El Congreso debe recuperar el prestigio perdido
Viniendo del sector privado y a un año de iniciada mi incursión en la política como diputado nacional, hago aquí algunas consideraciones a modo de escueto balance de mi corta experiencia como servidor público. Para el lector con una mínima aspiración al decoro y la decencia, no será novedad si digo que es indispensable recuperar el prestigio perdido del Congreso nacional, institución sagrada del espíritu republicano. En épocas gloriosas de la Argentina de fines de 1800 y principios de 1900, el Congreso argentino era la admiración de académicos y políticos de Europa que se interesaban por estudiar sus debates. Aun con algunas efervescencias lógicas, quienes se reunían en el recinto conformaban deliberaciones de excelencia por sus contenidos, sus formas y sofisticados intercambios.En todos los órdenes de la vida, es imposible preservar algo si pocas son las personas que están dispuestas a dedicar tiempo y trabajo para garantizarlo. La intermitencia o defensa anémica de los valores morales derivaron en el fracaso argentino, que no dejó al Congreso como una excepción. Nuestra sociedad, durante casi todo el siglo XX y lo que va del siglo XXI, consistió en una decadente carrera a ver quién llegaba más rápido a los políticos para ser beneficiado con el privilegio de participar en repugnantes orgías de redistribucionismo y poder.Hoy, la foto del mapa parlamentario es el resultado de esos 100 años de decadencia. En modo alguno pretendo un Congreso que piense igual, porque la salud de la democracia depende de contrapuntos, contrapesos y debates honestos y superadores; pero el Congreso actual exhibe un predominio alarmante de representantes del estatismo, el privilegio y la mentalidad fascista de guiar, controlar, regular y gravar cada paso del ciudadano. Esta situación también es el resultado de la batalla cultural que durante tanto tiempo ha ido en dirección al paternalismo, la dependencia y la construcción de una granja humana donde la gente de bien es forzada a trabajar para mantener tejidos asfixiantes de chupasangres.Para los empleados parlamentarios con los que pude interactuar, solo tengo palabras de agradecimiento por su trabajo, cordialidad, compañerismo y generosidad. Todas esas personas dejan servido el escenario para que congresistas hagan su trabajo legislativo focalizado en la protección de las autonomías individuales. Sin embargo, muy poco de eso ocurre. El producto final de la tarea legislativa es paupérrimo. Es como si Elon Musk dispusiera la estructura de SpaceX para llegar a Marte pero subiera al transbordador a cuatro monos que cuando llegan a destino se emborrachan, juegan a las cartas, no recolectan muestras minerales y usan las comunicaciones para contar chistes a los ingenieros que están en tierra. El problema del Congreso son aquellos legisladores que se valen del proceso electoral para implantarse en la casta política y subirse al carro del que tira la gente de bien para conseguir un paseo gratis de fiesta y privilegios socializando desaciertos, despilfarros, suboptimizaciones y desidia.Gracias a la formidable batalla cultural de muchos, pero muy especialmente a la de Javier Milei, que, en soledad y a contracorriente, cambió de forma meteórica el paradigma decadente del Estado presente, hoy la discusión es otra. Gracias a él, la gente comprendió que el Estado no es un factor de crecimiento y que hay otra salida a la concepción sombría, violenta y desesperanzadora que determinaba que unos debían ser forzados a trabajar para otros.Luego de derogar muchas leyes ilegítimas y desandar la tremenda inflación legislativa de muchas décadas, la actividad parlamentaria debería reducirse a lo que era la época de oro de principios de 1900. Esto permitiría que el congresista tenga la dedicación justa, y con ello pueda volver a instancias pasadas en las que cobraban solo gastos de representación y podían vivir de sus actividades privadas. Serviría además para que tengan clara conciencia de qué es el sector privado.Se deberían eliminar