Kareem Abdul-Jabbar, ese ogro que jugaba al baloncesto: La historia de la leyenda de Lakers

Sentado sobre el borde de la cama del hotel Kareem Abdul-Jabbar miraba al infinito. Desde fuera se le veía completamente abstraído, fuera de este plano mental, manteniendo su cuerpo presente mientras sus pensamientos se encontraban a kilómetros de aquella suite. Por la mañana había entrenado, si a lanzar unos tiros a canasta sin mayor preocupación […] La entrada Kareem Abdul-Jabbar, ese ogro que jugaba al baloncesto: La historia de la leyenda de Lakers aparece en Gigantes del Basket.

Abr 6, 2025 - 10:24
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Kareem Abdul-Jabbar, ese ogro que jugaba al baloncesto: La historia de la leyenda de Lakers

Sentado sobre el borde de la cama del hotel Kareem Abdul-Jabbar miraba al infinito. Desde fuera se le veía completamente abstraído, fuera de este plano mental, manteniendo su cuerpo presente mientras sus pensamientos se encontraban a kilómetros de aquella suite. Por la mañana había entrenado, si a lanzar unos tiros a canasta sin mayor preocupación se le puede llamar practicar. Esa terapia que los profesiona les conocen como shootaround.

Horas después de aquello sus pensamientos iban y venían. El miedo al fracaso era cada vez mayor y su veneno se estaba extendiendo poco a poco conforme los minutos se consumían. Los años le empezaban a pesar a Abdul-Jabbar, con 37 su pico de carrera hacía mucho que había quedado atrás. Tanto, que en ocasiones Riley deseaba que colgase las botas para dejar de condicionar el juego por culpa de aquel gigante insoportable.

Tan solo tres días antes los Celtics habían apalizado a los Lakers por 34 puntos ante la alegría del hostil público del Boston Garden. La presión era máxima. Los verdes eran los vigentes campeones, les habían tumbado en este mismo escenario un año antes. Y el temor a que la imbatibilidad de los Celtics en las Finales se mantuviera iba a más.

Riley había citado a los jugadores a las 6 de la tarde para tomar el bus y a 10 minutos de que el reloj marcase la hora indicada todos estaban en sus asientos listos para partir. ¿Todos? Todos salvo uno, Kareem Abdul-Jabbar. Las manecillas se iban moviendo y el pívot no aparecía. Riley comenzó a ponerse más y más nervioso. ¿Se habría rajado? ¿Buscará una excusa como una migraña?

A 30 segundos para que llegase la hora, Kareem apareció en la puerta del bus junto a un señor de edad avanzada y de gran tamaño. No era otro que su padre, Big Al. El jugador preguntó educadamente a su técnico si podía acompañarles en el viaje junto al resto de la expedición. Un acto prohibidísimo por las estrictas reglas de Pat sobre la familia y la distracción que suponían. Este accedió y ambos se sentaron en la parte trasera del autocar.

Llegados al estadio, Big Al agarró a su hijo del hombro y fueron apartando periodistas hasta introducirse en el vestuario número 7.

A pesar de todas las finales disputadas, todos los grandes momentos y de lo individualista que podía resultar, en aquel momento, Kareem se sentía solo y únicamente la presencia de su antaño autoritario padre podía llenar ese vacío. En un momento de presión máxima para él, en donde lo esperable hubiese sido una respuesta arisca, este retornó a sus orígenes para encontrar la seguridad y la motivación. Y la receta funcionó. Abdul-Jabbar logró 30 puntos, 17 rebotes, 8 asistencias y 3 tapones, cambiando completamente la cara de unos Lakers que ganaron 3 de los siguientes 4 partidos para tumbar a los Celtics en unas Finales por primera vez desde 1958.

Con aquel simple gesto de fragilidad Kareem Abdul-Jabbar demostró a su equipo que era humano y no un ermitaño que sobrevivía a base de jazz y libros, y que de vez en cuando jugaba en la NBA. Y es que pocas estrellas resultaron tan sumamente enigmáticas y crípticos en su tiempo como profesionales como el pívot neoyorquino. Una personalidad extremadamente profunda, sensible y, al mismo tiempo, atormentada.

