¿Era de izquierdas el papa Francisco?
Los ateos de izquierdas deberíamos juzgar a Francisco por los efectos que ha introducido en un mundo fragilísimo que declina a toda prisa hacia una combinación explosiva de neoliberalismo económico y autoritarismo político, de desigualdad creciente y de neoimperialismo desnudo En una carta de julio de 2024 sobre “el papel de la literatura en la formación”, el papa Francisco reivindicaba la ficción literaria de un modo sorprendente, no como un instrumento de consolidación del “juicio” sino todo lo contrario: como un antídoto frente al peligro de los binarismos fósiles (verdadero/falso, justo/injusto) que suelen traducir el juicio en “sentencia de muerte, en cancelación, en supresión de la humanidad a favor de una árida totalización de la ley”. La literatura, en efecto, decía, “impide que el juicio moral se vuelva ciego o superficialmente condenatorio”, porque “el lector acoge el deber del juicio no como instrumento de dominio sino como invitación a una escucha incesante y como disposición a enredarse en la extraordinaria riqueza de la historia”. La literatura, en definitiva, nos libera de la tentación de ser jueces, uno de los graves vicios de la Iglesia, tantas veces convertida en perseguidora despiadada de toda forma de heterodoxia. O, a menudo, de toda forma de vida. Bergoglio, que era teólogo, estaba pensando sin duda en dos preceptos evangélicos de todos conocidos: “no juzguéis si no queréis ser juzgados” y “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, recogido en un famoso pasaje de san Juan en el que Jesús es apremiado a condenar a una mujer adúltera. Pero Francisco, que fue profesor de literatura en su juventud y que amaba a Dostoievski, pensaba quizás también en esa dolorosa y ambigua concreción del otro que a veces solo podemos conocer a través de los personajes de los relatos. En este sentido, es muy evidente que la dimensión “franciscana” de su pontificado tenía que ver con su rechazo a los que pretenden esquematizar las conductas y encajarlas en un molde judicial definitivo. Bergoglio podía ser en muchos aspectos tan conservador como Juan Pablo II o Benedicto XVI, pero no podía soportar su abstracción teológica y su ceguera ideológica. A muchos nos puede parecer insuficiente, desde luego, su legado en cuestiones de género, aunque habrá que reconocer que ningún papa anterior había ido tan lejos en el reconocimiento de la existencia del friki dentro de la Iglesia: del homosexual, del divorciado, de la mujer maltratada o sexualmente explotada. Esta disposición “literaria” a la escucha lo convirtió, en todo caso, en un defensor vibrante e insobornable de los más vulnerables: de los pobres, los migrantes, los excluidos, pero también del agua, los árboles y los pájaros. En julio de 2016, tras un atentado del Estado Islámico en Francia, Francisco hizo una sorprendente declaración contra la islamofobia seguida de un firme señalamiento del mal en el mundo. Dijo: “Sé que es peligroso decir esto pero el terrorismo crece cuando no hay otra opción y cuando el dinero se transforma en un dios que, en lugar de la persona, es puesto en el centro de la economía mundial”. No contento con semejante provocación, Francisco concluyó: “Esa es la primera forma de terrorismo. Ese es un terrorismo básico en contra de toda la humanidad”. Lo es, sí, porque esa “forma de terrorismo” destruye al mismo tiempo la Humanidad y la Naturaleza, las almas y los cuerpos, tal y como expresó con precisión y belleza en sus dos encíclicas más famosas: Laudato si y Fratelli tutti. “Terrorismo” era para Francisco el “hambre como guerra de clase”; “terrorismo” era la explotación sin límites de los recursos naturales y “terrorismo” era también, según denunció poco antes de morir, la masacre cotidiana de Israel en Gaza. ¿Era el papa Francisco de izquierdas? Era anticapitalista, ecologista, pacifista y anticlerical. ¿Era de derechas? Condenaba el aborto como un crimen y, aunque nombró algunas religiosas para cargos vaticanos, no fue capaz de establecer, como algunos sectores esperaban, la ordenación sacerdotal de las mujeres; ni el fin del celibato de los sacerdotes. Era un poeta metido a reformador. Para algunos sectores se quedó demasiado corto; para otros fue demasiado lejos. No era “de izquierdas” ni podía –ni debía– serlo. Era el papa de Roma, a la cabeza de una institución de dos mil años de historia que, a partir de Constantino, en el siglo IV, ha venido disputando o asumiendo o apoyando el poder político en Europa y en el mundo y que es, por su propio peso, irreformable, indestructible y decisiva. Nunca dejará a Cristo en libertad, es cierto, pero no es indiferente, en definitiva, quién ocupa su cátedra ni desde qué principios. De ahí que los ateos de izquierdas, más allá o más acá de nuestras propias diferencias, deberíamos juzgar a Francisco por los efectos que ha introducido en un mundo fragilísimo que declina a toda prisa hacia una combinación explosiva de neol

