La boccia, una vía de inclusión y de alta competición: "Luchamos para que nadie se quede sin practicar deporte"
La Fundación Ana Valdivia impulsa un deporte paralímpico apasionante que combina precisión y estrategia.

No hacen ruido, pero mueven el mundo. En un pabellón discreto de San Sebastián de los Reyes, se desarrolla cada semana un espectáculo de inteligencia, precisión y emoción que pocos conocen: la boccia. Un deporte paralímpico diseñado para personas con grandes discapacidades físicas, especialmente parálisis cerebral, que es mucho más que tirar bolas: es anticipación, táctica, lectura de campo y, sobre todo, una forma de vida. La Fundación Ana Valdivia ha convertido este juego minoritario en una escuela de valores y superación para decenas de jóvenes deportistas. Aquí, ganar no siempre es lo más importante, pero competir, sentir, conectar y avanzar sí lo es.
Desde 2014, esta escuela funciona gracias al respaldo del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, que cede gratuitamente el pabellón municipal. Sin este apoyo, afirma Carlos, coordinador de programas de la Fundación, “sería imposible seguir adelante”, porque la boccia, al ser un deporte minoritario, requiere mucho espacio, materiales costosos y no es rentable para entidades privadas. Recuerda entre risas los inicios: “Nos engañaron. Nos dijeron que un club iba a desaparecer y que si podíamos acoger a sus deportistas. Sin saber muy bien cómo, montamos una escuela de boccia. Y hoy es una de las joyas de la fundación”. “Es su deporte. Y por eso luchamos para que nadie se quede sin practicarlo”, subraya.
¿Qué es la boccia?
A primera vista, la boccia podría recordar a la petanca. Hay una bola blanca (la jack) y dos jugadores lanzan alternativamente sus bolas rojas y azules tratando de acercarlas lo máximo posible a esa referencia. Pero, como explica Guillermo, asistente técnico, “esto es solo el principio, porque luego entra en juego la estrategia, la toma de decisiones, el cálculo de fuerza, las trayectorias, el tipo de bola que se usa… Es un mundo muchísimo más complejo de lo que parece.”
La clave está en que es un deporte creado desde el origen para ser practicado por personas con grandes discapacidades físicas. Se divide en cuatro categorías: BC1, BC2, BC3 y BC4, en función del grado de afectación y de si el jugador necesita o no un asistente. La categoría BC3, en la que compiten muchos de los jugadores de esta escuela, está destinada a quienes no pueden lanzar con las manos ni con los pies. Ellos se ayudan de una canaleta o rampa, que su asistente posiciona según las indicaciones del jugador.
Ahí nace una relación única. Laura, asistente técnica de Alejandro, lo explica con una mezcla de afecto y precisión: “Somos como un matrimonio. Él me habla solo a mí, yo no puedo decirle nada. Se comunica con gestos, guiños, posturas de manos… y yo interpreto lo que quiere hacer. Se anticipa a las jugadas del rival incluso antes de que ocurran. Tiene una mente increíble”. Y añade: “Yo entro con él al campo, así que también soy deportista. Lo vivo con él, desde dentro. Es muy emocionante”.
Alejandro no necesita hablar demasiado para mostrar su pasión: “Lo que más me gusta es la estrategia. Es matemática, lógica, lectura… saber qué va a pasar después de cada acción. Es como anticiparse al futuro”, afirma con serenidad. Recuerda con cariño el Campeonato Europeo en el que logró ocho victorias en nueve partidas: “Aunque empecé mal, mantuve la constancia y acabé ganando muchas partidas. Fue muy emocionante. Me encanta leer el juego del rival, pensar qué va a hacer, prepararme para ello”.
A su lado, Alba representa otra dimensión del juego: la alegría. “Soy feliz jugando a la boccia. Tengo muchos amigos. Y se me da bien apuntar y dar pelotazos cuando hay que romper el juego”, dice con entusiasmo, mientras recuerda partidos que le han hecho sentir muy orgullosa.
Cuando competir lo cambia todo
La boccia no sería posible sin su ecosistema de técnicos, asistentes, árbitros y, sobre todo, familias. Carmen, árbitra nacional y madre de Alejandro, es testigo de ese engranaje. “Yo empecé como madre voluntaria. Mi hijo, con 9 años, encontró en la boccia un deporte que sí podía practicar. Y al final acabé haciéndome árbitra nacional. Lo hago porque creo en este deporte y porque sin familias no hay boccia. Así de claro.”
Sin las familias no sería posible
Explica con detalle que el material para competir a alto nivel es carísimo: una bola homologada puede costar entre 90 y 150 euros, y una canaleta profesional entre 2.000 y 4.000 euros. “Eso no lo cubre nadie. Lo que hay aquí en la escuela es material de base, pero si quieres competir en serio, necesitas inversión. Y ahí están las familias, haciendo malabares”.
Y no solo aportan dinero. Aportan tiempo, transporte, apoyo emocional. Carmen lo tiene claro: “Mi hijo está donde está porque su padre le fabrica canaletas, yo llevo el material de un sitio a otro, organizamos horarios con la universidad, todo. Y aún así nos dejamos mucho por el camino. Pero lo hacemos por él. Porque se lo merece.”
Cuando compiten se transforman
En la escuela conviven perfiles muy distintos: jugadores que vienen a divertirse y hacer vida social, y otros con una clara vocación competitiva. Pero cuando llega una competición, todos sacan su mejor versión. “Se lo toman muy en serio. A las 10:00 empieza un partido, y a las 8:30 están en cámara de llamadas, listos”, relata Carlos. “Cambian el chip. Como Rocky cuando se pone la gorra. Se transforman”.
Alejandro es buen ejemplo de ello. Está en la órbita de la selección española y este verano competirá en el Campeonato de Europa junto a su pareja de juego. Los Juegos Paralímpicos de Los Ángeles 2028 no son un sueño, sino un objetivo. “Está para ello”, dice su madre con orgullo.
Mucho más que un deporte
Pero más allá de la competición, lo que atrapa de la boccia es lo humano. “Con solo una mirada, sé lo que quiere hacer mi jugador”, explica Guillermo. “Se crea un lenguaje propio que no se aprende en ninguna escuela. Es muy bonito. Hay mucha complicidad. Nos entendemos sin hablar”.
Esa conexión se vive también entre árbitros y jugadores, en un clima de respeto que contrasta con otros deportes más ruidosos. “Aquí no hay gritos, no hay quejas. Hay reglas, y se cumplen. Porque son deportistas, y se comportan como tales”, apunta Carmen. Y cuando están en equipos o parejas, según la categoría, se percibe la unión: “Se conocen, se entienden, se hablan solo en su turno, se apoyan… desde fuera es precioso de ver”.
Somos una auténtica piña
En cada jornada, entrenamiento o campeonato, lo que se vive en la boccia va más allá del deporte. Se forjan amistades, se construyen rutinas, se aprende a ganar… y a perder. “Somos una piña. Nos apoyamos, nos buscamos la vida, hacemos malabares. Pero lo hacemos con una sonrisa”, dice Carmen. Y eso lo cambia todo.
Porque cuando un deporte es capaz de conectar, emocionar y transformar tantas vidas, no puede seguir siendo invisible. Y la boccia, desde un rincón del norte de Madrid, está demostrando que con estrategia, corazón y equipo… se puede llegar muy lejos.