Una figura tan única como opaca

Photo by Dick Raphael/NBAE via Getty Images

Acotar la biografía de Kareem Abdul-Jabbar no es nada sencillo. Uno de los jugadores que más ha alargado su trayectoria deportiva, que más tiempo estuvo expuesto a los ojos de la opinión pública antes de dar el salto a la NBA y que, además, no ha dejado de utilizar su plataforma como espacio de reivindicación social y política.

En definitiva, el gigante neoyorquino es inabarcable.

No obstante, hay un aspecto que resulta sumamente interesante. Uno que tiene que ver con cómo era percibido por el resto del mundo durante su periplo como jugador. Tan grande fue sobre la pista como inalcanzable fuera de ella. Y es que Kareem construyó un muro alrededor suyo, uno que impedía pasar a todo aquel que tuviera que ver con la NBA y tan solo un pequeño grupo de privilegiados podían acceder a su particular palacio de cristal.

No firmaba autógrafos, no mostraba una cara amable a la prensa, guardaba las distancias incluso con sus compañeros de equipo… Abdul-Jabbar emanaba una imagen de alguien antisocial, que rehuía el contacto que no fuese absolutamente necesario. Y conforme pasaban los años en los Lakers y su físico iba a menos todos empezaron a aborrecer su personalidad.

Sin embargo, Kareem Abdul-Jabbar fue y es una de las mentes más brillantes que haya jugado nunca al baloncesto. Jugadores inteligentes había habido muchos antes de la llegada del pívot a la NBA, y los hubo tanto durante como después de su carrera. Pese a esto la forma en la que el neoyorquino se mostraba le hacía parecer un pedante de manual. Una barrera que fue edificando poco a poco y cuyos orígenes se remontan a la adolescencia.

Nacido en el seno de una familia de clase media católica, Lewis fue hijo único en el contexto de una América donde esto no era para nada habitual. Siempre tuvo su propia habitación, su propio baño, su espacio donde recogerse y aislarse del mundo. Si a esto se le une que se trataba de alguien más bien introvertido y con unas pobres herramientas sociales se puede entender mejor las bases de una personalidad tan diferente a las conocidas en el ecosistema NBA.

Más allá de esto, Lew se fue haciendo un adolescente abierto, curioso y extrovertido, muy dado a las fiestas improvisadas, las cuales organizaba con su pandilla para sacar un puñado de dólares por Harlem y el Bronx.

Al haberse criado bajo una fuerte disciplina católica, tanto en el instituto como en casa, el pívot tardó en desprenderse de esas cadenas y comenzar a descubrir que podía romper las reglas y tomar sus propias decisiones. Un proceso que fue paralelo a su crecimiento como jugador. Dos elementos fueron fundamentales en la construcción de la personalidad del futuro Kareem: jazz y política.

La música fue desde el principio su vía de escape. Su padre Big Al, había sido un músico amateur, especializado en el trombón. Vida que tuvo que abandonar en el momento que nació su hijo, pero que le trasladó a través de los discos y las jams en directo.

Durante la década de los 60 el jazz vivió su época de apogeo. Miles Davis alcanzó su punto álgido mientras otros alternativos como John Coltrane o el experimental Thelonious Monk dominaban el underground neoyorquino. Pocos estilos de música invitan más al recogimiento y a ser escuchados en soledad que el jazz y este estilo encajó a la perfección con lo que el futuro Kareem aspiraba a ser.

“En mi dormitorio tenía un póster de Miles Davis», escribió en una de sus autobiografías. «El jazz definió todo mi sentido del estilo, desde la moda hasta cómo me movía en la cancha. Había una elegancia genial y un trabajo en equipo en esa música que impregnaba cada parte de mí”.

