El papa que incomodó a los poderosos
Su papado fue una excepción histórica que merece ser recordada -y sus textos estudiados- no sólo por los creyentes, sino por todos aquellos que, desde diversas trincheras, luchan por un mundo más justo y habitable Ha muerto el papa más progresista de la historia contemporánea. Francisco, a los 88 años, deja tras de sí un legado que trasciende el perímetro del mundo católico. Su voz, casi siempre incómoda para los poderosos, resonó con fuerza en los debates globales sobre desigualdad, ecología, migraciones y justicia social. No fue un líder perfecto ni hay motivos para mitificarlo, pero sí resultó ser un Pontífice que puso el acento en las consecuencias de un mundo desgarrado por las múltiples crisis del capitalismo global. Históricamente, la Iglesia católica ha estado —aunque no sin contradicciones— al servicio del poder establecido, aliada con imperios, monarquías y élites económicas. En España lo sabemos bien, y basta recordar que la Iglesia apoyó a los golpistas de 1936 justificándose en una ‘cruzada’ contra el comunismo, como bien ha documentado el historiador Julián Casanova en ‘La Iglesia de Franco’. Sin embargo, la Iglesia también ha dado lugar a disidencias internas, a movimientos que eligieron caminar junto a los empobrecidos, los explotados y los nadie, como llamó Eduardo Galeano a la parte más sufriente de la sociedad. Experiencias como los Cristianos de Base o la Teología de la Liberación en América Latina, son ejemplos vivos de esta pulsión que también existe en el seno de la Iglesia. Es razonable que, fuera de las disquisiciones teóricas, podamos inscribir a Francisco en esta última tradición. Denunció al sistema económico capitalista y la destrucción de la naturaleza como una forma más de violencia contra los débiles. Por esa razón su papado fue una excepción histórica que merece ser recordada -y sus textos estudiados- no sólo por los creyentes, sino por todos aquellos que, desde diversas trincheras, luchan por un mundo más justo y habitable. De hecho, en muchos casos su pontificado llegó incluso más lejos que numerosos movimientos de izquierda. En 2015, la encíclica Laudato si’, titulada gráficamente “sobre el cuidado de la casa común”, situó en el centro del debate la urgencia de una política ecológica global capaz de «unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral». El paradigma desde el que hablaba reconocía los límites biofísicos del planeta, tanto en los recursos que consumimos como en los residuos que generamos: «el sistema industrial, al final del ciclo de producción y de consumo, no ha desarrollado la capacidad de absorber y reutilizar residuos y desechos». Su visión del metabolismo industrial era, por lo tanto, mucho más realista que la mayoría de los planteamientos productivistas que pueblan el espacio político de la izquierda. Además, aquella encíclica incorporaba pasajes de notable lucidez que bebían directamente de la ciencia contemporánea. Y lo hacía en un momento en que buena parte de la izquierda seguía sin dar prioridad a la cuestión ecológica, aceptándola de forma retórica, pero relegándola en sus programas y discursos. Francisco recalcó los efectos asimétricos del calentamiento global, e insistió en que sus efectos recaen con mayor dureza sobre las clases populares. Pero también tuvo espacio para señalar con claridad a los responsables: «muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas». En anteriores artículos he subrayado el papel que juega la crisis ecosocial en el agotamiento relativo y absoluto de los recursos fundamentales del metabolismo de las sociedades -tales como los combustibles fósiles o los minerales críticos-, y su vínculo con las guerras presentes y del futuro. Se trata, para mí, del verdadero contorno geopolítico de nuestro tiempo; mucho más que el ideológico. No obstante, diez años antes de que Trump anunciara su intención de hacerse con Groenlandia para apropiarse de sus minerales, Francisco escribió que «es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras, disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones». Sin duda no fue el primero en pensar así, pero su lucidez contribuyó a que muchos vieran las cosas de este otro modo que es, seguro, mucho más certero. En un mundo donde las guerras resurgen violentamente, sobre todo por causas económicas, es fácil ver cómo la humanidad se escinde aún más radicalmente en distintas facciones con desigual acceso al poder y a los recursos necesarios para garantizar una vida digna. La deriva reaccionaria de ciertos segmentos sociales y políticos, que pretenden privatizar esos recursos para sí, fue también denunciada por Francisco. Pensando en los perdedores de esa nueva situación, denunció que «partes de la humanidad parecen sacr

Su papado fue una excepción histórica que merece ser recordada -y sus textos estudiados- no sólo por los creyentes, sino por todos aquellos que, desde diversas trincheras, luchan por un mundo más justo y habitable
Ha muerto el papa más progresista de la historia contemporánea. Francisco, a los 88 años, deja tras de sí un legado que trasciende el perímetro del mundo católico. Su voz, casi siempre incómoda para los poderosos, resonó con fuerza en los debates globales sobre desigualdad, ecología, migraciones y justicia social. No fue un líder perfecto ni hay motivos para mitificarlo, pero sí resultó ser un Pontífice que puso el acento en las consecuencias de un mundo desgarrado por las múltiples crisis del capitalismo global.
