Francisco, el porteño que revolucionó la Iglesia

Desde que decidió abandonar la química de los laboratorios para adentrarse en la química del espíritu, el fallecido papa siempre mantuvo una postura crítica y solvente – intelectualmente hablando – durante los momentos más duros de la historia de su país.

Abr 28, 2025 - 11:34
 0
Francisco, el porteño que revolucionó la Iglesia

Francisco, nombrado pontífice el 13 de marzo de 2013, no sólo rompió los moldes al ser el primer papa jesuita de la historia, sino que dejó atrás el viejo eje “progresista-conservador” de la curia vaticana para abrir nuevos caminos. Y lo hizo a su manera, con esa mezcla de ser porteño y la humildad que lo caracterizaba.

Nacido en los suburbios de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio llevó consigo el espíritu de su tierra y su personalidad austera, reflejado en decisiones tan simbólicas como rechazar el papamóvil por un sencillo Fiat 500 o vivir en la casa de Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico. Estos gestos no fueron meros caprichos; fueron un desafío directo a quienes creían que el poder eclesiástico debía limitarse a las formalidades.

Desde que decidió abandonar la química de los laboratorios para adentrarse en la química del espíritu, el fallecido papa siempre mantuvo una postura crítica y solvente – intelectualmente hablando – durante los momentos más duros de la historia de su país.

Durante los años más oscuros de la historia argentina pronunció discursos que sacudieron conciencias y —a veces— incomodaron incluso a los miembros de la propia Iglesia. Sobre este tema, también resulta un tanto paradójico que tanto Jorge Rafael Videla, como Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti – tres de los principales artífices y responsables del golpe de Estado argentino de marzo de 1976 – coincidieran con el desarrollo vocacional de Jorge Mario Bergoglio. Lo más curioso de esta historia es que Videla era un ferviente católico, incluso el entonces fiscal adjunto del Juicio a las Juntas, Luis Moreno Ocampo, llegó a decir que su madre “iba a la iglesia con Videla en el barrio de Olivos”.

La elección de Francisco llegó en un momento de crisis para la Iglesia católica. La corrupción y explotación de las debilidades del espíritu compensadas por la fortaleza de la carne y de las cuentas corrientes de facciones de la Iglesia católica habían debilitado significativamente la credibilidad de la institución. Tras el largo pontificado de Juan Pablo II, el breve paso de Benedicto XVI y los escándalos del malvado padre Marcial Maciel, la institución necesitaba aire fresco. Y ese aire, curiosamente, llevaba una mezcla de tango, mate y reivindicación social.

Como hombre ligado a la misma tradición que Evita Perón, el Che Guevara, Maradona y Perón, Francisco también dominaba las máximas estalinistas. Por eso, aunque fallecido, el papa Francisco influyó decisivamente en el cónclave, asegurando que su legado perdure a través de los cardenales que designó, con la mirada puesta en el día de elegir a su sucesor. Stalin decía: “Considero que no tiene ninguna importancia quién votará en el partido ni cómo lo hará; lo que tiene suma importancia es esto: quién contará los votos y cómo” .

El papado de Francisco I coincidió con uno de los más llamativos e interesantes fenómenos que me ha tocado experimentar a lo largo de mi vida. En mis años como residente en ciudades como Nueva York, Austin, algunas de Europa, Texas, México o China nunca había visto una necesidad y sed espiritual como la que se está experimentando en la actualidad.

Lo más interesante de esto es que este fenómeno también ha coincidido con la decadencia cada vez más visible e inevitable de las democracias y de los liderazgos mundiales. Una decadencia que puede verse reflejada en el fin del sistema que nos había regido desde la Segunda Guerra Mundial y en el claro hartazgo de las sociedades.

