con constancia e integridad. Con estos mimbres nos armó a mí y a mis hermanos. Con estos mimbres he intentado armar a mis vástagos. Es difícil hacer honor no sólo a Arístides el Justo, sino también a don Arístides.
Que he sabido hacer bien mi trabajo de ser eje transmisor entre el abuelo y mis hijos me lo confirmaron hace una década. Me llamaron desde el instituto en el que mi mayor cursaba tercero de ESO: en la pausa del recreo una profesora se había quedado con otros alumnos solucionándoles dudas; mi hijo se dirigió a una mesa que no era la suya y se puso a buscar en la rejilla. Cogió unos folios y se dirigió a la papelera a romperlos. La profesora le interpeló sobre qué hacía en un pupitre ajeno. Al principio el niño calló. Cuando su maestra insistió, le respondió que eran chuletas y las estaba rompiendo. No dijo de quién eran. La profesora le dijo que qué le importaba a él. Le respondió que a él le daba igual: había estudiado a fondo y controlaba el tema, pero le molestaba por aquellos compañeros que tenían ciertas dificultades para comprender la materia y se esforzaban al máximo. No era justo que aquellos sacaran menos nota que el tramposo. Además, copiar era un acto de corrupción (se notaban las lecciones de su abuelo) y eso era un cáncer para la sociedad.
En el recreo la propietaria de las chuletas acudió a pedirle cuentas acompañada de dos matones, pero mi hijo ha heredado la corpulencia y la indomabilidad de mi padre. Le respondió que, si hubiera estado estudiando en vez de viendo un cochambroso capítulo de la isla de las felaciones o similar, no le habrían hecho falta chuletas. Le pidió que le dejara repasar. La copiona y sus matones debieron de achantarse porque se marcharon con el rabo entre las piernas.
Acarreo sobre mis espaldas ya 35 cursos de servicio en institutos de secundaria. En mis inicios cometí el error de pensar que todas las familias habían recibido los mismos preceptos morales que me inculcaron a mí: copiar era una traición no sólo al maestro sino también a tus compañeros. Cuán equivocado estaba lo fui descubriendo a trompazos.
No hace mucho en mi anterior centro detecté que 17 de los 30 alumnos me habían copiado. Y de los otros aún tenía alguna sospecha. No me explicaba cómo: les había confiscado los móviles, no había parado de dar vueltas. Opté por repetirles el examen a todos. Hube de sufrir acuciantes presiones por algunos padres. Uno en especial porfiaba que su hijo era honrado y que ponía la mano en el fuego por él. Me mantuve firme. La repetición me permitió comprobar que las preguntas que tan bien habían respondido en el anterior las hacían ahora rematadamente mal, sin ton ni son: ergo habían copiado. No quise hacer sangre. Me limité a anularles las preguntas copiadas del primer ejercicio y a evaluarlos con el resto de notas de la evaluación. Pero me sentí herido en lo más hondo, dolido, traicionado por un curso con el que me había volcado. Entre los que demostré que copiaron estaba aquel niño por el que su padre metió la mano en el fuego. Chamuscada la llevará, sin duda.
En algunas evaluaciones mis compañeros expresan impotentes que les consta que algunos críos les copian, pero no consiguen pillarlos. Les requisan el móvil: ellos se traen hasta dos o tres escondidos para sustituir el incautado. Esconden éstos o relojes inteligentes en lugares donde tú no puedes buscar por impedimentos legales.
Mi amiga Presen, con la que tuve el honor de batirme en defensa de lo Clásico durante un curso, es una generación más joven que la mía. Aparte de ser una maravillosa Magistra, tiene una excelente relación con sus alumnos. Nos contaba el otro día que muchos de los que sospechábamos que copiaban usan unos pinganillos tan diminutos, del tamaño de una lenteja, que se los pueden introducir en el canal auditivo. Luego se los han de sacar con la ayuda de un imán. Son indetectables desde fuera. En el exterior algún cómplice les lee las respuestas del examen. Relataba que en su actual trabajo pillaron a una madre que, aparcada frente al centro de estudios, le estaba dictando a su hijo las respuestas del examen de Historia del Arte. ¿Será consciente esa zutana del tarugo que está nutriendo, del tirano al que está engendrando? ¿Qué hará en la noche de bodas cuando el zote, beodo como una cuba y hasta las cejas de coca, le diga a su mamma que no tiene ganas de desflorar a la novia? ¿Le pondrá un pinganillo y hará ella de mamporrero para su criatura?
El copiar se ha generalizado. Los que vigilan los exámenes y velan por que todo se desarrolle con limpieza están atados de manos. No pueden registrar a los examinandos. Las autoridades no ponen a su disposición inhibidores con los que obstaculizar pinganillos, relojes y otros artilugios inteligentes.
En breve miles de jóvenes y no tan jóvenes se enfrentan a las oposiciones para acceder al cuerpo de profesores de enseñanza secundaria. Una parte del proceso es entregar una programación y una unidad didáctica. Sé de buenas fuentes que éstas se venden a partir de 200 euros. Uno que vaya trampeando puede desplazar a uno que haya ido siempre por la vía recta y que en el examen haya sacado mejor nota. Opositores honrados y tribunales quedan al albur de estos canallas sin escrúpulos.
Mantuve con mi padre fructíferas conversaciones al amor de una buena frasca de jumilla. Cuando me oía quejarme de los continuos casos de corrupción e incompetencia de nuestros dirigentes, me aseguraba que España sufría la maldición del Lazarillo. En mis años de escuela nos hizo leer el Lazarillo de Tormes y extraer las lecciones que esa novela picaresca guardaba. Su anónimo autor quiso denunciar con ella el prototipo de un español que no aportaba nada a la sociedad, sino que le hacía de sanguijuela y parasitaba de ella, robando y malviviendo del trabajo de otros. Quería que los españoles abrieran los ojos y señalaran y arrinconaran a esos golfos. Falló estrepitosamente: en vez de marcarlos y arrumbarlos, todos quieren ser como ellos. Disculpan sus mentiras, sus delitos con el daño causado al conjunto de la ciudadanía. Incluso los eligen como dirigentes por muchas tropelías y chanchullos sobre sus hombros (Trump, Sánchez, Ayuso,…). A eso le llamaba la maldición del Lazarillo: estamos en manos de lázaros de Tormes. Su ejemplo de deshonestidad, picaresca e inmoralidad es el que prevalece.
Yo, que le salí algo contestón, le daba la razón y a su pesimista diagnóstico añadía otro aún más doloroso.
—Papá, los que hemos optado por seguir tu ejemplo y el de la abuela Elena, los que se dejan la piel por cumplir honradamente con su labor, encima han de afrontar otra maldición: la del Cid. “Qué buenos vasallos si hubieran buen señor”.
—Ahí debe estar la grandeza de una persona, hijo: ser buen vasallo y cumplir con tus deberes aún no habiendo buen señor. Es otra de las maldiciones de esta España que tanto nos escuece, pero a la que no sabemos dejar de amar. Unos cides mangoneados por unos lazarillos…. ¡Echa vino, caporal!
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