De los cimientos de Roosevelt a los escombros de Trump

Donal Trump es el primer presidente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que articula los intereses estadounidenses violando sistemáticamente los acuerdos internacionales.

Abr 9, 2025 - 13:12
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De los cimientos de Roosevelt a los escombros de Trump

Donald Trump lo calificó como uno de los días más importantes de la historia estadounidense; Larry Summers, ex secretario del Tesoro de Estados Unidos, dijo que era el daño autoinfligido más grande para la economía de su país en la historia. Ambos tienen razón. La ñoñería del absurdamente llamado “Día de la Liberación”, con el cual Trump anunció aranceles dizque compensatorios al resto del mundo -amén de los de 25 por ciento que ya había colocado previamente al acero, aluminio, autos y autopartes, además de los aranceles por la misma cantidad a importaciones de México y Canadá que no cumplan con reglas de origen del TMEC- proclama el abandono total de EU del andamiaje comercial y económico global que Washington ayudó a construir después de la Segunda Guerra Mundial, y marca uno de los puntos de inflexión más relevantes y peligrosos para las relaciones internacionales en décadas.

En 1913, en la antesala de la Primera Guerra Mundial, el valor del comercio global representaba el 14 por ciento de la economía mundial. Para 1933, destrozado por la guerra y la Gran Depresión, se había desplomado al 6 por ciento (y no se recuperaría hasta la década de 1970). Ese colapso se dio en paralelo a la entrada en vigor en EU de la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930, promulgada por el presidente, Herbert Hoover, la cual aumentó los aranceles sobre más de 20 mil productos, con el objetivo de proteger a agricultores y empresas estadounidenses de la competencia extranjera, pero que en última instancia empeoró la depresión al detonar aranceles de represalia y dañar aún más al comercio mundial. Ello, a su vez impulsó el auge de movimientos autoritarios y fascistas que prometían revertir o constreñir las fuerzas del “globalismo”. Todo terminó en un catastrófico segundo conflicto armado mundial. Fue precisamente, Franklin D. Roosevelt, quien, cara a y durante la guerra, entendió que la coerción debía sustituirse por la cooperación como norma de un sistema internacional basado en reglas. Además de revocar la Ley Smoot-Hawley, las Naciones Unidas, el sistema de Bretton Woods y el Plan Marshall codificaron un paradigma basado en intereses mutuos y un EU que, como Gulliver, decidía aceptar sus ataduras y cooperar para el bien común.

Hoy, Trump ha reventado ese paradigma. En lugar de centrarse en los intereses compartidos que sustentan los lazos económicos, busca explotar las vulnerabilidades que éstos generan, con su teoría de que ese sistema internacional ha abusado y se ha aprovechado de EU. Y ese vandalismo arancelario va además de la mano con su alarmante vandalismo diplomático, a la vista de todos. De hecho, Trump es el primer presidente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que articula los intereses estadounidenses violando sistemáticamente los acuerdos internacionales, atacando y troleando a sus aliados y despreciando herramientas de poder blando como la cooperación económica y humanitaria. ¿Y ahora qué, sobre todo si Trump se empecina en mantener esos aranceles, como lo sugieren su fin de semana jugando golf y sus posteos del lunes, al estilo de la reina María Antonieta, insinuándole a consumidores, empresas y mercados bursátiles de su país que coman pastel? Las lecciones de la historia sugieren varias posibilidades, la mayoría de ellas negativas.

De entrada, la decisión de declarar una guerra arancelaria al resto del mundo tiene dos implicaciones estratégicas. Una es que Trump pretende reestructurar toda la economía global en torno a los intereses estadounidenses, potencialmente destruyendo los modelos de exportación de numerosas economías emergentes y sumiendo al mundo en una recesión. La otra es que, bajo la amenaza de lo anterior, simplemente busca obtener concesiones transaccionales en las políticas económicas y comerciales de países que, en su visión, fortalecerían a Estados Unidos y al dólar. Esta perspectiva subyace a la decisión del presidente de imponer esos aranceles que podrían haber diseñado y calculado los Tres Chiflados, el Gordo y el Flaco y Cantinflas después de una noche de copas. Dichos aranceles minarán aún más el vigor de una economía mundial apenas recuperada del aumento inflacionario pospandémico, agobiada por una deuda récord y amenazada por conflictos geopolíticos. Un desmantelamiento de las cadenas de suministro que durante años mantuvieron bajo control los precios al consumidor podría conducir a un mundo en el cual la inflación tienda a superar el 2 por ciento, que los banqueros centrales actualmente consideran una tasa objetivo manejable. Pero dependiendo de cómo procedan el presidente estadounidense y los líderes de otras naciones, este momento también podría convertirse en un punto de inflexión para un sistema globalizado que hasta ahora había dado por sentada la fuerza y ​​la fiabilidad de Estados Unidos, su principal eje.

