La perversión del Estado y el retorno de la prehistoria
Ya que somos testigos impotentes de una regresión hacia modelos que creíamos superados, no debemos bajar los brazos; hay que afrontar esta deshumanización con una pedagogía tenaz
En la reciente Feria ARCO de Madrid, el artista Eugenio Merino presentó la obra White Washing: un lavavajillas preparado para el programa de carga máxima, con diecisiete platos que tienen las caras estampadas de los líderes de la ultraderecha mundial: Donald Trump encabeza el lote; lo secundan Elon Musk; Javier Milei; el líder de Vox, Santiago Abascal, y otros representantes conspicuos de esa corriente.
La vieja derecha totalitaria del siglo XX, cuyos tres pilares fueron el culto al líder carismático, la politización total y el control de la vida cotidiana, sufrió su primera gran derrota en la Segunda Guerra Mundial. Luego, tendió a agotarse en la década del 70, con las muertes de Oliveira Salazar y Francisco Franco. 1975 marcó, en algún sentido, el fin de la prehistoria.
Las dictaduras militares, por un lado, y el peronismo, por el otro, fueron la modulación de este fenómeno en América Latina. Aunque un golpe de Estado requiere participación de ciertos estamentos del propio Estado, como el Ejército, y se estructura más sobre el miedo y la despolitización que sobre la adhesión de la sociedad, de Pinochet a Videla había cierta simpatía conceptual con los fascismos europeos.
Toda esta constelación de la ultraderecha antidemocrática quedó completamente maltrecha después de los sucesivos experimentos, incluso en los casos en que tardíamente lograron cierto crecimiento, como el tardofranquismo (cuando dejó la economía en manos del Opus Dei) o Pinochet (cuando puso a Hernán Büchi al mando). En el imaginario colectivo quedaron sepultados como proyectos inaceptables que no debían repetirse. Solo el peronismo logró reciclarse, dotarse de una segunda piel y sobrevivir. Había un consenso democrático que debía respetarse a rajatabla. Se podía proponer lo que fuera a condición de que no reivindicara aquellas experiencias esperpénticas. A nadie se le ocurría en Alemania pronunciar la frase “el trabajo nos hará libres”, porque era un apotegma del nazismo; a nadie se le ocurría en la Argentina desafiar el “nunca más” y proponer la represión por motivos ideológicos.
La obra de Merino expresa la idea del blanqueamiento de la nueva ultraderecha: se les hace un lavado de cara y se los vuelve a presentar como si fueran una alternativa novedosa y potable. No hay nada más original que lo que ya hemos olvidado.
La gran pregunta es cómo se llegó a esta enorme regresión. Centrándonos en el caso argentino, es evidente que la perversión del Estado jugó un papel central: las dos décadas de kirchnerismo nos enfrentaron a la hipocresía de que, bajo una retórica de “Estado presente”, se operó una debacle de la educación y la salud públicas, un total deterioro del espacio público y un desmantelamiento de las fuerzas de seguridad, con la consiguiente hecatombe del orden.
El Estado quedó reducido a brindar telefútbol gratuito, otorgar jubilaciones a quienes nunca habían aportado o alimentar planes de vivienda a través de organizaciones corruptas y violentas. El kirchnerismo no solo desperdició así la mayor oportunidad de despegar que tuvo la Argentina en las últimas décadas, habiendo dilapidado el boom de la soja en dádivas prescindibles y negociados, en lugar de bajar impuestos y hacer la infraestructura necesaria para la producción, sino que además manchó y pervirtió la idea de Estado. De un lado generó en muchos votantes la noción disparatada de que el Estado es siempre innecesario y criminal; del otro, promovió en los políticos la consigna de que el Estado sirve como botín de guerra.
Todos los actuales males son fruto de esta lamentable perversión. Que Bahía Blanca y muchos pueblos argentinos se vean impotentes ante una fuerte adversidad climática y haya decenas de muertos y desaparecidos es producto de que no hay una infraestructura preventiva. Por supuesto que los huracanes también se cobran vidas en Estados Unidos, pero son fenómenos climáticos infinitamente más poderosos, se prevén con varias semanas de anticipación y todo el Estado se pone al servicio de minimizar las consecuencias. Que los policías, por falta de entrenamiento, no disparen las granadas siguiendo protocolos homologados a nivel mundial prueba que el Estado no está preparado para encauzar normalmente los desmanes. Que se intente manipular a la prensa, tal como quedó expuesto cuando un asesor interrumpió una entrevista, deja al descubierto la degradación moral de ese entramado promiscuo entre lo público y lo privado. Que el Presidente haya intervenido personalmente en el criptogate, promocionando una estafa, es otro ejemplo de esta perversión. Que el Gobierno manosee la Corte Suprema, designando jueces a prueba y sin acuerdo del Senado, demuestra el total menosprecio por las instituciones.
Más escalofriantes son los argumentos con los que intentan defender lo indefendible, como cuando –rozando el racismo– justifican el hecho de una represión defectuosa en la filiación política de la víctima, como si la ley tuviera un doble rasero y pudiera aplicarse según la ideología, raza o religión del destinatario. Han llegado a decir que la víctima debió tener más cuidado. Sostuvieron que los policías deben decidir en cuestión de segundos, como si las fuerzas de seguridad francesas que enfrentaban a los “chalecos amarillos” no hubieran tenido también que decidir sobre la marcha sin haber provocado daños análogos. No hay Estado ni siquiera para dar explicaciones verosímiles.
Aún más estupor causa la borrachera de euforia que experimentan los que festejan el triunfo sobre un enemigo irrisorio: lo woke, las feminazis y los beatos del lenguaje inclusivo. Comprobamos cómo a la exageración que habían practicado todos estos grupúsculos grotescos se opone ahora un supremacismo reaccionario que auspicia la violencia verbal y la provocación, repone el bullying y reivindica el machismo (¿no relativizó una diputada el acoso callejero? ¿No han olvidado la perspectiva de género en la conformación de la Corte? ¿No sacaron el nombre al Salón de las Mujeres justo el Día de la Mujer? ¿No hay una velada exaltación de la mujer-objeto y la cosificación?). Unas formas de estupidez no nos deben hacer cerrar los ojos frente a su escandaloso opuesto, que más temprano que tarde irá calando, si no reaccionamos, en la vida cotidiana.
Ya que somos testigos impotentes de esta brutal regresión hacia modelos que creíamos superados, ya que vemos a una diputada enarbolando para la foto un busto blanco de Milei, ya que vemos a los adláteres digitales alentando la práctica de un verticalismo total, ya que vemos a los publicistas portátiles del líder presentando a Milei con resonancias “bíblicas”, ya que parecen no advertir que están –con todos esos artefactos conceptuales– plantando orgullosamente los cimientos de un neofascismo, al menos no debemos bajar los brazos ni perder la confianza en la condición humana. Por eso, es necesario afrontar este dantesco espectáculo de deshumanización con una pedagogía tenaz. Aun cuando nuestros interlocutores sean poco porosos, no hay que cansarse de alertar sobre lo evidente: bajo la apariencia de algo nuevo, estamos retornando a la prehistoria. Antes de que sea demasiado tarde, es necesario que, de los yacimientos de la sociedad, irrumpa una articulación capaz de reconstruir el Estado sobre bases democráticas. Esa es la modesta sede de nuestra esperanza.