El país y el mundo revelan la primacía de proyectos políticos personalistas

Un problema fundamental afecta al conjunto del sistema: el debilitamiento de los partidos; las ambiciones personales, generalmente de cortísimo plazo, prevalecen sobre los objetivos colectivos

Abr 4, 2025 - 06:03
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El país y el mundo revelan la primacía de proyectos políticos personalistas

La fragmentación de la oferta electoral en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires constituye un caso extremo de un problema fundamental que afecta al sistema político: el debilitamiento de los partidos políticos, muchos de los cuales parecen estar en vías de extinción. Como causa y efecto de esa anemia partidaria, predominan los liderazgos personalistas en todo el espectro ideológico. Las ambiciones y las estrategias personales, en general minimalistas y de cortísimo plazo, prevalecen por sobre los objetivos o incluso los sueños colectivos, más ambiciosos y con horizontes temporales mucho más largos. Vivimos así en una era en la que no solo la política de los nombres propios aventaja a las visiones transformacionales, esperanzadoras y convocantes.

El egoísmo, la imposición, la confrontación y a menudo la vendetta reinan sobre la cooperación, la persuasión, la deliberación democrática y la competencia electoral como mecanismo para diseminar proyectos e instrumentos de política pública para responder a las demandas de la sociedad. También –y es muy grave– se usan y se abusa de conceptos o ideas-fuerza para conformar una narrativa que no busca enriquecer el bagaje de capital intelectual con el que encarar la siempre difícil tarea de gobernar, sino justificar o legitimar esas aventuras personalistas que suelen derivar en pantanos institucionales en los que se imponen el faccionalismo y el decisionismo característico del hiperpresidencialismo (o su expresión provincial: el caudillismo). El mecanismo que comienza con partidos cada vez más decadentes y divididos termina debilitando la cultura democrática y promoviendo deslizamientos hacia el autoritarismo o la autocracia.

Puede argumentarse que se trata de un fenómeno recurrente en la historia argentina y bastante común en esta singular coyuntura en la que en todo el planeta somos testigos e involuntarios (¿pasivos?) protagonistas de una reversión de valores y principios democráticos. Nada más típico en nuestra historia que los proyectos personalistas de poder imperando sobre las construcciones asociativas en función del interés general. Sucedió entre la Revolución de Mayo y la Organización Nacional, ese período violento y fratricida que Tulio Halperín Donghi denominó “la larga espera”. Pero las pujas de poder, las ambiciones desmedidas y el “fragotismo” (las conspiraciones y las prácticas sediciosas) fueron parte de los comportamientos destacados de la gran generación que impulsó la extraordinaria epopeya de la construcción del Estado nacional, la modernización de la economía, el progreso social y hasta las reformas políticas que ampliaron la ciudadanía y fomentaron una democratización efectiva en 1916. Pero hacia 1930, como pasó en la región y en el mundo, la crisis del capitalismo global, las tensiones de entreguerras y la falta de convicción republicana y democrática de buena parte de nuestras élites dirigentes nos empujaron a la ciénaga del autoritarismo, la manipulación de las instituciones y la irresponsabilidad fiscal y monetaria. La experiencia populista primero y los regímenes burocrático-autoritarios después profundizaron la desconfianza de los actores políticos y sociales entre sí y de la sociedad en general respecto de sus dirigentes, cosa que no pudo revertirse en las últimas 4 décadas de transición democrática: en general, se deterioró más, en especial como consecuencia de la reversión (debacle) en materia de desarrollo económico y social, la corrupción y el aumento de la inseguridad. Más aún, debemos retrotraernos a casi un siglo para encontrar síntomas parecidos en términos de retroceso democrático, crisis de la globalización (y surgimiento de prácticas proteccionistas y valores nacionalistas) y predominio de autócratas.

Cuando eso ocurre, la política es el principal problema de las sociedades. Aunque a veces se alcancen logros parciales en algunas dimensiones, a la corta o a la larga los objetivos individuales (concentración de poder, desplazamiento o eliminación de competidores, adversarios, opositores o críticos, manipulación de las reglas del juego y hasta de la justicia para favorecer metas egoístas) le ganan a cualquier meta o beneficio para el conjunto. Esto, a menudo, implica desaprovechar oportunidades extraordinarias (coyunturas internacionales propicias) o poner en riesgo aspectos rescatables que podrían haberse convertido en parte de un acervo colectivo o bien público, pero que terminan desacreditados o deslegitimados por quedar atados a un proyecto político determinado o a un nombre propio.

Las ciencias sociales enfatizan desde hace más de un siglo la importancia de los factores estructurales, las tendencias de larga duración y los complejos mecanismos que a mediano y a largo plazo definen los grandes trazos de la historia de la humanidad. Variables como la demografía, la tecnología (aplicada tanto a la producción de bienes y servicios como, sobre todo, a la guerra) e incluso la cultura y las ideas constituyen los elementos determinantes para comprender los grandes saltos (y las continuidades) en la apasionante aventura del desarrollo.

No debe subestimarse la importancia central que tiene lo que, buscando algo de elegancia, los especialistas denominan “agencia”, que en términos prácticos significa protagonistas de carne y hueso que desempeñan un rol primordial, para bien pero casi siempre para mal, en los procesos históricos. Para muestra basta un botón: en estas horas el planeta sufre un shock negativo sin precedente como consecuencia de la guerra comercial iniciada por Estados Unidos. Fuimos testigos de demasiados hechos aterradores frutos de la maldad, el odio y la cultura de la muerte (recientemente el ataque terrorista de Hamas el 7 de octubre de 2023; antes, las Torres Gemelas). Sufrimos el impacto de crisis financieras globales que estuvieron a punto de disparar otra gran depresión, como en 2009-2010. Y estuvimos sometidos al miedo y la parálisis por la pandemia de Covid 19. Pero hace muchísimo que no vemos una decisión absurda, temeraria, infundada y contraproducente como la que acaba de tomar el presidente Donald Trump, más propia de un país de tercer orden que de una sociedad moderna y desarrollada, ni hablar de la principal potencia global.

Todos los economistas serios, de las más variadas inclinaciones teóricas y metodológicas, coinciden en las bondades del libre comercio internacional. Se basa en décadas de investigación rigurosa y en la experiencia empírica de esta última ola de globalización, que permitió sacar de la pobreza a miles de millones de seres humanos. Desde muy joven, Trump fue crítico de la apertura comercial y en su anterior gestión intentó hacer algo parecido, pero no tuvo la capacidad de imponerse. Su notable triunfo le permite ahora avanzar con este capricho. No sabemos si terminará cediendo, si abrirá instancias de negociación o si la guerra comercial escalará y aumentará la tensión en un escenario geopolítico demasiado enrevesado. No quedan dudas de que es mucho más probable que una persona pueda estar equivocada que que muchas sean incapaces de identificar y corregir un error luego de dialogar, reflexionar y escucharse con respeto y espíritu autocrítico. Por eso la democracia participativa y de partidos, no la delegativa ni mucho menos la autocracia, con todas sus dificultades, costos y contratiempos, es el menos malo de todos los sistemas de gobierno conocidos.