'Los pecadores': un guiso salvaje de blues, sexo, alcohol, vampiros y conciencia racial es la gran sorpresa del año
A menudo, leemos exageraciones sobre estrenos que acaban siendo olvidados en un mes para ser desplazados por la nueva obsesión de internet de esa semana, nos...

A menudo, leemos exageraciones sobre estrenos que acaban siendo olvidados en un mes para ser desplazados por la nueva obsesión de internet de esa semana, nos hemos acostumbrado a esa dinámica y cuando llegan películas originales como Los pecadores resulta delicado afirmar con persuasión que está destinada a convertirse en un clásico del género, pero el entusiasmo de la crítica —una puntuación casi perfecta en Rotten Tomatoes— esta vez está más que justificado.
El director de Black Panther (2018) firma aquí una de las sorpresas más arriesgadas del cine de gran estudio reciente. No solo está libre de cadenas propias de franquicias, remakes y secuelas, sino que se la juega en un triple salto mortal combinando en un blockbuster de 90 millones de dólares el horror noire, el musical y el weird western. Toma la plantilla de Abierto hasta el amanecer (1996) y su estructura bicéfala para improvisar con la insolencia del Baz Luhrmann de Moulin Rouge (2001) o Elvis (2022), aunque precisamente cuente la historia del de Memphis desde la otra perspectiva.
Porque Ryan Coogler no está lejos de la tesis subyacente en su gran éxito de Marvel, explorando las raíces ancestrales de la cultura negra en Estados Unidos. Si Wakanda es una especie de tierra prometida idealizada para recordar los orígenes verdaderos de la comunidad afroamericana, su nuevo trabajo es una épica ópera blues sobre el carácter místico de la música creada por esclavos y su depredación a lo largo de la historia por el mainstream blanco.
Vampiros de la identidad cultural
Seguramente Los pecadores sea la primera gran sátira sobre la apropiación cultural a través del cine de vampiros, siguiendo la estela abierta por Jordan Peele o la serie Atlanta (2016-2022), pero nunca deja de aproximarse al discurso racial a través del puro espectáculo, a modo de celebración sin pudor del cine y la música, en ocasiones no está claro si estamos en una proyección o un concierto en directo.
Y aunque los temas y las frases de los protagonistas podrían haber salido de las letras de Muddy Waters, el director dice hacerse inspirado en las cadencias de la canción One de Metallica, pasando por distintas etapas de intensidad hasta un clímax demente, y por ello no rechina que su primera hora sea la paciente cuenta atrás de dos personajes gemelos preparando el estreno de su club musical en un pueblo del Sur, rescatando claves de clásicos del oeste como Solo ante el peligro (1952), en la que la construcción hacia el duelo final era tan importante emocionalmente como este.
Michael B. Jordan se duplica y sostiene toda la arquitectura dramática con carisma gangsta del blaxploitation de los 70 durante su encuentro con diferentes personajes que serán clave en el devenir de las siguientes 24 horas. Sus conversaciones van sentando las bases de un universo propio en un pueblo en plena época de la segregación de Jim Crow, definido por el imaginario negro de la era de la depresión donde conviven la postguerra mundial, la ley seca y Al Capone, el Ku Klux Klan, la microeconomía de los campos de algodón, la inmigración o el vudú.
Aunque el verdadero protagonista es Sammy, un joven aspirante a bluesman encarnado por Miles Caton, quien interpreta él mismo todas sus canciones con una voz cavernosa y profunda. En el fondo, su aventura con sus primos responde a los estilemas típicos de un coming of age, pero también supone una brillante variante de la clásica mitología alrededor de Robert Johnson, en la que no es el cantante quien vende su alma al diablo, sino que es su talento el que atrae a los seres de la noche.
Un trasfondo mágico siempre unido a Nueva Orleans, epicentro de los vampiros de Anne Rice y True Blood (2008-2014), y muy dado a servir el gumbo, un guiso tradicional que lleva muchos ingredientes en la olla, un poco como la propia Los pecadores, cuya combinación de géneros salta del romance al western, pasando por la acción violenta.