Históricamente, la Iglesia católica ha estado —aunque no sin contradicciones— al servicio del poder establecido, aliada con imperios, monarquías y élites económicas. En España lo sabemos bien, y basta recordar que la Iglesia apoyó a los golpistas de 1936 justificándose en una ‘cruzada’ contra el comunismo, como bien ha documentado el historiador Julián Casanova en ‘La Iglesia de Franco’. Sin embargo, la Iglesia también ha dado lugar a disidencias internas, a movimientos que eligieron caminar junto a los empobrecidos, los explotados y los nadie, como llamó Eduardo Galeano a la parte más sufriente de la sociedad. Experiencias como los Cristianos de Base o la Teología de la Liberación en América Latina, son ejemplos vivos de esta pulsión que también existe en el seno de la Iglesia.
Es razonable que, fuera de las disquisiciones teóricas, podamos inscribir a Francisco en esta última tradición. Denunció al sistema económico capitalista y la destrucción de la naturaleza como una forma más de violencia contra los débiles. Por esa razón su papado fue una excepción histórica que merece ser recordada -y sus textos estudiados- no sólo por los creyentes, sino por todos aquellos que, desde diversas trincheras, luchan por un mundo más justo y habitable.
De hecho, en muchos casos su pontificado llegó incluso más lejos que numerosos movimientos de izquierda. En 2015, la encíclica Laudato si’, titulada gráficamente “sobre el cuidado de la casa común”, situó en el centro del debate la urgencia de una política ecológica global capaz de «unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral». El paradigma desde el que hablaba reconocía los límites biofísicos del planeta, tanto en los recursos que consumimos como en los residuos que generamos: «el sistema industrial, al final del ciclo de producción y de consumo, no ha desarrollado la capacidad de absorber y reutilizar residuos y desechos». Su visión del metabolismo industrial era, por lo tanto, mucho más realista que la mayoría de los planteamientos productivistas que pueblan el espacio político de la izquierda.
Además, aquella encíclica incorporaba pasajes de notable lucidez que bebían directamente de la ciencia contemporánea. Y lo hacía en un momento en que buena parte de la izquierda seguía sin dar prioridad a la cuestión ecológica, aceptándola de forma retórica, pero relegándola en sus programas y discursos. Francisco recalcó los efectos asimétricos del calentamiento global, e insistió en que sus efectos recaen con mayor dureza sobre las clases populares. Pero también tuvo espacio para señalar con claridad a los responsables: «muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas».
En anteriores artículos he subrayado el papel que juega la crisis ecosocial en el agotamiento relativo y absoluto de los recursos fundamentales del metabolismo de las sociedades -tales como los combustibles fósiles o los minerales críticos-, y su vínculo con las guerras presentes y del futuro. Se trata, para mí, del verdadero contorno geopolítico de nuestro tiempo; mucho más que el ideológico. No obstante, diez años antes de que Trump anunciara su intención de hacerse con Groenlandia para apropiarse de sus minerales, Francisco escribió que «es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras, disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones». Sin duda no fue el primero en pensar así, pero su lucidez contribuyó a que muchos vieran las cosas de este otro modo que es, seguro, mucho más certero.
