Riquelme juega con su estatua, mientras el Boca pochoclero sólo divierte a los demás
La prematura eliminación de la Libertadores generó una oleada que salpica al presidente del club como nunca había ocurrido
Intocable hasta esta semana, Juan Román Riquelme se sintió claramente por primera vez en la bolsa del resto. El “que se vayan todos” es el punto más alto al que puede llegar el hincha de Boca en su escala de reproches hacia el presidente. El siguiente paso sería cantarle específicamente a él. Y al ídolo se le reprocha pero no se lo agrede.
Boca cosechó el miércoles lo que sembró el año pasado. No tuvo un final en febrero sino un recuperatorio. Tampoco lo aprobó. En 2023 no se había clasificado a la Libertadores. En 2024 no había superado ni los octavos de la Sudamericana. En 2025 no jugará ninguna de las dos. El fútbol avisa. Boca coqueteó con el papelón futbolero hasta que le impactó de lleno.
Resultó lógico que nadie quedara a salvo de la bronca popular. Que no es lo mismo que hablar de la bronca en la popular; allí, en la segunda bandeja de la Bombonera, no parecieron enterarse de la eliminación: mientras el resto del estadio se envolvía en la decepción, la hoy burguesa barra brava transitaba su mundo.
Es un Boca pochoclero para todos menos para el hincha, que está cansado de los inconvenientes. No le entra uno más. ¿Por qué es imposible que reine la paz? ¿Por la personalidad de quienes lo dirigen? ¿Porque en Boca todo se magnifica? La chapa de ser el club más sonoro, el que tiene a todos pendientes, sea para verlo ganar como para verlo perder, no basta para justificar por qué se vive en estado de conflicto permanente.
Nadie puede cuestionarle a Riquelme que Alan Velasco, sin confianza para salir de la presión, haya pateado el quinto penal contra Alianza Lima. Nadie puede marcarle algo sobre la asamblea que se armó para dirimir quién atajaría en la definición. Lo que no puede disimular Román es su participación en el arrastre. El reciente libro de pases fue el mejor de su gestión, es cierto. Sucede que sirvió para maquillar el anterior, en el que había incorporado jugadores suplentes en sus clubes: Ignacio Miramón, Agustín Martegani, Gary Medel. Fue llamativo: Boca tiende a tratar de sacarles las figuras a los otros, no las piezas de relleno.
Las falencias de la gestión son variadas. Una de ellas atraviesa las relaciones con algunos jugadores. Varios se fueron luego de cortocircuitos. No siempre tienen la culpa Riquelme y compañía, al contrario; pero sorprende que en un club manejado por exfutbolistas haya habido tantos chispazos con futbolistas. Pocos de esos jugadores ratifican públicamente esas diferencias. Claro, a nadie le conviene irse enfrentado con Riquelme, que en la historia del club ganó el plebiscito de las tribunas nada menos que contra Diego Maradona.
En lo futbolístico, la elección de los técnicos ya es el defecto principal en esta era dirigencial. ¿Cómo puede ser que a todos se les haya visto tan rápido las costuras? ¿Ninguno calificaba? El tiempo de permanencia de cada uno lo evidencia. Rodolfo Arruabarrena había permanecido dieciocho meses, Guillermo Barros Schelotto, nada menos que treinta y dos, y Gustavo Alfaro había cumplido los doce. El primer entrenador de esta gestión, Miguel Angel Russo, había llegado a los veinte. Pero los siguientes no completaron una temporada: Sebastián Battaglia se sostuvo diez meses, Hugo Ibarra ocho, Jorge Almirón no pasó de los seis, Diego Martínez arañó los nueve y apenas transcurrieron cuatro desde la asunción de Fernando Gago hasta el partido contra Alianza Lima.
Los técnicos llegaron de diversas maneras, con distintas trayectorias, para imponer diferentes estilos. Ninguno logró la imagen de indiscutido. Primero Riquelme descansó en un viejo conocido (Russo), luego pareció desestimar la importancia del entrenador (a Battaglia y a Ibarra les faltaba experiencia), más tarde apuntó a uno de trayectoria (Almirón), a uno de actualidad (Martínez) y por último a otro que reunía tanto pertenencia como proyección de un estilo de juego (Gago). No hay línea coherente que pueda prometer las características del próximo.
En otro club pagaría el manager. O los integrantes del Consejo de Fútbol, la analogía en Boca. Pero este caso es distinto. Difícilmente Riquelme dejaría de bancar a Marcelo Delgado, Raúl Cascini y Mauricio Serna. A la distancia, no está claro qué injerencia tienen en las decisiones. En el día a día, se sabe, siempre están. Uno de los entrenadores citados contó alguna vez que, en cada charla con un integrante del Consejo, sentía que escuchaba deseos de Román, no meras opiniones de ellos. Lo contó en off, claro: de nuevo, nadie se atreve a desafiar al presidente.
La gestión, incluso este tiempo flaco en resultados, obviamente contiene virtudes. Boca vende por decenas de millones de dólares. Se supone que está capitalizado para lanzar la remodelación de la Bombonera (algún día tendrá que darse). Aun con su estilo divisor, Riquelme demostró hace poco más de un año que no tiene rival en la política del club. Nadie iguala su pasado y, además, pocos saben llegarle al hincha como él. Eso sí, hoy está comprobando que las segundas partes en las dirigencias suelen ser complicadas. Nunca perderá todo el capital ni será tratado como un presidente más. El “que se vayan todos” seguramente haya sido más espontáneo que racional. Pero el fútbol ubica al que se siente intocable. No vale la pena abusar del afecto popular.