La música le conectaba con sus propios pensamientos y sentimientos, de tal modo que podía ir más allá en absolutamente todo. Expresaba la dureza de la vida, la rabia, la melancolía, pero también le inspiraba. Todo ello ofreciéndole la posibilidad de disfrutarlo en la soledad de su habitación o en remotos clubes donde la oscuridad le hacía de barrera y ocultaba su enorme estatura del resto del mundo. En cierto modo, Kareem encontró en el jazz la forma de autodefinirse, “el jazz es la perfección de la imperfección”, escribiría en 2018 en un artículo.

Mientras, lo político despertó en él un interés mayúsculo conforme fueron pasando los años y tomando conciencia de su propia condición como afroamericano. Progresivamente entendió el diferente trato que él y los que le rodeaban recibían por su color de piel. Un hecho que junto a su condición de rata de biblioteca le ayudaron a construir unas convicciones raciales y sociales extremadamente fuertes.

En ese sentido, el verano de 1964 fue pivotal para él. Trabajó en una asociación juvenil como periodista, cubrió la visita a Harlem de Martin Luther King, experimentó a pie de calle el sentir de la gente de su entorno y vivió de cerca los disturbios de Harlem que arrasaron la zona como consecuencia del enésimo caso de brutalidad policial.

La llama que había permanecido latente en los pensamientos de Lew Alcindor hasta ese momento finalmente prendió y despertó en él un deseo por la lucha. Un instinto que alcanzaría otro nivel en UCLA, donde dio forma definitivamente a su pensamiento. Algo que finalmente le haría pasar a la historia como uno de los participantes de la rueda de prensa en apoyo a Muhammad Ali con solo 20 años y a boicotear los Juegos de México 68 al curso siguiente.

Pero claro, si Kareem en este periodo era considerado el mejor prospect en una generación, era una figura muy madura para su edad, con inquietudes y que quería ir más allá de la cancha, ¿por qué progresivamente fue alejándose más y más de la gente y la prensa? Precisamente por su condición de gigante. Como si por el hecho de ser grande y bueno en lo suyo debiera cumplir además con el estereotipo que la sociedad blanca tenía de los deportistas negros.

Poco a poco se fue distanciando, siendo más seco y más reticente a abrirse con desconocidos o incluso gente que compartía el día a día con él.

“Me di cuenta de que mi silencio intimidaba a la gente. Y en su nerviosismo todos intentaban hacer chistes, de los que no me reía. Preguntas, las cuales no tenían respuesta. O comentarios, sin contestación por mi parte. Todos ellos necesitaban una audiencia más calida que la mía para no hacerles parecer estúpidos”.

Aunque si su personalidad pública no le había hecho ser suficientemente ajeno a la normatividad de la puritana sociedad estadounidense, su conversión del catolicismo al islam tampoco ayudaría. Más en un momento de auge de la Nación pocos años después del cisma con Malcom X.

“La adopción de un nuevo nombre fue una extensión de mi rechazo a todas las cosas en mi vida relacionadas con la esclavitud de mi familia y mi pueblo. Mantener el nombre del dueño de esclavos de mi familia era deshonrarles de alguna manera. Ese nombre era como una cicatriz de la vergüenza”.

Con Kareem Abdul-Jabbar sucede algo curioso. Como siempre ocurre con aquellas personas a las que les cuesta relacionarse como el resto. Mientras rechaza el acercamiento de aquellos que tratan de apoyarle, busca encajar en otros círculos más residuales o alejados de la masa. Una contradicción que solo tenía sentido para un Kareem en constante evolución y crecimiento intelectual.

La relación con Chamberlain, de mentor a rival

Kareem Abdul-Jabbar

En su fuero más interno, Kareem anhelaba tener una figura paterna, un mentor. Había quemado todas las etapas vitales de la pubertad y primera adolescencia hasta llegar a un punto complicado. Demasiado maduro para entablar las conversaciones que él necesitaba, demasiado joven para poder acceder a los círculos de los adultos.

El Kareem adolescente puede parecer sumamente lejano desde nuestro presente, más cuando se tiene en cuenta tanto lo prolongada de su carrera profesional como todo lo que le ocurrió fuera de la cancha una vez que llegó a la NBA. Pero es en esta etapa donde se puede comprender mejor su forma de ser, sus actos posteriores y cómo se afianzó su caracter.