las cuestiones de privilegio en el recinto, las cuales son una excusa para dar sermones ajenos a la convocatoria. Asimismo, los homenajes pueden hacerse en el Salón Parodi o similar, en lugar de aprovechar audiencias cautivas. Se deberían también eliminar buena parte de las comisiones parlamentarias que hoy tratan aspectos sobre los cuales el Estado no debería inmiscuirse. Las comisiones a las que sí hay que ponerles debida atención no deberían ser transmitidas al público a través de registros audiovisuales porque sirven de escenario para inflar egos, apilar decenas de horas de discursos políticos y peroratas estridentes inconexas con el orden del día y propias de proselitismos baratos que solo responden a una agenda genuflexa para gobernadores. El ciudadano interesado en la agenda del Congreso, tal como puede hacer hoy, se informará leyendo la publicación de los dictámenes. Conjeturo que, si se apagaran las cámaras, las reuniones serían breves y al punto. Eventualmente se fi

Viniendo del sector privado y a un año de iniciada mi incursión en la política como diputado nacional, hago aquí algunas consideraciones a modo de escueto balance de mi corta experiencia como servidor público. Para el lector con una mínima aspiración al decoro y la decencia, no será novedad si digo que es indispensable recuperar el prestigio perdido del Congreso nacional, institución sagrada del espíritu republicano. En épocas gloriosas de la Argentina de fines de 1800 y principios de 1900, el Congreso argentino era la admiración de académicos y políticos de Europa que se interesaban por estudiar sus debates. Aun con algunas efervescencias lógicas, quienes se reunían en el recinto conformaban deliberaciones de excelencia por sus contenidos, sus formas y sofisticados intercambios.
En todos los órdenes de la vida, es imposible preservar algo si pocas son las personas que están dispuestas a dedicar tiempo y trabajo para garantizarlo. La intermitencia o defensa anémica de los valores morales derivaron en el fracaso argentino, que no dejó al Congreso como una excepción. Nuestra sociedad, durante casi todo el siglo XX y lo que va del siglo XXI, consistió en una decadente carrera a ver quién llegaba más rápido a los políticos para ser beneficiado con el privilegio de participar en repugnantes orgías de redistribucionismo y poder.
Hoy, la foto del mapa parlamentario es el resultado de esos 100 años de decadencia. En modo alguno pretendo un Congreso que piense igual, porque la salud de la democracia depende de contrapuntos, contrapesos y debates honestos y superadores; pero el Congreso actual exhibe un predominio alarmante de representantes del estatismo, el privilegio y la mentalidad fascista de guiar, controlar, regular y gravar cada paso del ciudadano. Esta situación también es el resultado de la batalla cultural que durante tanto tiempo ha ido en dirección al paternalismo, la dependencia y la construcción de una granja humana donde la gente de bien es forzada a trabajar para mantener tejidos asfixiantes de chupasangres.
Para los empleados parlamentarios con los que pude interactuar, solo tengo palabras de agradecimiento por su trabajo, cordialidad, compañerismo y generosidad. Todas esas personas dejan servido el escenario para que congresistas hagan su trabajo legislativo focalizado en la protección de las autonomías individuales. Sin embargo, muy poco de eso ocurre. El producto final de la tarea legislativa es paupérrimo. Es como si Elon Musk dispusiera la estructura de SpaceX para llegar a Marte pero subiera al transbordador a cuatro monos que cuando llegan a destino se emborrachan, juegan a las cartas, no recolectan muestras minerales y usan las comunicaciones para contar chistes a los ingenieros que están en tierra. El problema del Congreso son aquellos legisladores que se valen del proceso electoral para implantarse en la casta política y subirse al carro del que tira la gente de bien para conseguir un paseo gratis de fiesta y privilegios socializando desaciertos, despilfarros, suboptimizaciones y desidia.
