Scaloni, Julio Bocca y la Generación Dorada: tres cursos para la política
En estos casos hay un hilo conductor: talento combinado con esfuerzo, éxito asociado con humildad y una noción de equipo por encima de las individualidades

Con un partido de futbol, un ballet y una lectura, la política argentina podría dar un enorme salto de calidad.
Puede parecer una ocurrencia absurda, pero si hubiera vocación y actitud de aprendizaje, hay tres modelos que están muy expuestos y que, sin proponérselo, le ofrecen a la dirigencia política, pero también a nosotros mismos, una suerte de curso práctico para mejorar la convivencia, ser más eficientes y obtener mayores logros. Esas enseñanzas están en los ejemplos que dan Lionel Scaloni, como técnico de la selección; Julio Bocca, como director del ballet del Colón, y Rubén Magnano, como exentrenador de la Generación Dorada del básquet argentino, dedicado ahora a transmitir las enseñanzas de aquel ciclo histórico que enorgulleció al deporte nacional. Solo observar la gestualidad y la actitud de Scaloni después del avasallante triunfo de la Argentina ante Brasil permite tomar nota de una lección de liderazgo constructivo y virtuoso, teñido de sobriedad. Y un provecho similar puede obtenerse si se le presta atención a lo que ha hecho Julio Bocca con el Ballet del Colón y a las palabras de Magnano en una entrevista con la nacion publicada el domingo pasado. En todos hay un hilo conductor: talento combinado con esfuerzo; éxito asociado con humildad; exigencia, firmeza y profesionalismo, pero con templanza, empatía y moderación. En todos hay una noción de equipo por encima de las individualidades; hay espíritu competitivo, pero también respeto por el adversario o por el semejante. Hay una idea de largo plazo, de proceso, de planificación y recorrido. Y una suerte de pacto tácito: no creerse “los mejores del mundo”, ni siquiera cuando los logros y los resultados lo puedan justificar.
“No hay nombre propio que supere el nombre del equipo”, dice Magnano en la entrevista con La Nación. Resume en una línea un concepto que la política parece haber extraviado. Enferma de personalismos y de egos, exhibe una pasmosa dificultad para los acuerdos, aun entre aquellos que tienden naturalmente a coincidir. La atomización electoral en la ciudad de Buenos Aires ofrece en estos días un ejemplo muy nítido, y a la vez muy penoso, de esa cultura del individualismo y de la mezquindad enquistada en la actividad política. Mientras tanto, el culto a la personalidad tiende a recortarse como un rasgo distintivo de esta nueva etapa institucional de la Argentina.
Scaloni ofrece, en ese sentido, un modelo que no solo contrasta con la política sino con cierta característica que anida en la sociedad. Como señala el profesor Pedro Luis Barcia en La identidad de los argentinos, el personalismo individualista está muy arraigado entre nosotros: “Siempre esperamos al hombre del destino, al salvador. De allí los ismos: rosismo, yrigoyenismo, peronismo, kirchnerismo”. Ahora habría que agregar el mileísmo. Pero, como señala el brillante intelectual, “los liderazgos personalistas suelen debilitar las instituciones. Esperamos al hombre providencial, al mesías, que nos saque de la estacada”.
Aunque en el fútbol también han abundado los ismos (desde el menotismo hasta el bilardismo) a nadie se le ocurre ahora hablar del “scalonismo”. Es un mérito del propio Scaloni, que rechaza con elegancia cualquier complacencia hacia la adulación, pero tal vez sea también un aprendizaje colectivo que valga la pena destacar. El técnico hasta ha confesado cierta incomodidad con el apodo de “la Scaloneta”, a pesar de que remite más a una idea de equipo, sin dejar de reconocer un liderazgo nítido e inspirador.
Lo que ocurrió hace siete días, durante y después del partido ante Brasil, es una lección que vale la pena desmenuzar. El conmovedor abrazo que Scaloni le dio a Raphinha (el jugador de Brasil que había hecho fuera de la cancha un comentario pendenciero) encierra la enseñanza de un liderazgo que rechaza el exitismo, que reconoce al otro sin regodearse en el error ajeno, que ubica a la relación humana por encima de la refriega coyuntural y que cultiva la actitud conciliadora, sin fogonear antagonismos ni exacerbar la polarización ni las pasiones. En esa misma línea debe interpretarse la reacción firme del entrenador cuando frena a uno de los ídolos del equipo, el arquero Dibu Martínez, por una provocación hacia los rivales. Fue un gesto de autoridad y de liderazgo del que también vale la pena tomar nota: el triunfo (en la cancha o en las urnas) no da derecho a “sobrar” al otro, mucho menos a la ofensa o al agravio. Hay que saber perder, pero también hay que saber ganar. La conducta es un valor por encima de los resultados. Puede ser un mensaje para la política, pero también para una sociedad a la que muchas veces le cuesta marcar límites y decir que no. El modelo Scaloni tal vez deba examinarse con ojo atento en las familias, en las escuelas y en los clubes, donde muchas veces se cede con ligereza ante el facilismo y la demagogia.