Los ateos de izquierdas deberíamos juzgar a Francisco por los efectos que ha introducido en un mundo fragilísimo que declina a toda prisa hacia una combinación explosiva de neoliberalismo económico y autoritarismo político, de desigualdad creciente y de neoimperialismo desnudo
En una carta de julio de 2024 sobre “el papel de la literatura en la formación”, el papa Francisco reivindicaba la ficción literaria de un modo sorprendente, no como un instrumento de consolidación del “juicio” sino todo lo contrario: como un antídoto frente al peligro de los binarismos fósiles (verdadero/falso, justo/injusto) que suelen traducir el juicio en “sentencia de muerte, en cancelación, en supresión de la humanidad a favor de una árida totalización de la ley”. La literatura, en efecto, decía, “impide que el juicio moral se vuelva ciego o superficialmente condenatorio”, porque “el lector acoge el deber del juicio no como instrumento de dominio sino como invitación a una escucha incesante y como disposición a enredarse en la extraordinaria riqueza de la historia”. La literatura, en definitiva, nos libera de la tentación de ser jueces, uno de los graves vicios de la Iglesia, tantas veces convertida en perseguidora despiadada de toda forma de heterodoxia. O, a menudo, de toda forma de vida.
Bergoglio, que era teólogo, estaba pensando sin duda en dos preceptos evangélicos de todos conocidos: “no juzguéis si no queréis ser juzgados” y “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, recogido en un famoso pasaje de san Juan en el que Jesús es apremiado a condenar a una mujer adúltera. Pero Francisco, que fue profesor de literatura en su juventud y que amaba a Dostoievski, pensaba quizás también en esa dolorosa y ambigua concreción del otro que a veces solo podemos conocer a través de los personajes de los relatos. En este sentido, es muy evidente que la dimensión “franciscana” de su pontificado tenía que ver con su rechazo a los que pretenden esquematizar las conductas y encajarlas en un molde judicial definitivo. Bergoglio podía ser en muchos aspectos tan conservador como Juan Pablo II o Benedicto XVI, pero no podía soportar su abstracción teológica y su ceguera ideológica.
A muchos nos puede parecer insuficiente, desde luego, su legado en cuestiones de género, aunque habrá que reconocer que ningún papa anterior había ido tan lejos en el reconocimiento de la existencia del friki dentro de la Iglesia: del homosexual, del divorciado, de la mujer maltratada o sexualmente explotada. Esta disposición “literaria” a la escucha lo convirtió, en todo caso, en un defensor vibrante e insobornable de los más vulnerables: de los pobres, los migrantes, los excluidos, pero también del agua, los árboles y los pájaros.
En julio de 2016, tras un atentado del Estado Islámico en Francia, Francisco hizo una sorprendente declaración contra la islamofobia seguida de un firme señalamiento del mal en el mundo. Dijo: “Sé que es peligroso decir esto pero el terrorismo crece cuando no hay otra opción y cuando el dinero se transforma en un dios que, en lugar de la persona, es puesto en el centro de la economía mundial”. No contento con semejante provocación, Francisco concluyó: “Esa es la primera forma de terrorismo. Ese es un terrorismo básico en contra de toda la humanidad”. Lo es, sí, porque esa “forma de terrorismo” destruye al mismo tiempo la Humanidad y la Naturaleza, las almas y los cuerpos, tal y como expresó con precisión y belleza en sus dos encíclicas más famosas: Laudato si y Fratelli tutti. “Terrorismo” era para Francisco el “hambre como guerra de clase”; “terrorismo” era la explotación sin límites de los recursos naturales y “terrorismo” era también, según denunció poco antes de morir, la masacre cotidiana de Israel en Gaza.