Gracias a la formidable batalla cultural de muchos, pero muy especialmente a la de Javier Milei, que, en soledad y a contracorriente, cambió de forma meteórica el paradigma decadente del Estado presente, hoy la discusión es otra. Gracias a él, la gente comprendió que el Estado no es un factor de crecimiento y que hay otra salida a la concepción sombría, violenta y desesperanzadora que determinaba que unos debían ser forzados a trabajar para otros.
Luego de derogar muchas leyes ilegítimas y desandar la tremenda inflación legislativa de muchas décadas, la actividad parlamentaria debería reducirse a lo que era la época de oro de principios de 1900. Esto permitiría que el congresista tenga la dedicación justa, y con ello pueda volver a instancias pasadas en las que cobraban solo gastos de representación y podían vivir de sus actividades privadas. Serviría además para que tengan clara conciencia de qué es el sector privado.
Se deberían eliminar las cuestiones de privilegio en el recinto, las cuales son una excusa para dar sermones ajenos a la convocatoria. Asimismo, los homenajes pueden hacerse en el Salón Parodi o similar, en lugar de aprovechar audiencias cautivas. Se deberían también eliminar buena parte de las comisiones parlamentarias que hoy tratan aspectos sobre los cuales el Estado no debería inmiscuirse. Las comisiones a las que sí hay que ponerles debida atención no deberían ser transmitidas al público a través de registros audiovisuales porque sirven de escenario para inflar egos, apilar decenas de horas de discursos políticos y peroratas estridentes inconexas con el orden del día y propias de proselitismos baratos que solo responden a una agenda genuflexa para gobernadores. El ciudadano interesado en la agenda del Congreso, tal como puede hacer hoy, se informará leyendo la publicación de los dictámenes. Conjeturo que, si se apagaran las cámaras, las reuniones serían breves y al punto. Eventualmente se filmarán los propios legisladores ahorrando dinero público que hoy financia shows de contenidos decadentes, gritos y amenazas propias de intercambios entre parcialidades del fútbol del ascenso.
Una cuota muy menor a la que representa el presupuesto audiovisual actual puede servir para activar reuniones de comisión virtuales. La validación de asistencias y votos se podría corroborar mediante autorizaciones encriptadas y firmas digitales. Este proceso ya se ensayó anteriormente (incluso para sesiones en el recinto) durante el encierro político de 2020, cuya primera conexión se recuerda por aquel patético festejo como si se tratara de una conquista galáctica. Esta medida evitaría gastos y esfuerzos innecesarios de empleados de la casa, traslados aéreos, autos del Congreso que buscan a legisladores en el Aeroparque para asistirlos en su agenda local como si se tratara de magnates petroleros.
En lo que respecta a asesores, como transición hacia algo eventualmente mejor, creo que un paso intermedio puede ser que cada senador y cada diputado disponga de un solo asesor o secretario. Para cualquier asesoramiento técnico, no tiene mucho sentido ni criterio de optimización contratar un especialista puntual durante todo el año. La realidad es que, salvo honrosas excepciones, buena parte de los contratos no son de asesoría parlamentaria, sino parte de construcciones electorales. Esta sugerencia propone que cada partido político, proporcionalmente a su representatividad, disponga de un presupuesto limitado para ejecutar contrataciones temporales a efectos de algún proyecto legislativo particular y cuyo gasto deberá justificar en la respectiva Cámara. El requerimiento del gasto se haría a través del jefe de bloque, quien administraría los intereses y prioridades de la bancada.
Quienes venimos del sector privado vemos estupefactos los criterios de muchos congresistas veteranos que, lejos de darnos el ejemplo a los nuevos, no tienen el menor reparo por el dinero público y nula noción del significado de la restricción presupuestaria. No es casual que muchos de ellos hayan sido los maníacos del déficit, la deuda, la inflación y la presión tributaria. Como dijo Thomas Sowell: “La primera regla de la economía es la escasez. La primera regla de la política es olvidar la primera regla de la economía”. Quizá la nueva generación de congresistas pueda contribuir a cambiar esta visión.ß
Diputado nacional por la provincia de Buenos Aires