En el verano de 1964, con 17 años, ya era el mejor jugador del país en edad de instituto, pero todavía tenía el acceso vedado a poder medirse a profesionales, incluso en los torneos callejeros como el del Rucker. Sin embargo, él acudía ahí pues en estas particulares mecas urbanas se daban cita algunos de los más grandes de todos los tiempos. De Manigault a Hawkins hasta llegar al dueño del cotarro: Wilt Chamberlain.

El hombre récord apadrinó al joven Lew y lo puso bajo su ala, pasando a formar parte de su séquito y grupo de confianza rapidísimamente. El hecho de que Chamberlain regentara un club de jazz ayudó a que los dos congeniasen pronto. Noches de fiesta, partidas a las cartas o simplemente pasar un rato escuchando sus discos.

Wilt hizo de Kareem su pupilo, como queriendo prepararle para su llegada a la liga. Y Kareem aprendió maneras y otras habilidades sociales que tanto le costaban de entender. Todo ello mientras el chiquillo le ametrallaba a preguntas de todo tipo. “¿Qué te dijo Russell cuando le conociste? ¿Es Elgin tan fastidioso? ¿Cuánto tiempo hace que no ves a Oscar?”. Era incansable.

Pero el paso del tiempo no hizo que la relación entre maestro y aprendiz siguiera las directrices del más experimentado. Quizá fuera por el simple distanciamiento geográfico de Alcindor en UCLA o el hecho de que Chamberlain adoptase posiciones políticas un tanto opuestas a las de su pupilo.

El caso es que para cuando Lew Alcindor desembarcó en la NBA la relación entre los dos parecía definitivamente rota.

“Ni siquiera me miró cuando los Lakers jugamos contra los Bucks antes del salto inicial. Se metió de lleno en todas esas cosas del orgullo negro y del poder negro. Entonces, empezó a pasar de mi. Parecía que pensaba que por no haber cambiado mi nombre y tener amigos blancos había abandonado al hombre negro”, dijo en una ocasión Wilt Chamberlain.

Mientras, la versión del neoyorquino era algo diferente:

“Dejé de reverenciar a Wilt cuando apoyó la candidatura de Nixon a la presidencia», afirmó. «Empecé a ser algo escéptico con él y cuando formé mejor mi pensamiento me di cuenta de que teníamos diferencias en lo más básico. Era una persona de perfil alto, rico y republicano; yo, reservado, musulmán y con un concepto diferente del reparto de la riqueza. Dejé de verle como un referente a verlo como un traidor”.

Eventualmente volverían a hablarse, pero la relación jamás volvería a ser de amistad. Ambos se lanzaron dardos el uno al otro a través de la prensa y los libros, incluyendo una “Carta abierta a Wilt Chumperlame”, un juego de palabras audaz, por parte de Kareem en 1990. Allí dejaría algunas frases lapidarias como que “serás recordado como un llorón llorón y alguien que se borraba. Estadísticas y ya”

9 años después Chamberlain falleció. La disputa la había apaciguado el tiempo pero la reconciliación total nunca se llegó a producir.

Abdul-Jabbar se mantuvo firme en sus convicciones políticas y sociales, confrontando directamente con una leyenda y antiguo mentor. Solo, pero manteniendo la razón. O eso creía él desde su mansión de cristal.

Un activista que jugaba al baloncesto

Photo by Dick Raphael/NBAE via Getty Images

Cuando se habla de Kareem Abdul-Jabbar suelen mencionarse al mismo tiempo su longeva carrera y personalidad. Más allá de lo que hiciera sobre la cancha, algo que en cierto modo no es el tema del episodio de hoy, su carácter cuando abandonaba el parqué era lo importante.

Y es que desde el momento que abandonó Milwaukee para retornar a la cálida California, el pívot se fue haciendo más y más lejano para el resto de mortales. Sus intereses iban más allá de lo que el baloncesto y en una ciudad como Los Ángeles podía satisfacer sus apetito cultural casi al instante. También porque no quería perder un solo minuto en aleccionar a jóvenes y novatos sobre cómo ser profesional. Él, creía, lideraba con el ejemplo, aunque el resto no le entendiera.

