Las democracias mueren a plena luz del día

Para demoler un sistema de aspiraciones democráticas bastan tres herramientas: la primera iguala la verdad y la mentira, la segunda equipara al rival político con el enemigo, la tercera difunde la idea de que la nación está en peligro de muerte. Trump utiliza hábilmente las tres “The Washington Post” ya no es lo que era. La época en que Katherine Graham fue propietaria y editora, entre 1963 y 2001, puede considerarse gloriosa. Ya saben: los papeles del Pentágono, el Watergate, etcétera. Luego, como toda la prensa tradicional, entró en crisis. Su actual propietario, el magnate Jeff Bezos (Amazon), ha prohibido publicar artículos que cuestionen “las libertades personales y el libre mercado” y ha puesto el periódico al servicio de Donald Trump. Cosas que pasan. Quizá el descenso hacia la irrelevancia comenzó el mismo día de 2013 en que Bezos compró el “Post”. Poco después, eligió para el periódico un lema desafortunado: “La democracia muere en la oscuridad”. Eso era, y es, completamente falso. La democracia muere a plena luz del día. No muere por ceguera, sino por deslumbramiento. Aceptemos como buenos los dos tipos de democracia: la parlamentaria, que cuenta con un jefe de Estado simbólico y desprovisto de poderes (sea rey o presidente) y un gobierno que emana del Parlamento; y la presidencial, en la que el jefe del Estado dispone de todo el poder ejecutivo y es elegido directamente por los ciudadanos. Ambos pueden funcionar. Y ambos pueden degenerar fácilmente para convertirse en sistemas autoritarios. Porque la celebración de elecciones periódicas, como sabemos, no garantiza nada. Rusia dice ser una democracia y, ciertamente, los rusos pueden votar a Putin o bien hacerlo por otro candidato al que, por alguna razón, Putin no haya asesinado o encarcelado. También Israel dice ser una democracia, como lo decía la Suráfrica del “apartheid”. Llevamos dos meses asistiendo (con una iluminación perfecta) a la transformación de la democracia estadounidense en un sistema autoritario, bajo la idea de que la democracia, ese engorroso mecanismo de reglas y contrapoderes, es incompatible con la auténtica libertad. Parece innecesario especificar qué idea tienen de la libertad personajes como Donald Trump o Elon Musk: la libertad del zorro en el gallinero, y disculpen el tópico. La palabra “democracia” resulta tan rotunda (el poder de los ciudadanos, nada menos) que conlleva una dosis de frustración. Por más que se intente, el poder jamás es ejercido plenamente por la ciudadanía. Hay mecanismos de representación, de protección de las minorías, de contrapoder, de propaganda más o menos falaz, y por bien que funcionen se quedan cortos. Quizá podríamos definir la democracia como una actitud de respeto generalizado. Qué cosa tan vaga, ¿no? Hasta la fecha, la democracia plena ha sido una aspiración que va construyéndose poco a poco, o destruyéndose poco a poco.  Uno diría que estamos en una fase de destrucción democrática que abarca a todo el planeta. Para demoler un sistema de aspiraciones democráticas bastan tres herramientas: la primera iguala la verdad y la mentira, la segunda equipara al rival político con el enemigo, la tercera difunde la idea de que la nación está en peligro de muerte. Donald Trump utiliza hábilmente las tres herramientas (las redes sociales son de gran ayuda), pero no ha inventado nada: hace un siglo, y tampoco hace falta que especifiquemos lo que ocurrió hace un siglo, ya eran de uso corriente. Tendemos a atribuir la culpa de la decadencia democrática a esas fuerzas heterogéneas y destructivas que llamamos “ultraderecha”. Y hay abundantes razones para ello. El problema, sin embargo, radica en que ciertas actitudes se contagian fácilmente. Podemos explicarlo con aquella frase atribuida a Mark Twain: “No discutas nunca con un idiota, te hará descender a su nivel y ahí te vencerá por experiencia”. También podemos recurrir al eterno debate sobre si hay que ser tolerantes con los intolerantes. El caso es que cuando la irracionalidad y la mentira logran introducirse en el debate público, la cosa tiene mal arreglo. Y los gobiernos empiezan a mentir más de lo habitual. Y los jueces (que, como cualquier contrapoder, a veces son un engorro) empiezan a ser señalados. Y el malestar con la prensa mentirosa empieza a extenderse hacia la prensa que procura no mentir. Y el bulo pasa a ser moneda corriente. Y el rival político se convierte en un enemigo al que hay que abatir. Y, por supuesto, la patria, y la libertad, y la seguridad, y la identidad, están en peligro de muerte. Como todo esto no nos es ajeno, y gracias a Estados Unidos vemos a dónde conduce, deberíamos preocuparnos. Mucho.

