Entre los «deberes» marcados por el cónclave de 2013 para el cardenal que resultase elegido Papa, el más espinoso era la reforma de la Curia vaticana, una maquinaria hipertrofiada, burocratizada, y fuente de demasiados escándalos de la que se aprovechaban unos cuantos corruptos. La renuncia de Benedicto XVI hacía sospechar que no se podía limitar a una mera reorganización administrativa sino a una radical «reforma de la cultura» a todos los niveles. Francisco se lo tomó en serio desde el minuto uno, y mientras salía humo blanco de la chimenea de la Capilla Sixtina ya estaba tomando dos decisiones para ponerse manos a la obra. Primero se negó a salir al balcón de San Pedro llevando la cruz pectoral con...
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