El Rodrigazo y el fin del contrato social argentino
El 4 de junio de 1975 murió la movilidad ascendente; fue olvidada la patria de los ganados y las mieses, forjada por criollos e inmigrantes; se enterró el sueño de la educación pública, motor de una transformación asombrosa, y se instaló el temor al futuro

Hace 50 años, más precisamente el 4 de junio de 1975, el entonces flamante ministro de Economía Celestino Rodrigo tomaba una serie de medidas para descomprimir la olla a presión que había incubado el plan “inflación cero” de José Bel Gelbard. Nacía el Rodrigazo. Veamos sus antecedentes.
A pocos días de la asunción presidencial de Héctor J. Cámpora, su ministro de Economía, José Bel Gelbard, lanzaba un ambicioso plan económico, cuyo eje principal era el Pacto Social firmado el 6 de junio de 1973 entre la CGT, la CGE y el gobierno. El núcleo del pacto consistía en suspender las negociaciones colectivas durante dos años (luego de un aumento inicial de sueldos) a la par que establecía un congelamiento de precios. Asimismo, se imponían el congelamiento de los combustibles y de las tarifas de los servicios públicos, y el control de cambios. Finalmente, con la sanción de la ley 20.520, se nacionalizaban los depósitos bancarios, repitiendo una norma que Perón hizo sancionar en 1946, con pésimos resultados. Se trataba de un plan estatista y de neto corte intervencionista, basado en reprimir artificialmente la inflación sin estar acompañado de un esfuerzo serio para reducir el déficit fiscal y la emisión monetaria. Por tanto, el plan era muy inconsistente.
Esta afirmación se verifica con la evolución de dos indicadores claves. El déficit fiscal pasó del 6,9% en 1973, de por sí abultado, al 7,6% en 1974 y al exorbitante 14,5% en 1975. Por su parte, el IPC fue del 60,3% en 1973, se redujo al 7,6% en 1974 como consecuencia del plan “inflación cero” y estalló al 182,8% en 1975. Desde ese año y hasta 1991, la Argentina tendría una inflación anual de tres dígitos, con la única excepción de 1986 (por el efímero efecto del Plan Austral).
Con el correr de los meses, las tensiones se multiplicaron, con salarios atrasados y el desabastecimiento de numerosos productos. La situación continuó desmejorando rápidamente y en junio de 1975 las reservas internacionales apenas llegaban a US$700 millones, lo que anunciaba una inminente cesación de pagos. Esta grave crisis llevó a la presidenta María Estela Martínez de Perón a designar a Celestino Rodrigo ministro de Economía.
De inmediato, Rodrigo sostuvo que su objetivo era corregir los fuertes desequilibrios acumulados a través de la devaluación del peso, la suba de impuestos y el descongelamiento de precios y tarifas. El 4 de junio anunciaba las medidas por cadena nacional: 160% de devaluación del peso en el mercado comercial y del 100% en el mercado financiero; incremento de un 75% en las tarifas eléctricas; incremento de un 180% de los combustibles. La contrapartida era una suba de los salarios del 45%. Nunca en el país se habían conocido semejantes porcentajes de aumentos.
Ante a este panorama, los gremios negociaron en las paritarias. El caso emblemático lo representó la UOM de Lorenzo Miguel, que obtuvo un incremento del 150%, no convalidado por el gobierno. Ese rechazo llevó a la CGT a convocar la primera huelga contra un gobierno peronista, el 27 de junio de 1975, con una masiva movilización a la Plaza de Mayo. Los hechos se precipitaron, se produjo una nueva huelga de 48 horas y el 21 de julio Celestino Rodrigo renunció. También había hecho lo propio unos días antes José López Rega, el hombre fuerte del gobierno. A partir de entonces, el vacío de poder y las variables macroeconómicas se desbocaron, iniciando los años pobres de la Argentina.
El Rodrigazo es recordado por su tremendo efecto negativo en la economía. Sin embargo, cabe resaltar una consecuencia aún más dramática para la cultura económica de los argentinos: el fin de los valores del ahorro y de la recompensa por esforzarse en el trabajo. Por sobre cualquier otra consideración, la pérdida de estos valores tendría las peores consecuencias para el bienestar de los argentinos.
