María Dueñas, escritora: «No intento adoctrinar, pero me gustaría provocar algún tipo de reflexión»
Hoy se sienta en El Foco Maria Dueñas. La conocí en 2009, cuando El tiempo entre costuras —ya travesía colectiva compartida entre millones de lectoras que la hicieron suya—, circulaba de boca en boca con los avatares de una joven modista y su viaje a Tánger. Ella me habló de Sira, de cómo empezó a … Continuar leyendo "María Dueñas, escritora: «No intento adoctrinar, pero me gustaría provocar algún tipo de reflexión»"

Hoy se sienta en El Foco Maria Dueñas. La conocí en 2009, cuando El tiempo entre costuras —ya travesía colectiva compartida entre millones de lectoras que la hicieron suya—, circulaba de boca en boca con los avatares de una joven modista y su viaje a Tánger. Ella me habló de Sira, de cómo empezó a darle vida en Estados Unidos, como una distracción de verano. Confiesa que nunca se pensó escritora, pero sí muy lectora. Se recuerda leyendo de niña, con la pasión bullendo en ella, latiendo. Hoy, 16 años después, es la pluma más leída de nuestra lengua, y una de las más admiradas. También queridas. Cautiva su sencillez. Ese no creerse nada de tanto.
Llega al plató tranquila, sonriente, con la ilusión de presentar a su Cecilia. Acaba de publicar Por si un día volvemos, una novela poderosa, profunda, conmovedora, tejida con los hilos ásperos de la tragedia, la redención, la lucha silenciosa, abnegada y obstinada. Y de la dignidad que cruza mares. En este caso: el Mediterráneo. Nos hace viajar a Orán; al Orán de la Argelia de 1929, al del protectorado francés. Allí, transcurren 30 años hasta que se declara la independencia de Francia y comienza el éxodo de colonos. El escenario recuerda a las atmósferas que retrató André Brink en Sudáfrica o a la Orán que Camus transformó en símbolo existencialista, pero Dueñas opta por una épica íntima: no le interesa el manifiesto, la guerra; sino la supervivencia cotidiana.
‘Por si un día volvemos’, la nueva novela de María Dueñas
Le diré a usted que la novela arranca fuerte. Con una embestida en la primera página. Desgarrando. En una España devastada por la posguerra, marcada por la penuria moral y la miseria más cruda, Cecilia Belmonte, una joven que apenas ha vivido, es violada. Y en medio del desconcierto, de la violencia sin nombre, se pregunta si sus propios padres, acorralados por el hambre, no dieron su consentimiento por un pedazo de queso o un mendrugo de pan. Esa escena, tan lacerante como simbólica, abre la brecha de una novela que no concede consuelo fácil: habla del dolor, sí, pero también de la dignidad en medio del derrumbe. Y del temblor íntimo que empuja a resistir, del no rendirse, de la soledad. Y de la superación. Y de esa forma tan humana —y tan incómoda— en que muchas veces el amor y la necesidad, el deseo y la renuncia, se entrelazan hasta volverse indistinguibles. Ese cruce entre lo íntimo y lo histórico, entre la pulsión erótica y la catástrofe colectiva, recuerda por momentos a los relatos de Edna O’Brien o a las heroínas de William Trevor: mujeres hechas de silencio y herida, con una dignidad que nunca se declama.
«Celicia huye de una miseria económica, social, educativa y moral, sin saber a dónde va, pero con el convencimiento de que casi cualquier cosa que encuentre va a ser mejor que de donde viene», nos explica ahondando en ese pozo y en la fuerza de trepar y dejarlo atrás.
Dueñas evita los personajes heroicos, esos que parecen tallados en mármol y sólo sirven para que les pongan una estatua. Prefiere a los otros: los que caminan descalzos sobre la incertidumbre, con llagas; los que no saben que están protagonizando nada; los que simplemente viven, sobreviven, se equivocan, dudan. Sus protagonistas casi nunca tienen grandes ideales ni aspiraciones rimbombantes. Viven en entornos normales, cotidianos de los que no se irían, hasta que algo —una grieta, un derrumbe, un cataclismo. Decisión forzada— los arrastra hacia otra vida. Eso es lo que le ocurre a Cecilia Belmonte. Su historia y la de otros tantos que se fueron huyendo o en busca de sueños, encarnan aquella vieja frase: «España se desangra». Biografías arrasadas, en una generación obligada a sobrevivir sin horizonte. Cecilia lucha sin alharacas ni banderas. Simplemente trabaja, se prepara, tiene hambre: pero no sólo de pan. También de mundo. De cultura, de comprensión, de esa libertad que nace de saber y poder elegir. Hay algo muy Alice Munro en esa forma de retratar mujeres sin épica, que habitan lo común, lo aparentemente banal con heridas, desgarros; y desde ahí construyen una forma de resistencia.
La Argelia colonial, retratada por María Dueñas
Dibuja el amor. Y lo pinta. Con su abanico, con sus complejidades. Cecilia lo vive, se impregna, lo siente. Es una mujer solitaria y a la vez resquebrajada que experimenta diferentes aventuras: amores hondos y amores superficiales, amores sanadores y amores devastadores. María Dueñas abarca todos. Los que curan y los que dejan cicatriz. «Me interesa que sean distintos». En esta novela nos acerca a complejidades, a sus aristas, a entender esperas, dolores. Sin duda, el más importante de Cecilia, el que la atraviesa, es Rafael Guerrero, el primero, el que debió ser su marido y el padre de sus hijos. Pero la vida se lo puso difícil, no pudo ser —no como hubiera querido—. Y con adioses y regresos, y más vueltas y retornos, eterno Nostos, aquel joven albañil andaluz recién emigrado con el que se topó, siempre ha estado, siempre ha sido. Él es el que le ha latido, por el que ha desmontado su puzzle del amor, por el que ha aceptado compartir sin titularidad, la sombra del segundo lugar, el hombre al que se ha entregado. El amor… Y sus estocadas. Con frecuencia, territorio en exilio.