Pero, sin duda, cabe destacar un aspecto que ayudó a configurar la imagen de ogro social de Kareem. Algo no muy reconocible a simple vista y que, en aquella época, sonaba más a excusa que a algo real. Durante muchísimo tiempo Abdul-Jabbar sufrió de fortísimos dolores de cabeza, los cuales le impedían siquiera salir de la cama o ver la luz del sol. Algo cuyo diagnóstico no era otro que migrañas, una dolencia que le incapacitaba para tener una vida normal, y ya ni hablar de jugar a baloncesto. Lo peor es que las migrañas aparecían de golpe, las cuales se intensificaban conforme se acercaba la primavera. Kareem no podía hacer nada para evitarlo más allá de medicarse y guardar reposo.

Desde fuera lo de Kareem parecía un abandono. Incluso en las Finales de 1984 los fans de los Celtics se burlaban de él, con pancartas y pastillas de gran tamaño.

Así se sinceraba el jugador en un artículo para el LA Times en 1985:

“Lo que lo hace tan difícil es que la gente piensa que solo tienes un dolor de cabeza regular. Simplemente no puedes explicarle esto a alguien que no tiene una migraña de verdad”.

Esta problemática ayudó a alejar a Abdul-Jabbar en cierta medida del resto de sus compañeros de los Lakers. Cuando sobrevenía el dolor se recluía, casi desaparecía de la faz de la tierra. Se recluía en el rincón más oscuro de su mansión y nadie le volvía a ver hasta que era absolutamente necesario.

Probablemente en esos momentos, cuando la crítica era más dura, el gigante recordó la lección de vida que le dio Joe Lapchick, mítico jugador de los New York Celtics cuando intentó reclutarle para St. John:

“Se espera más de un gigante. Las expectativas sobre alguien se hacen mayores cuanto más grande se es. Cuanto mas grande eres, menos se piensa que te afectan las cosas, como si hiciera falta mas ruido para atraer tu atención o más dolor para que te haga sufrir”

No fue hasta el 82 cuando encontró una manera de paliar aquellos incesantes pinchazos de la mano de David Bressler, especialista en acupuntura, el cual determinó que sus problemas de dolores de cabeza era fruto del elevado estrés, físico y mental, al que Kareem se sometía conforme avanzaba la temporada.

Aunque conforme fue avanzando en su carrera, la intensidad de sus migrañas bajaron, Kareem siguió padeciéndolas. Lo que hizo que pasara de estar indispuesto a únicamente gruñón cuando aparecía la dolencia. Reforzando aun más su condición de intocable y arisco con un grupo como el de los Lakers que era joven, alegre y abierto.

Y el ogro se hizo humano

Photo by Brian Drake/NBAE via Getty Images

Era un día normal, uno de tantos en la temporada NBA. Entrenamiento, rutina de vestuario, atender a la prensa si era estrictamente necesario. Pero Abdul-Jabbar no estaba para aguantar a nadie. Ni siquiera a sus compañeros.

Seco, cortante, borde, rozando lo maleducado. Kareem daba miedo al resto en ocasiones. En lugar de buscar las palabras adecuadas para no ofender o hacer sentir incómodo al resto, este se salía por la tangente. En palabras de Magic Johnson: “Era tan agresivo en sus negativas que la gente se quedaba sin saber qué decir. Como al borde de las lágrimas”.

Kareem, a principios de la era Riley, se sentía una estrella, quizá la mayor. Incluso a pesar de que su pico físico ya formase parte de la historia. El resto de la plantilla de los Lakers empezaba a aborrecer su soberbia, sus aires de intelectual, resultando incluso pedante para quienes le rodeaban. Y su rendimiento en cancha, en ocasiones, era más propio de un cuarentón que de un pívot titular en el mejor equipo de la liga.