Las palabras del técnico argentino sobre Brasil, después de haber obtenido aquella victoria apabullante, son una clase de moderación y de grandeza. Son también una muestra de sabiduría, del que entiende que los éxitos nunca son definitivos, que la taba se puede dar vuelta en cualquier momento y que lo único que vale es el trabajo y el esfuerzo continuos, sin refregarle a nadie los triunfos y sin exagerar los propios logros.
¿Cuánto podría beneficiarse la política si tomara nota de esa lección? El lenguaje del poder está cada vez más teñido de megalomanía y parece legitimar, con arrogancia, el avasallamiento y la descalificación del otro. No parece tener en cuenta, además, que los aplausos y los apoyos pueden ser tan efímeros como volátiles.
Scaloni, que no es un genio extraterrestre sino un hombre de carne y hueso, ha venido a demostrar que se pueden construir un liderazgo ejemplar y un modelo exitoso sin gritos ni bravuconadas, con firmeza pero sin excesos, con respeto por uno mismo y también por el adversario. Nadie puede decir que la haya tenido fácil: enfrentó duras críticas y desconfianzas en el inicio de su gestión; le toca armonizar un equipo de grandes estrellas, donde se presume que los egos y las veleidades no deben ser del todo ajenos, y como si fuera poco, está obligado a convivir con una conducción de la AFA infectada de opacidades y contaminada por lo peor de la política. En ese contexto, ha sabido preservar su autonomía y su liderazgo, y ha demostrado, con templanza, que las condiciones adversas no son una excusa ni una limitación definitiva.
De eso está dando muestras, también, Julio Bocca en el Colón. El estreno de Carmen, pasado mañana, será el primer paso de su gestión como director del Ballet. Ha sido, por lo que se sabe, un desembarco con delicados desafíos para elevar la vara de la excelencia y reposicionar a ese cuerpo de baile entre los mejores del mundo. Tuvo que imponer nuevas condiciones, mayores exigencias y ampliación de horarios para ensayos y formación. Todo eso, en una estructura artística que, más allá de la vocación y la pasión, también está condicionada por lógicas burocráticas y una cultura de sindicalismo y empleo público que hace apenas tres años “expulsó” a Paloma Herrera.
Bocca ha marcado una impronta: valorizar el esfuerzo, el profesionalismo y el compromiso. Ha planteado una idea básica, pero que suena revolucionaria: “el Colón no es nuestro, sino del público”. Y se ha animado a proponer la opción de aportes privados para una actividad muy anclada en viejas ideas de un estatismo extremo. Todo lo ha hecho poniendo el cuerpo, trabajando a la par de los bailarines, involucrándose hasta en los mínimos detalles y participando de extenuantes jornadas de ensayos y puesta en escena, como lo retrata una rigurosa crónica de Constanza Bertolini publicada ayer en La Nación.
El “modelo Bocca” también encierra una lección: se pueden cambiar las reglas, ajustar las exigencias y apostar a la excelencia, pero hacerlo con bisturí; sin alarde ni estridencia; con firmeza, pero a la vez con mesura; con autoridad, pero sin la cadencia tajante y exaltada del “sabelotodo” ni del autoritario.
Cuando el sábado Carmen suba a escena, seguramente veremos un espectáculo de jerarquía y calidad superior, pero detrás habrá un modelo de gestión que también tiene algo que enseñar.
Lionel Scaloni, Julio Bocca y la Generación Dorada nos recuerdan que hay otra Argentina. Está forjada en liderazgos constructivos, conciliadores y ejemplares. ¿Serán islas o formarán parte de nuestra identidad colectiva? ¿Serán modelos inconexos o marcarán un rumbo más allá de sus propias disciplinas? Si los miramos con humildad y vocación de aprendizaje, encontraremos en ellos un faro de inspiración. Como dijo Rubén Magnano a La Nación: “Hay que tener el coraje de saber que siempre somos aprendices”.