La innecesaria obligación de odiar
Escribe Stefan Zweig en la desintoxicación moral de Europa que «de repente, con la firma del acuerdo de paz, la obligación de odiar fue apartada a un lado...


Escribe Stefan Zweig en la desintoxicación moral de Europa que «de repente, con la firma del acuerdo de paz, la obligación de odiar fue apartada a un lado y declarada innecesaria, aunque un organismo, una vez habituado a una droga, no puede prescindir de ella de manera súbita». Lo único que ha hecho es cambiar el enemigo a odiar: ya no es el enemigo exterior de la nación, sino el odio de otro sistema, el que se profesa por un partido a otro partido, el odio entre clases, entre razas. En lo esencial, sin embargo, sus formas siguen siendo las mismas. Es decir, la necesidad de enervarse como grupo, mostrando la hostilidad hacia otros grupos, predomina todavía en Europa.
Recordemos que fue necesaria una enorme inyección de pasiones exacerbadas para poder llevar hasta el final una guerra tan terrible y de tan larga duración como la guerra mundial que asoló al mundo durante cuatro años. Y que en todos los países fue preciso aplicar cierto dumping, una constante incitación de los instintos del odio, de la rabia y de la amargura, para convencer continuamente a los combatientes del frente o de la retaguardia de la necesidad de emplear al extremo sus energías sensibles. Advertidos como estábamos ya por Goethe de que «el entusiasmo no es un arenque salado que pueda conservarse muchos años, sino un estado emocional de corta duración, que ha de ser dilatado de forma incondicional».
Por eso, en todos los países se alimentó y sometió a una disciplina incesante el odio al enemigo, obligando a millones de personas de talante más bien apático a hacer un uso mayor del odio de lo que les era propio por su organismo y su naturaleza. El problema ahora es cómo llevar a cabo una nueva desintoxicación moral de Europa, de manera que la depresión anímica que pesa sobre ella pueda aliviarse mediante una acción sistemática. Al niño le han enseñado a amar a su país, pero convendría añadir otra enseñanza, la de amar también a su patria común europea y a representar el término patria no a partir de una actitud hostil, sino en vínculo con las demás patrias. Además, si queremos sustituir el espíritu de la desconfianza por el de la confianza, tendremos que incluir en la educación de los jóvenes la historia de la cultura.
Volviendo a Stefan Zweig, habría que aspirar a que, a través de acciones específicas, la juventud de todos los países europeos pudiera conocer los países vecinos, porque solo en esos años iniciales la mente se muestra abierta, tiene plasticidad y está en disposición de aprender mientras que a partir de los 30 ya ha adquirido rigidez sin que se deje entusiasmar.
La cuestión más importante sería poner en contacto a los jóvenes cuando todavía puede crearse la genuina camaradería. Además, habría que crear una fuerza supranacional periodística de intervención inmediata, capaz de desmentir cualquier infundio o acusación de un país sobre otro que el agresor estuviera obligado a publicar. Veremos.