En un mundo donde las guerras resurgen violentamente, sobre todo por causas económicas, es fácil ver cómo la humanidad se escinde aún más radicalmente en distintas facciones con desigual acceso al poder y a los recursos necesarios para garantizar una vida digna. La deriva reaccionaria de ciertos segmentos sociales y políticos, que pretenden privatizar esos recursos para sí, fue también denunciada por Francisco. Pensando en los perdedores de esa nueva situación, denunció que «partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites», lo cual conectaba muy bien con su crítica al fetichismo del crecimiento económico y a la ausencia de las nociones de mesura o austeridad en la producción y el consumo.
El mundo del futuro que imaginaba Francisco no nacía de la fantasía, sino que conectaba con los hechos del presente. Ahí es donde cobra más importancia la visión sobre la inmigración. Mientras Estados Unidos y la Unión Europea siguen levantando muros, bloqueando accesos y deportando a quienes huyen del hambre, la guerra o el cambio climático —a menudo inducido por los países más ricos—, el papa propuso un enfoque radicalmente distinto: «Nuestros esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar». Un mundo de diferencia que explica por qué el ultraderechista Javier Milei se refirió al papa como «el representante del Maligno en la Tierra».
Una lectura atenta de sus dos principales encíclicas, la de 2015 y la de 2020, revela que Francisco comprendió muy bien la complejidad de todos estos vínculos. No obstante, no nacía de ahí necesariamente una proposición catastrofista, sino que también había hueco para la propuesta. Lo interesante es que los fundamentos de la solución arraigaban en el mismo lugar que lo hacen los de la tradición socialista. De hecho, pocas frases han escandalizado tanto a los guardianes del orden establecido como esta: «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad». Una interpretación con larga tradición religiosa y civil, que además aparece también en el artículo 128 de la Constitución Española, y que sigue desesperando a las elites económicas.
En suma, es posible —y deseable— rescatar una tradición dentro de la Iglesia que conecta la voz tempranamente humanista de Bartolomé de las Casas en el siglo XVI con el pensamiento ecologista, social y radicalmente político de Francisco. Esa tradición no tiene por qué pertenecer únicamente al ámbito de la fe. Pertenece, también, a la historia de esa parte de la humanidad que quiere que el mundo cambie de base.
Esta afirmación puede ser difícil de digerir para una izquierda cuya teoría política se inspiró, con acierto, en los valores y principios de la Ilustración Occidental -que a su vez emergieron en disputa contra la cosmovisión religiosa-. Más difícil es para la izquierda de países donde, como en España, la historia política de la Iglesia ha estado caracterizada por ser un pilar fundamental de las fuerzas reaccionarias. Sin embargo, creo que merece la pena hacer el intento.
Acaba de terminar la Semana Santa, y como cada año, reaparecen los debates sobre la relación entre la izquierda y la religión, o entre la política y las tradiciones culturales. Para alguien como yo, educado en la tradición cristiana e incluso vinculado formalmente durante años a una hermandad, no resulta difícil analizar la Semana Santa desde una óptica laica. No es necesario ser religioso para comprender el papel de los rituales en la construcción de vínculos sociales, como tampoco hace falta ser un ateo militante para ver que la Iglesia también reproduce —y ha reproducido— estructuras de poder y opresión. Quizás el ejemplo más claro, y donde menos avances se han producido, es en relación con el papel de las mujeres en la sociedad.
Pero el poder, como toda institución histórica, es contradictorio. En la Iglesia coexisten doctrinas emancipadoras y doctrinas conservadoras, obispos reaccionarios y curas de barrio comprometidos, tradiciones profundamente distintas y a veces enfrentadas. Esa tensión habita incluso dentro de las mismas personas. Por eso creo que es más productivo explotar y desarrollar aquellos elementos positivos o emancipadores, aparcando las contradicciones que molestan. Lo contrario es precisamente lo que hace muchas veces cierta izquierda: centrarse y explotar las contradicciones de los demás, aparcando lo positivo o recuperable, y negando todo potencial de transformación y construcción de alianzas a cambio de una paralizante y fosilizada reafirmación identitaria en clave moralista. Me atrae mucho más la gente con contradicciones y que hace avanzar el mundo que los revolucionarios que carecen de contradicciones y también de toda capacidad de cambiar la sociedad.