Abdul-Jabbar ya estaba de vuelta de todo. Quería ganar, pero no congeniaba con quienes le rodeaban. No entendía la perpetua alegría de Magic o el gusto por las fiestas de Worthy o Cooper. Era algo generacional, pero también una cuestión de personalidad y carácter. Kareem era la nota discordante en los divertidos Lakers.

Razones no le faltaban. El gigante tenía todo con lo que de adolescente hubiera soñado: dinero, familia, su espacio personal, enseres de todo tipo, e incluso una novia con la que le era infiel a su pareja de entonces. Además, tras el rápido éxito de los Lakers del Showtime había alcanzado finalmente su deseo de volver a ganar un anillo. En cierta medida, estaba ya de vuelta y cumplía con su papel a la espera de que alcanzar los registros que le permitieran superar a Chamberlain.

«Sentado aquí junto a él, probablemente lo conozco tan bien como el resto del mundo», aseguró en una ocasión Jamal Wilkes. «Solo unos pocos cerca suyo saben realmente cómo es. Pero a veces da la sensación de que no le conoces. Es tan individualista. La gente parece verle del mismo modo que a John Wayne: rudo y testarudo”.

En este punto, hubo algo que hizo que la actitud fría de Kareem cambiase. Un hecho que marcó su vida y le hizo replantearse muchas cosas. En enero de 1983 su mansión de Bel-Air ardió hasta los cimientos, y con ella su biblioteca de ediciones del Corán, colección de alfombras orientales e inmensa colección de discos de Jazz.

Abdul-Jabbar lo perdió todo. Absolutamente toda su vida pasada en términos materiales.

La comunidad se volcó con este particular Grinch, el cual no pudo evitar mostrarse abatido y hundido. Durante las semanas que sucedieron al incendio Kareem ofreció su cara más humana y cercana, tanto con los aficionados como con el resto de sus compañeros.

Riley fue su acompañante más cercano dentro del equipo. Aunque la procesión fue siempre por dentro para el pívot neoyorquino. Al principio no dejó que la desgracia le afectase, como negando lo ocurrido, pero tardó relativamente poco en venirse abajo en ese sentido y que todo el mundo le viera tal y como era: alguien sensible, frágil y que necesitaba apoyo.

Aunque eventualmente esos Lakers no lograron ser campeones, cayendo 4-0 ante los 76ers, la versión de Kareem posterior a la desgracia fue tremenda. Y lo fue gracias a que aceptó tal y cómo era, en lugar de mostrar una dura y fría cara al exterior.

Los momentos de mayor rendimiento del último Abdul-Jabbar coincidieron con esos instantes de apertura de su corazón al resto del equipo. Una pequeña ventana que rara vez se abría, pero cuando lo hacía todo cobraba sentido.

Una leyenda de la NBA

Y es que pese a todo lo maduro que podía resultar Kareem Abdul-Jabbar en sus primeros años o los aires de intelectual en su etapa más adulta, su proceso de crecimiento individual y de la personalidad llevó otros ritmos.

El final de su carrera deportiva le permitió alcanzar y explorar nuevos mundos en ese sentido. De ahí que para quienes no vivieron de cerca esa imagen de gigante intocable que resultaba en los Lakers de los 80 les resulte tan extraña esa narrativa. Más si se tiene en cuenta cómo se ha mostrado durante todo el siglo XXI.

Primero como activista político, siendo uno de los más acertados y críticos desde su particular pedestal. Después como entrenador asistente de lujo para los Lakers de Phil Jackson. O que se lo pregunten a Andrew Bynum. Y por último como columnista y escritor, donde recientemente ha alcanzado un nivel de clarividencia que nada tiene que envidiar a los principales creadores de opinión del momento.

Su sensibilidad y vocación multidisciplinar ha encontrado gracias a las herramientas que internet le ha ofrecido. Algo que, finalmente, le ha permitido ofrecer la cara que solo unos pocos conocieron durante su etapa como jugador.

Aquel ogro social que vivía en su palacio de cristal y que solo necesitaba la compañía del saxofón de John Coltrane o el trombón de Miles Davis ahora lo es menos.
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