El Papa Francisco, el pastor de los exiliados

Con la muerte del Papa Francisco se silencia —al menos por un instante— una de las voces que denunció la transformación de las personas en cifras, de los cuerpos en mercancía, de la esperanza en amenaza, escribe Nadine Cortés.

Abr 21, 2025 - 18:19
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El Papa Francisco, el pastor de los exiliados

La muerte del Papa Francisco no solo marca el fin de un pontificado, sino la despedida de una voz que incomodó a los poderosos y abrazó a los desposeídos. En un tiempo marcado por la polarización, la vigilancia masiva y el cierre de fronteras, su figura se alzó como uno de los últimos líderes morales que colocó a los migrantes en el centro del debate ético global.

Desde el inicio de su papado en 2013, el Papa Francisco eligió conscientemente las periferias del mundo. Su primer viaje fue a Lampedusa, donde denunció con fuerza lo que denominó “la globalización de la indiferencia”. En ese lugar, testigo de innumerables muertes en el mar, pronunció una sentencia que sigue retumbando: “Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna.”

Pero lo más radical del Papa Francisco fue su convicción de que la migración no debía gestionarse como un problema, sino comprenderse como una expresión profunda de humanidad. “Migrar no es un crimen, es una aspiración humana”, dijo con claridad en múltiples ocasiones. En los mensajes para las Jornadas Mundiales del Migrante y el Refugiado, insistía: “Cada migrante tiene un rostro, una historia, un nombre. No son números.” Esa mirada lo apartaba de los discursos tecnocráticos que hoy gobiernan la política migratoria mundial.

Sin embargo, su defensa incansable de las personas migrantes no estuvo exenta de resistencias. Desde dentro de la propia Iglesia, hubo quienes lo acusaron de diluir la doctrina al poner el acento en lo social. Algunos sectores conservadores vieron en su mensaje una amenaza a los pilares tradicionales del Vaticano, y lo tacharon de “populista” o “político”. Lo que no comprendieron —o no quisieron ver— es que su opción por los migrantes no era una desviación ideológica, sino la consecuencia directa de un Evangelio que, en sus palabras, “exige salir al encuentro del otro, especialmente del herido y desplazado”.

El Papa Francisco no ofrecía respuestas fáciles. Señaló con valentía las raíces estructurales de la migración: la pobreza, la violencia, la devastación ambiental, el tráfico de personas. Su crítica no se dirigía solamente a los gobiernos: también interpelaba a una ciudadanía global adormecida por el consumo, temerosa del otro, cómoda en su burbuja. “No podemos ser cristianos de sofá”, decía con ironía, instando a la acción concreta.

Su legado trasciende los muros del Vaticano. En Lesbos, en Bangui, en la frontera de México con Estados Unidos, en cada lugar al que acudió, el Papa Francisco eligió estar con los últimos. Y lo hizo no para ser aplaudido, sino para recordarnos que la humanidad no se mide en PIB ni en tratados bilaterales, sino en la forma en que tratamos al que no tiene nada.

Hoy, con su muerte, no solo desaparece un líder religioso. Se silencia —al menos por un instante— una de las voces más claras que denunció la transformación de las personas en cifras, de los cuerpos en mercancía, de la esperanza en amenaza.

Queda una pregunta urgente: ¿quién cargará ahora esa bandera? Porque no basta con llorar su ausencia. Hay que continuar su batalla. Como él mismo lo dijo: “Los migrantes no son un problema que resolver, son un signo que Dios nos pone para leer los tiempos.”

Quizá esa sea su herencia más grande: habernos recordado que la historia no será juzgada por sus tratados, sino por sus exilios.