La reconexión con la infancia: no hay que dejar sola la casa
Marchar de casa siempre fue "dejar sola la casa". Porque la casa –también las dos cuadras de los animales– siempre tuvo personalidad propia: El Hierro, la casa de mi niñez en Urioste, mi casa habitual.

Por motivos familiares, he estado durante un par de meses pasando bastante tiempo en el lugar en el que viví de niño. Seguramente lo tendré que seguir haciendo, quizá no con tanta asiduidad como en las últimas fechas, pero los cuidados de nuestra gente mayor obligan a ello. Mi madre vive allí y necesita atenciones más intensas debido a su estado de salud actual. Ella siempre ha vivido allí. Yo dejé de hacerlo con 17 años, cuando comencé a estudiar en la universidad. Ahora, con sesenta, he vuelto a reencontrarme con buena parte de quien fui al volver a pasar tiempo entre aquellas paredes.
De repente, vuelven a hacerse presentes actos del pasado. Vamos a cenar. En mi caso, voy a ponerme unos filetes de pavo a la plancha. Me gusta echarle ajo y perejil. Espera, ama, que salgo fuera a coger perejil. Hace cincuenta años habría escuchado de boca de mi madre: Julen, baja a por perejil. ¿Un acto tan banal adquiere ahora un significado especial? El perejil es el detalle que hace presente la huerta, esa que siempre estuvo al lado de casa, con sus hortalizas cotidianas. Fue un modo de vida que se rompió al ir a la ciudad. Allí, en casa cuando era niño, las condiciones de vida eran muy diferentes.
Me asomo y miro por la puerta. Es una puerta como la que siempre tuvimos en las cuadras: de dos piezas, la de abajo es la que se bloquea con un pequeño cerrojo, mientras que la de arriba, si estamos dentro, suele quedar abierta. Aquellas cuadras son desde hace ya bastantes años el txoko, y es donde estamos viviendo ahora por problemas de movilidad de mi madre. La puerta se abre hacia dentro. Hoy esta protegida por una segunda puerta, corredera, que nos protege algo más del frío. Pero la pieza superior, por defecto, queda abierta durante el día. Es nuestra ventana al mundo exterior, a esa pequeña porción a la que tenemos acceso visual.
Marchar de casa siempre fue dejar sola la casa. Porque la casa –también las dos cuadras de los animales– siempre tuvo personalidad. Fue parte de la familia, junto con los terrenos de cultivo que la rodeaban. Y allí, en la casa, en lo que significaba, entraban también la encina, el nogal, el roble, el eucalipto y toda la larga retahíla de cultivos para el consumo familiar. Hace ya meses (bueno, mejor digo años) que suelo escribir sobre mis recuerdos de infancia. Al principio lo hacía más por obligarme a no dejar sola la casa y a quienes morábamos allí, fuéramos humanos, animales, árboles o cualquier otro elemento que tuviera sentido vital. En tiempos más cercanos he decidido escribir desde el niño de diez años que fui.
Siempre he pensado que transitamos la existencia montados a lomos de ciclos vitales. También profesionales. Mi ciclo vital, asentado hoy sobre mis sesenta años, me ha cambiado las prioridades. El trabajo ha comenzado a perder peso ponderado en la balanza. Ya era hora, ¿no? La vida, evidentemente, es mucho más que trabajar. Cuando tenía 38 años decidí dejar atrás una etapa como socio cooperativista, como profesional integrado en una empresa seria y reputada, y saltar al vacío de la consultoría artesana. Había que construir un relato propio en el que me sintiera cómodo. Hoy, 22 años después, el mundo ha cambiado. Los tiempos extraños con los que convivimos son los únicos que tenemos y no es cuestión de desaprovechar este momento vital.
Cargo con sensaciones extrañas. Tras un par de meses intensos, escribo esto desde Frontera, en la isla de El Hierro. El 28 de marzo sé que tengo que volver a mi casa, la de la niñez. No hay que dejarla sola. También volveré a mi otra casa, en la que he vivido desde los 18 años, y que es en la que me siento a gusto. Escribo desde la lejanía, pero llevo a cabo reuniones de trabajo como si estuviera en mis otras casas. El Hierro, la casa de mi niñez en Urioste, mi casa habitual: son espacios que adquieren sentido en la medida en que los habitamos, un concepto este –el de habitar– que admite muchos registros.
Imagen de Piet van de Wiel en Pixabay.