La crisis de probidad de todo el sistema ha arrastrado no sólo a los regímenes y las formas de gobierno, sino también a esos aliados perpetuos de los gobiernos que, muchas veces, han sido las organizaciones religiosas. La gente está harta y lo está por años de mentira y estafa despiadada. Lo más curioso es que, queriendo cambiar el sistema, repite, acoge, impulsa y sigue las propuestas ofrecidas por parte de los más populistas y, técnicamente demostrado, los más mentirosos.

En todo el mundo resulta muy difícil encontrar estadísticas de mentiras más nutridas y probadas que las de los presidentes Trump y López Obrador. Sin embargo, en un acto de contradicción pura, tanto el pueblo mexicano eligió a López Obrador como el estadounidense volvió a elegir – sabiendo qué es lo que les esperaría – a Donald Trump.

Pese a la mentira, los pueblos siguen haciendo sus elecciones autodestructivas. En este sentido, la crisis del sistema será mucho peor, porque esa elección contra el sistema se realiza eligiendo a quienes son responsables de gran parte de la pérdida de la autoridad moral del mismo.

Si una sociedad quiere subsistir siempre va a necesitar algo en qué creer o a qué aferrarse. De ahí que las sociedades, pero sobre todo los jóvenes, hayan sentido esa urgencia de aferrarse a algo que no sólo le diera un sentido a su vida, sino que no los defraudara de la forma en la que lo ha hecho el sistema.

Por incluir algunos datos, encuestas recientes en Inglaterra y Gales revelan que casi el 50 por ciento de los jóvenes de 18 a 24 años cree “definitiva o probablemente” en Dios o en alguna fuerza superior, frente al 29 por ciento registrado en 2018. En Estados Unidos, el uso de la Biblia entre adultos jóvenes crece por primera vez desde 2021, y el 66 por ciento declara un “compromiso personal con Jesús”, especialmente entre los miembros de la llamada generación “Z” (un repunte del 12 por ciento desde entonces). Incluso el Pew Research Center apunta a una estabilización en el número de cristianos tras años de descenso.

Una de las grandes reflexiones que tenemos que hacernos es sobre las razones que se esconden tras esta necesidad de buscar algo más allá de lo terrenal. Quizá podría ser porque, tras el aislamiento digital y el trauma de haber sido testigos de una pandemia, lo de este mundo se convirtió en algo vano y superficial.

Y es que las generaciones que se criaron a base de likes y que fueron decepcionadas por esas instituciones milenarias ahora están en la búsqueda de algo real o que adquiera cierto sentido en sus vidas.

No es que la gente haya dejado de creer, es que lo que antes ofrecía seguridad y certeza, hoy es insuficiente. El escándalo de la pederastia, la corrupción y la sed de riqueza vaciaron de sentido a instituciones tan aparentemente inquebrantables como la Iglesia católica.

Y en medio de todo ese caos y de esa debacle, Francisco I se alzó como una bocanada de aire fresco.

Era la primera vez en la que, agotadas las oportunidades y la contribución que hizo Karol Wojtyla a través de la Iglesia católica tras la caída del comunismo y el cambio del siglo XX, se había producido un agotamiento de los liderazgos morales sociales que necesitaban un nuevo rumbo. Convocó a cardenales con visión de futuro, pensando quizá en un papado que entienda y responda al clamor espiritual de un mundo herido. Y ese es el gran reto que tiene el cónclave compuesto por los 133 cardenales que elegirán al nuevo papa.

A la fecha – salvo Francisco que seguramente estará descansando en paz en el más allá – desconocemos quién será el nuevo papa.

Pero lo que sí sabemos es que el mundo está sediento de paz, de justicia y, sobre todo, de respuesta a esa inquietud espiritual que late con fuerza entre las sociedades, pero especialmente entre quienes nacieron en la era digital. Tarde o temprano, esa sed será saciada. Y ojalá, cuando ese momento llegue, los líderes religiosos y políticos estén dispuestos a escuchar, dialogar y acompañar con la misma audacia con la que Bergoglio desafió al viejo orden.