¿Era el papa Francisco de izquierdas? Era anticapitalista, ecologista, pacifista y anticlerical. ¿Era de derechas? Condenaba el aborto como un crimen y, aunque nombró algunas religiosas para cargos vaticanos, no fue capaz de establecer, como algunos sectores esperaban, la ordenación sacerdotal de las mujeres; ni el fin del celibato de los sacerdotes. Era un poeta metido a reformador. Para algunos sectores se quedó demasiado corto; para otros fue demasiado lejos. No era “de izquierdas” ni podía –ni debía– serlo. Era el papa de Roma, a la cabeza de una institución de dos mil años de historia que, a partir de Constantino, en el siglo IV, ha venido disputando o asumiendo o apoyando el poder político en Europa y en el mundo y que es, por su propio peso, irreformable, indestructible y decisiva. Nunca dejará a Cristo en libertad, es cierto, pero no es indiferente, en definitiva, quién ocupa su cátedra ni desde qué principios. De ahí que los ateos de izquierdas, más allá o más acá de nuestras propias diferencias, deberíamos juzgar a Francisco por los efectos que ha introducido en un mundo fragilísimo que declina a toda prisa hacia una combinación explosiva de neoliberalismo económico y autoritarismo político, de desigualdad creciente y de neoimperialismo desnudo, de deterioro ecológico y colapso del Derecho. Deberíamos juzgarlo también a partir de la ferocidad de los sectores católicos que lo han combatido y que, de hecho, llevaban años intentando apartarlo del solio de san Pedro. Me refiero a esa internacional trumpista que incluye al cardenal Burke, al converso Vance, al reaccionario Bannon y, desde luego, a los líderes de la ultraderecha europea: Le Pen, Abascal, Orban o Meloni. Frente a ellos, Bergoglio no ha sido “de izquierdas”, pero sí “cristiano” y, como decía antes, “anticlerical”, en el sentido de que ha intentado arañar desde dentro, con paradójico jesuitismo maniobrero, la rocosidad “curil” del poder de la Iglesia. En estos momentos, me parece, el realismo de izquierdas obliga a aliarse con los “cristianos” en contra de los “curas” y, aún más, a ceder a los “cristianos” el protagonismo de nuestras luchas centrales. Nos obliga, desde luego, a lamentar la muerte del papa como una pérdida catastrófica para la causa de la Humanidad y a reconocer que era, como titulaba yo un artículo reciente, “nuestro papa Francisco”.
Porque, como insisten siempre Gorka Larrabeiti y Enric Juliana, eso que llamamos “batalla cultural” adopta cada vez más la forma de “guerra religiosa”. En realidad, en todas las grandes encrucijadas históricas, son las guerras de religión las que convocan las grandes transformaciones sociales o, al revés, las grandes transformaciones sociales sólo se pueden expresar a través de imaginarios eminentemente religiosos. El imperio romano cayó en parte como consecuencia de una guerra religiosa; las guerras campesinas en Alemania en el siglo XVI fueron guerras religiosas; e incluso la revolución francesa de 1789 fue en realidad una guerra de religión. El regreso de la religión es en nuestra época claramente reaccionario: el islam wahabí, el evangelismo supremacista, el catolicismo medieval (sin olvidar las formas más agresivas del hinduismo en la India) están llegando al poder o determinándolo desde sus aledaños. Las iglesias, los templos, las mezquitas, las logias anti-ilustradas están sustituyendo de nuevo a los sindicatos, los parlamentos y los partidos.
En este contexto, Francisco fue escogido en 2013 para proteger el catolicismo frente a un islam y un evangelismo en expansión. Él asumió la tarea a su manera, entendiendo que la mejor forma de cumplirla era, en el interior, una reforma institucional; y, hacia el exterior, un nuevo ecumenismo que interpelara al 99% de la Humanidad contra los destructores de la dignidad humana y de la belleza alimenticia del planeta Tierra. El clericalismo de la derecha odió a muerte sus reformas; el anticlericalismo de la izquierda las ignoró. La derecha sabía lo que se hacía; la izquierda se equivocó. Tenemos solo dos opciones. Podemos abandonar el mundo en nombre del materialismo, ese otro dios menor, para refugiarnos en nuestras porciúnculas ateas. O podemos aceptar los márgenes nuevos que nos impone la realidad y buscar aliados progresistas en esta guerra de religión de la que dependen hoy el derecho, la justicia social y la democracia. El papa Francisco lo era –un aliado– y lo vamos a echar mucho de menos. Tenía mucho más poder, mucha más autoridad y mucho más predicamento que cualquier Unidad mal cosida de la izquierda.
Ha fallecido Jorge Mario Bergoglio, nacido en Argentina, muerto en la patria común la madrugada de un lunes de Pascua, casi al mismo tiempo que Cristo resucitaba. ¿Será una buena señal? Bergoglio ya no está. Era un poeta, un peatón de la teología, un viejo mandón, un precursor. No vamos ganando. Del desenlace del próximo cónclave depende ahora el destino de una constelación democrática en retroceso prendida en el suelo con alfileres.