De la 'blaxploitation' a Stephen King
Casi como un cadáver exquisito de la propia era del blaxploitation, donde no solo comparte la energía de Melvin y Mario Van Peebles, el descaro de Ernest R. Dickerson, las reinterpretaciones del oeste de Fred Williamson o el flow de Django desencadenado (2012), sino que recoge y amplifica una larga tradición de cine con vampiros afroamericanos, con títulos como ¡Grita Blácula Grita! (1973) o Vamp (1986), que no dejaba de ser el germen de Abierto hasta el amanecer en sí misma, con Grace Jones como la Satánico Pandemonium original.
Pero no es el largometraje un cierre en banda a la cultura norteamericana más masiva, como podría hacer un Spike Lee, sino que bebe de mezclas del cine del oeste y los no muertos como Billy el niño contra Drácula (1966) y también es capaz de asumir la influencia de los autores claves del género de terror moderno como Stephen King, cuya El misterio de Salem’s Lot (1975) sirve aquí como modelo de desarrollo tenebroso, rompiendo la paz cotidiana del medio rural, así como el reflejo del gótico tradicional en sus chupasangres de ojos brillantes que necesitan ser invitados para entrar a matarte.
Es imposible obviar también su cómic American Vampire (2010-2021) o la influencia del pasaje de It (1986) en el que un grupo de supremacistas blancos queman el Black Spot, un club para soldados negros con decenas de ellos dentro, un capítulo que será uno de los elementos clave de la próxima serie precuela It: Bienvenidos a Derry.
No esconde tampoco una actitud propia del John Carpenter más macarra y arquetípico, con su habitual encierro con amenaza externa heredera de Río Bravo (1959), o sus experimentos de western y terror como Vampiros (1998), sino que hasta se atreve a improvisar con escenas inspiradas en la paranoia de La cosa (1982).
Blues y electricidad
Pero tan importante como el terror y los monstruos es la música, tanto las canciones blues, soul o irlandesas, como la potente banda sonora original de Ludwig Göransson, sorprendente y llena de la electricidad necesaria para invocar un ritual escénico impúdico que va subiendo el volumen hasta desparramarse sin seguir reglas determinadas, rompiendo la lógica de unas secuencias a otras, sufriendo una metamorfosis coreografiada al ritmo, lanzándose al vacío sin vergüenza y cayendo siempre de pie.
Su arrojo puede dejar por el camino algún pequeño bache de ritmo o puntuales recursos de montaje anacrónicos que eran evitables, pero queda compensado por su exceso insobornable, contagioso, con sabor a pollo rebozado, olor a licor de maíz y serrín empapado en el suelo, escapes hacia el afrosurrealismo y la presencia constante de una sensualidad que quema, especialmente cuando aparece Hailee Steinfeld, aunque todo el reparto está en estado de gracia, desde Wunmi Mosaku a un Jack O'Connell que no daba tanto miedo desde Eden Lake (2008), o Delroy Lindo, comprando otro ticket para certificar el pase al territorio del culto de la película.
Todo esto podría no ser sorprendente si su presupuesto no le permitiera lucir como una verdadera superproducción, cumpliendo sin engaños con el requisito de evento que parece imprescindible para pasar por taquilla en la etapa industrial en la que estamos inmersos, la noticia es que lo hace sin renunciar al gore y los chorros de sangre exagerados, tan granguiñolescos y festivos como los bailes de liberación nocturna de los trabajadores explotados en los cultivos de Luisiana, amenazados por la mano pálida y codiciosa de los patrones, que no están dispuestos a permitir la fiesta sin sacar tajada.
Los pecadores se erige como un triunfo de la imaginación sobre los estigmas creativos del cine manufacturado por algoritmos, una propuesta única para animar un panorama predecible, tan entregada a perpetuar su espíritu cazallero entre el público como a tener afilado su aguijón social para transmitir sin predicar y mantener un equilibrio armónico entre la obra de autor y el alboroto escandaloso en el patio de butacas.
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