El sistema económico global que EU moldeó y capitaneó durante más de tres cuartos de siglo se guiaba por una poderosa visión rectora: que el comercio y las finanzas se basarían en la cooperación y el consentimiento, no en la coerción. Ese sistema, a pesar de todas sus deficiencias, lo consolidó como la nación más rica del mundo y su única superpotencia financiera. El Estado de derecho y la estabilidad y confianza que generaron este enfoque contribuyeron a convertir al dólar en la moneda de referencia mundial y al país en el foco de inversión global. Al provocar una guerra comercial mundial, Trump corre el riesgo de dinamitar esa visión de intereses compartidos y reemplazarla con una que asume la inevitabilidad de graves conflictos económicos. Atrás quedan los llamados a un bien común, acuerdos mutuamente beneficiosos o valores compartidos. En este nuevo orden, las naciones más fuertes determinan las reglas y las hacen cumplir mediante la intimidación y la coerción o fuerza. Esta es una visión completamente diferente, cuya premisa fundamental es que las naciones no comparten intereses; tienen conflictos de intereses inmanentes. Y las pérdidas bursátiles y la volatilidad en los mercados internacionales de esta semana son triviales comparadas con el posible daño a largo plazo al peso y poder que EU ha acumulado en el orden global de posguerra, socavando su credibilidad y seguridad económica. En juego están la influencia inigualable del país durante ocho décadas sobre el sistema financiero mundial, las ventajas competitivas de las que disfrutan sus empresas y una reputación que atrae a inversores, innovadores, científicos y emprendedores.

A lo largo de la historia, las grandes potencias típicamente han sido naciones de encrucijada y de conexiones humanas, lugares donde personas de todas partes se han reunido, intercambiado bienes e ideas o forjado nuevas. Es innegable que el libre comercio y la inmigración, dos fenómenos que hicieron a EU rico y poderoso, han sido objeto de un intenso y sostenido ataque político, y que el resentimiento hacia la globalización ha sido una fuerza crucial en el auge de la derecha global hoy. Así como el antiglobalismo de entreguerras no surgió de la nada en 1918, nuestro momento antiglobalización tampoco arranca en 2024. La crisis económica mundial de 2008 no condujo a una segunda Gran Depresión, pero sí devastó el nivel de vida de millones y puso a prueba la fe de las personas en la estabilidad y la equidad del capitalismo global. Encima de eso, la administración Trump parece estar dispuesta a tomar medidas que desestabilizan a sus aliados, tanto económicamente como en términos de seguridad, y a utilizar la incertidumbre y desinformación como armas para lograr este fin. La pregunta para los países afectados por el vandalismo insensato de Trump es cómo limitar el daño. Si lo que hizo Trump la semana pasada fue simplemente presionar el botón de demolición de la globalización, entonces el juego de suma positiva que la mayor parte del mundo había estado tratando de jugar ha terminado. Eso significa, a corto plazo, adaptarnos a un mundo de suma cero. Significa imaginar un nuevo statu quo que se alcanzará quizá una vez que el experimento de Trump haya fracasado. Significa, por ejemplo, formar una coalición de países —la Unión Europea, junto con Reino Unido, Suiza, Islandia, Noruega, los 12 países del Acuerdo Trans-Pacífico (México y Canadá, entre ellos), Japón, Corea del Sur e India— para interactuar regidos por un sistema internacional basado en reglas, el derecho internacional y bienes públicos globales.

Y un apunte de cierre para nuestro país. La dislocación que viene en la relación bilateral México-EU va a poner como pocas veces a prueba a nuestro país y requerirá una de las mayores inversiones en capacidad, banda-ancha, recursos, visión e imaginación diplomáticas y de política exterior mexicana desde el fin de la guerra fría y la negociación del TLCAN. Y eso ocurrirá con el trasfondo del legado de vandalismo diplomático de López Obrador, y el peso y la reputación y credibilidad mexicanas en el mundo hechas jirones; con una SRE eviscerada y, para todo efecto práctico, hoy acéfala; un Servicio Exterior Mexicano destrozado, pauperizado y desmoralizado; y la tentación a recurrir al resorte “masiosare” y a la diplomacia plebiscitaria. Y en casos como este, ni las brújulas sirven si no se sabe cómo y a dónde se quiere ir.