Mar 23, 2025 - 07:25
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Las democracias mueren a plena luz del día

Las democracias mueren a plena luz del día

Para demoler un sistema de aspiraciones democráticas bastan tres herramientas: la primera iguala la verdad y la mentira, la segunda equipara al rival político con el enemigo, la tercera difunde la idea de que la nación está en peligro de muerte. Trump utiliza hábilmente las tres

“The Washington Post” ya no es lo que era. La época en que Katherine Graham fue propietaria y editora, entre 1963 y 2001, puede considerarse gloriosa. Ya saben: los papeles del Pentágono, el Watergate, etcétera. Luego, como toda la prensa tradicional, entró en crisis. Su actual propietario, el magnate Jeff Bezos (Amazon), ha prohibido publicar artículos que cuestionen “las libertades personales y el libre mercado” y ha puesto el periódico al servicio de Donald Trump. Cosas que pasan. Quizá el descenso hacia la irrelevancia comenzó el mismo día de 2013 en que Bezos compró el “Post”. Poco después, eligió para el periódico un lema desafortunado: “La democracia muere en la oscuridad”.

Eso era, y es, completamente falso. La democracia muere a plena luz del día. No muere por ceguera, sino por deslumbramiento.

Aceptemos como buenos los dos tipos de democracia: la parlamentaria, que cuenta con un jefe de Estado simbólico y desprovisto de poderes (sea rey o presidente) y un gobierno que emana del Parlamento; y la presidencial, en la que el jefe del Estado dispone de todo el poder ejecutivo y es elegido directamente por los ciudadanos. Ambos pueden funcionar.

Y ambos pueden degenerar fácilmente para convertirse en sistemas autoritarios. Porque la celebración de elecciones periódicas, como sabemos, no garantiza nada. Rusia dice ser una democracia y, ciertamente, los rusos pueden votar a Putin o bien hacerlo por otro candidato al que, por alguna razón, Putin no haya asesinado o encarcelado. También Israel dice ser una democracia, como lo decía la Suráfrica del “apartheid”.

Llevamos dos meses asistiendo (con una iluminación perfecta) a la transformación de la democracia estadounidense en un sistema autoritario, bajo la idea de que la democracia, ese engorroso mecanismo de reglas y contrapoderes, es incompatible con la auténtica libertad. Parece innecesario especificar qué idea tienen de la libertad personajes como Donald Trump o Elon Musk: la libertad del zorro en el gallinero, y disculpen el tópico.

La palabra “democracia” resulta tan rotunda (el poder de los ciudadanos, nada menos) que conlleva una dosis de frustración. Por más que se intente, el poder jamás es ejercido plenamente por la ciudadanía. Hay mecanismos de representación, de protección de las minorías, de contrapoder, de propaganda más o menos falaz, y por bien que funcionen se quedan cortos. Quizá podríamos definir la democracia como una actitud de respeto generalizado. Qué cosa tan vaga, ¿no? Hasta la fecha, la democracia plena ha sido una aspiración que va construyéndose poco a poco, o destruyéndose poco a poco. 

Uno diría que estamos en una fase de destrucción democrática que abarca a todo el planeta. Para demoler un sistema de aspiraciones democráticas bastan tres herramientas: la primera iguala la verdad y la mentira, la segunda equipara al rival político con el enemigo, la tercera difunde la idea de que la nación está en peligro de muerte. Donald Trump utiliza hábilmente las tres herramientas (las redes sociales son de gran ayuda), pero no ha inventado nada: hace un siglo, y tampoco hace falta que especifiquemos lo que ocurrió hace un siglo, ya eran de uso corriente.

Tendemos a atribuir la culpa de la decadencia democrática a esas fuerzas heterogéneas y destructivas que llamamos “ultraderecha”. Y hay abundantes razones para ello. El problema, sin embargo, radica en que ciertas actitudes se contagian fácilmente. Podemos explicarlo con aquella frase atribuida a Mark Twain: “No discutas nunca con un idiota, te hará descender a su nivel y ahí te vencerá por experiencia”. También podemos recurrir al eterno debate sobre si hay que ser tolerantes con los intolerantes. El caso es que cuando la irracionalidad y la mentira logran introducirse en el debate público, la cosa tiene mal arreglo.

Y los gobiernos empiezan a mentir más de lo habitual. Y los jueces (que, como cualquier contrapoder, a veces son un engorro) empiezan a ser señalados. Y el malestar con la prensa mentirosa empieza a extenderse hacia la prensa que procura no mentir. Y el bulo pasa a ser moneda corriente. Y el rival político se convierte en un enemigo al que hay que abatir. Y, por supuesto, la patria, y la libertad, y la seguridad, y la identidad, están en peligro de muerte. Como todo esto no nos es ajeno, y gracias a Estados Unidos vemos a dónde conduce, deberíamos preocuparnos. Mucho.

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