La acción retrata la Argelia colonial. Allí, los pieds-noirs españoles vivían atrapados entre dos fuegos: no eran franceses, no eran argelinos, y su identidad quedaba suspendida en el vacío. María Dueñas cuenta esa ciudad partida en dos, donde los colonos franceses vivían de espaldas a la población autóctona. Una separación silenciosa, estructural, que con el tiempo germinó en rencor, exclusión, guerra. Una Orán en tensión constante, como si habitara una grieta. Una ciudad que crujía por dentro, que alimentaba odios. Dos mundos que se rozaban sin tocarse y que acabaron por estallar en la Guerra de Independencia. Desastres. María Dueñas no entra en los pliegues más ásperos del colonialismo, ni en la culpa histórica, su ambición está en otro lugar: en contar vidas que resistan el olvido sin levantar la voz.
Ella escribe desde la perspectiva española, sin entrar en cómo Francia organizó su acogida, pero cuando le pregunto si ve algo del desarraigo de entonces en la Francia de hoy, reconoce patrones que se repiten, jóvenes nacidos en suburbios de Marsella o París, hijos de inmigrantes, que se sienten extranjeros en su propio país. Y le preocupa. La tensión social crece, se espiga. Viven con un documento que los llama ciudadanos, pero una realidad que los señala como ajenos en barrios marginales en los que crecen no sintiéndose del país que figura en su pasaporte. Algunos, los menos, llegan al extremo. El germen —la fractura original— lleva años ahí. Décadas. Y en esa sima entre la pertenencia y el rechazo, germina la herida del exilio interior: el de no saber a dónde se pertenece.
‘El primer hombre’, un título esencial para María Dueñas
En nuestra conversación, surge el nombre de Camus. El primer hombre es uno de los tres libros que rescata cuando le pido que elija títulos esenciales. Lo que le conmueve es el retrato que el francés de origen argelino hace de su madre: una mujer analfabeta, implacable en su austeridad. Camus la convierte en símbolo de una Argelia pobre, recia, donde la vida era dura como la piedra. Dueñas encuentra ahí una fuente para su novela, para comprender la Argelia de entonces, la atmósfera del Orán de entonces. Porque Por si un día volvemos muestra aquel ambiente, aquella dureza. Y no sólo eso: muestra cómo la verdad más honda habita muchas veces en los márgenes, en las vidas sin aspavientos.
María Dueñas me habla también de Un mundo para Julius, de Bryce Echenique, y por supuesto de El Quijote, que cita sin grandilocuencia. Admira a muchos, pero no idolatra ni emula a ninguno. «No quiero parecerme a nadie», me dice, con una seguridad tranquila que no necesita explicaciones. Ella tiene su propia voz. Una voz que no imita, sino que arde con la chispa de lo vivido. Una voz forjada leyendo desde niña, cuando descubrió en el colegio El pájaro verde, un libro que leía con devoción en la última hora de clase. Recuerda la impaciencia, las ganas de llevárselo a casa, de leer más. Hasta pensó en robarlo, recuerda riendo. Aquella niña lectora sigue viva en la gran escritora que es hoy. La escritora que escribe literatura mayor, historias para recordar lo que fuimos, lo que seguimos siendo; vidas de las que apenas quedan testigos. Sira nació por su madre, de aquel Tetuán en el que había crecido y del que María oyó siempre.
Aquella niña —como la mujer en la que se convirtió— sabe que las historias están para decir algo, para sacudir, aunque sea con un ligero temblor, que la ficción no tiene por qué quedarse en adorno, que puede ser una forma de rebelión contra la resignación, un asalto con palabras a lo establecido. Pero aclara: «No creo que los escritores tengan necesariamente una responsabilidad didáctica o dogmática. Yo no intento adoctrinar a nadie, pero sí me gustaría que cuando cierren el libro los lectores, más allá de las peripecias, hayan aprendido algo, y provocarles algún tipo de reflexión, pero sin dogmatismo ninguno». Su motor es hablar de la experiencia migrante para recuperar la experiencia de salir de nuestras fronteras. Recuerda la cita de Max Aub: «¿Dónde estás España? Por el mundo abierta».
Le pregunto por su proceso de escritura, es una narradora disciplinada. Confiesa que no pierde el tiempo: planifica, ordena, calcula. Antes de empezar a escribir, ya ha hecho el viaje interior, el de trazar el mapa. Y el exterior, el de pisar terreno, callejear, respirar polvo, sudor, tierra. Toma notas, estructura capítulos, define líneas de tiempo. Y sin embargo, siempre deja un resquicio a lo inesperado: un gesto, un recuerdo, una frase escuchada al pasar. Escribe desde lo que le late por dentro. Y sus personajes —aunque surjan del método—, aunque estén definidos, casi esculpidos, cobran vida llevándola a veces por caminos que no tenía marcados, pero ella nunca les deja que se adueñen tanto como para cambiar la trama. Los controla, les demarca líneas, frontera de la historia, así que podríamos decir que apenas los deja caminar por la casa, sabiendo que el jardín tiene valla con puerta, y la cerradura su nombre: María Dueñas.