El Rodrigazo, que en realidad debió llamarse el Gelbardazo, porque la crisis la produjo su programa estatista y populista, representa la bisagra decisiva entre la Argentina normal (aun con todas sus falencias, el indicador de pobreza era del 4% de la población) y la Argentina defectuosa, entre la saludable y la enferma. El 4 de junio de 1975 murió la movilidad ascendente; fue olvidada la patria de los ganados y las mieses, forjada por criollos y millones de inmigrantes; se enterró el sueño de la educación pública, nervio motor de una transformación que asombró al mundo, y se anidó en el espíritu de los argentinos el temor al futuro. No se trató de índices de inflación, devaluaciones o transferencias inéditas de riqueza entre sectores: se trató de la ruptura del contrato social entre los argentinos y el Estado.
Desde el Rodrigazo perdió sentido la libreta de ahorro que se entregaba en la escuela primaria, donde los alumnos aprendían el valor de atesorar en pesos. Quién no ha escuchado historias de deudores a quienes les daba vergüenza pagar la cuota de un departamento comprado a plazo por la forma en que se había devaluado. Qué argentino de mediana edad no tiene en la memoria historias de personas sorprendidas en sus comercios con los stocks vacíos o llenos y cómo de ese hecho fortuito dependió que perdieran su capital o lo acrecentaran de un día para otro. El Rodrigazo fue eso, una frontera imaginaria entre deudores y acreedores que dividió por azar a beneficiados y perjudicados. Pero del mismo modo que se recuerdan las injusticias que provocó el primer gran descalabro inflacionario, igualmente recordamos con nostalgia que nadie osó violar los contratos, que nadie salió a las calles con cacerolas: los contratos estaban para cumplirse y había que apechugar. Con el Rodrigazo se perdió la inocencia, la buena fe en los negocios y la virtud de ser constantes para producir y trabajar. Los argentinos nos transformamos por obra y gracia de un colapso institucional en acelerados aprendices de Darwin, adaptados a sobrevivir en una jungla de reglas de juego enmarañadas y cambiantes. Por eso, que no se diga que el problema es la cultura de los argentinos. El problema fue la ausencia de una institucionalidad a cuyo amparo se desarrollaran conductas virtuosas de ciudadanía social.
Súbitamente nos convertimos en expertos en salvaguardar nuestro patrimonio de las fauces voraces de aprendices de brujos económicos y de políticos mesiánicos. Y así nació la especulación financiera, que luego sería la plata dulce y las tasas de interés alucinantes, y más tarde la timba de bonos y la deuda externa astronómica, y la fiesta dejó de ser de todos y fue para unos pocos aventureros. El Rodrigazo estafó la confianza de los argentinos y nos arrojó al sálvese quien pueda y a la insolidaridad social.
De 1930 a 1973, el PBI argentino creció un 3,1% promedio anual, un índice bastante inferior al logrado en los 50 años previos, pero suficiente para mantener nuestro nivel de vida en términos comparables con naciones que hoy claramente nos han superado, como España, Irlanda, Corea del Sur o los países del sudeste asiático. La década del 60, con su robusto 4,5% promedio anual de crecimiento, era la mejor garantía de un vigoroso desarrollo de la clase media argentina y de una movilidad social única en América Latina. Esta situación se derrumbaría por completo en las décadas siguientes. De 1973 a 2002 el PBI creció un paupérrimo 0,7% promedio anual, absolutamente insuficiente.
En la dinámica decadentista del populismo, el Rodrigazo fue un punto de inflexión que excedió el marco de la economía y representó un quiebre profundo del contrato social entre los ciudadanos y el Estado. En carne viva y sin anestesia, la sociedad argentina vio esfumarse los valores esenciales de sus mayores, piedra basal de sus épocas de esplendor, en un solo acto violatorio, del cual todavía no nos hemos recuperado. Pese a que ha transcurrido medio siglo, ¿dejaremos pasar una inédita oportunidad para enmendar los errores de nuestro pasado? La sociedad argentina tiene la palabra.